domingo, 29 de septiembre de 2013

La arboleda del final del día


Hace tres años puse punto final a un libro sobre la emigración española a México que me costó casi una década de trabajo (viajes, lecturas, investigaciones y entrevistas) en los dos lados del Atlántico. El libro, llamado La arboleda del final del día, está a la espera de editor. La insistencia machacona de los tiempos que corren me obliga a aclarar que no es una novela sino de una suerte de ensayo testimonial, una autobiografía colectiva (si eso puede ser algo) quizás menos relacionada con la literatura que con la historia. Ofrezco a los lectores de Siglo en la brisa uno de los capítulos de la tercera parte del libro, dedicado a las confusiones, los despistes y los extravíos de uno de los personajes principales.

Confusiones, despistes, extravíos
Por FF
En las fotos de mi examen profesional, Santos aparece visiblemente satisfecho. No importa que el tema de mi tesis y la disquisición correspondiente, llevada a cabo en el salón de actos de la Facultad de Filosofía y Letras, le hayan completamente sido ajenos. Desde su óptica, aquel día es de una gran trascendencia. Tanto es así que un par de semanas antes ha insistido en regalarme un traje para estrenar en la ocasión y hasta me ha acompañado a escogerlo.
Por encima de los negocios en los que pasó la vida, siempre valoró que sus hijos y por supuesto luego sus nietos tuvieran los estudios que él nunca había tenido. Una vez escuché lamentarse a Quilo el Joven, cuya vocación de comerciante acabó manifestándose más sólida que la de profesionista, de que su padre se hubiera deshecho del próspero negocio familiar.
Pero Santos, a diferencia de muchos otros asturianos de la emigración, no se tentó siquiera el corazón para hacerlo, sin duda por su idealización de los estudios pero quizás también por aquel individualismo que lo hacía desconfiar en todo el que no fuera él mismo. Bien podría haberse preguntado: poner el negocio en las manos ¿de quién? Fue como quemar las naves en las que había llevado a sus hijos hasta el día en que acabaron sus carreras: a partir de aquel momento, aprovechando los estudios universitarios, cada quien tendría que vérselas por sí mismo. El 6 de abril de 1990, día de mi examen profesional, yo tenía veinticinco años; Santos tenía ochenta y cuatro, y todavía viviría doce más.
Entre la fecha de su llegada a Veracruz, en noviembre de 1923, y el día de su muerte, en mayo de 2002, pasaron cerca de ocho décadas. A pesar de haber vivido durante todo ese tiempo en México, Santos se mantuvo español en todos los aspectos de su vida. Ni siquiera tuvo que nacionalizarse, como hizo su tío Fernando Bueno, ya que todo lo que reunió lo puso a nombre de su esposa, su prima Fernanda.
Este país era algo más que una patria adoptiva: aquí habían nacido su mujer y sus hijos, aquí había trabajado a destajo durante medio siglo de vida espartana, aquí había logrado juntar una pequeña fortuna, aquí compró un pedazo de tierra para ser enterrado, aquí iba a morir. Pero sus costumbres, sus recuerdos más tiernos y el paraíso de sus sueños recurrentes, nada de eso dejó de estar allá. […]
Presenciar la pérdida de sus facultades fue dramático porque había sido un hombre independiente, de una sobriedad perfecta, siempre cauto y en su lugar. Por si fuera poco, su físico, como lo fue hasta el último día de su vida, seguía siendo imponente. Pero del empaque perfecto y sin fisuras fue pasando poco a poco a un estado de mutismo del que prácticamente no volvió a salir sino para dar pruebas de confusión, despistes y extravíos.
Un año después de mi examen profesional sucedió algo que empeoró las cosas, al grado de que Fernanda siempre dijo que aquella tarde, cuando lo asaltaron con violencia delante del edificio de Hegel, a un costado de la Plaza de Uruguay, había marcado el inicio de su declive.
Su hermano estaba internado en el Sanatorio Español y aquel día volvían, con una de mis tías al volante, de pasar la tarde con él. Aprovechando que se detenían en un semáforo, descendió del coche explicando que iba a la peluquería. A pesar de sus años, había conservado la autonomía y se movía a solas con toda naturalidad. Ya iría después a casa, caminando. Así que una hora más tarde, cuando empezaba a oscurecer, se dirigió a su casa por la calle de Horacio; llegando a la esquina de Hegel, dobló a la derecha.
Era la hora del lubricán. Casi delante del edificio en el que vivían, cuando estaba a punto de cruzar la calle, se abalanzaron sobre él dos sujetos. Uno le pegó en la nuca con la cacha de la pistola. El otro le puso la punta de un cuchillo en la garganta. Le arrancaron el reloj y las medallas, una que había sido de su madre y una virgen de Covadonga que siempre llevaba con él. Al final, aturdido, echando sangre por la cabeza, cayó al suelo. Se levantó como pudo. Cruzó. Llegó al edificio.
¿A dónde íbamos él y yo en mi coche la primera vez que percibí que algo empezaba a andar mal? Me detuve a cargar gasolina. Me di cuenta de que me habían puesto menos de la que me estaban cobrando, así que le reclamé al empleado, quien a pesar de lo evidente del robo se negó a hacer cualquier rectificación. La discusión se salió de tono. Mejor dicho, eso me pasó a mí. Exaltado, le menté la madre a voz en cuello, cosa que volví a hacer mientras me subía al coche y arrancaba. Santos, que antes de ninguna manera hubiera dejado de participar de aquella situación, no se movió un milímetro del asiento a mi lado. Con la mirada clavada en el parabrisas, se mantuvo en silencio, perfectamente ajeno a lo que acababa de suceder.
Otro día celebrábamos entre mucha gente la boda civil de una de mis primas en un jardín del Pedregal. En cuanto nos sentamos a comer, palideció: le vino a la mente que tenía en su casa una cantidad de dinero en efectivo pero no recordaba con precisión el lugar. Se levantó de la mesa y llamó aparte a mi padre. Le dijo que tenía regresar de inmediato para asegurarse de que el dinero estuviera donde él creía que lo había dejado. Nadie logró tranquilizarlo, ni siquiera Fernanda, que se acercó en cuanto percibió que algo andaba mal. Descorazonaba verlo insistir de manera firme pero lleno de nerviosismo, como haciendo agua por todas partes, él que había sido refractario, exacto, perfecto, en que debía volver a casa para ver que aquel efectivo estuviera en su lugar. Yo me enteré de lo que pasaba y me ofrecí llevarlo en mi coche. Era la tarde de un viernes y la sola posibilidad de atravesar la ciudad a las horas del peor tráfico de la semana, era una insensatez. No importó: allá fuimos, en un viaje de un par de horas en las que él no dejó de bullir, sufriendo en silencio. [...]
Confusiones, despistes, extravíos. Santos comenzó a mezclar los tiempos: conservo una cinta grabada en San Petersburgo, Florida, donde pasábamos unas vacaciones de verano en casa de una de mis tías. Con voz grave que revela la seriedad del asunto, Santos relata en la grabación una vez más la historia de su llegada a Veracruz. Si se exceptúa lo que nunca contó, seguía intacta: el capitán del barco que ofrece llevarlos a Tampico, los ahorros que se agotan, la cancha de futbol. Con una salvedad importante: quien gobierna al país, dice, era López Portillo, un sinvergüenza cuya irresponsabilidad causó una pérdida considerable en los ahorros de toda su vida.
Hubo más, cada vez peor: de aquel viaje volvió diciendo que había trabajado en La Florida y que le debían un suma importante que según él tenía que ir a cobrar a la Embajada norteamericana. En una ocasión insistió tanto que mi padre accedió a llevarlo a la representación diplomática, que por suerte no laboraba ese día. A finales de aquella misma semana, Santos dijo que había que ir a la iglesia de San Agustín, en la calle de Horacio. “Ya verás que allí sí me pagan” dijo a mi padre, que accedió también a llevarlo aquella segunda ocasión. Mientras se bajaba trabajosamente del coche, ayudado por Fernanda, mi padre se adelantó y habló con el responsable de la oficina de la iglesia, que tuvo una larga conversación a solas con Santos. Éste salió desconcertado y pálido y no volvió a mencionar La Florida jamás.
Como todos los años desde que se fue a vivir a Australia, Pepe Luis pasaba una temporada de vacaciones en casa de Santos y Fernanda. Aquel año un jefe suyo de allá, un poco más joven que él, un australiano culto pero escéptico de un país como México, estuvo una semana en el Distrito Federal. Pensando en mostrarle cómo se vivía aquí, Pepe Luis lo llevó a conocer a sus padres. La conversación transcurría con normalidad, todos sentados en la sala del departamento en el octavo piso de la calle de Hegel, entre formas de cortesía que Pepe Luis se dedicaba a traducir por turnos. De cuando en cuando Santos miraba al australiano de soslayo, como queriéndolo reconocer. De pronto se refirió directamente a él y rompiendo el sosiego que había imperado en la visita le dijo que al fin caía en la cuenta de quién era y le preguntó que cuándo le iba a pagar el dinero que le debía. El australiano, que no entendió ni media palabra, se volvió a Pepe Luis para preguntarle qué le decía su padre con aquella extraña vehemencia. Mi tío cuenta ahora la anécdota entre risas pero entonces tuvo que hacer verdaderos malabares, alternando en dos idiomas, para salir airoso de la situación.

Por esos días, cuando Santos entró en una etapa de difícil discernimiento respecto a lo que pasaba en su interior, y que a la larga sería irreversible, se casó mi hermana Covadonga, que quiso que él fuera testigo de la ceremonia civil. Fernanda se puso muy nerviosa: Santos ya no estaba para aquellos trotes.
Lo más posible era que una vez delante del libro de actas se le olvidara para qué había ido hasta allí y no supiera qué hacer. Se convino en que yo lo acompañara. Durante los días que precedieron a la boda, ella le dijo todas las veces que pudo: “Vas y pones: ‘S. Fernández’, ‘S. Fernández’, como firmas siempre”. Por si fuera poco, todas las tardes lo sentó un rato a la mesa del comedor y lo hizo firmar una y otra vez en una hoja en blanco. A pesar de toda aquella preparación, a Fernanda nunca le hizo ninguna gracia la idea.
Llegó la boda. Estábamos alrededor de los desposados cuando llegó su turno y lo llamaron. Le ofrecí el brazo. De camino hacia la mesa improvisada como oficina del registro público, cuando nos acercábamos al lugar donde estaba el juez extendiéndonos una pluma, todavía oí a Fernanda decirle, con insistencia, por lo bajo: “Pon como pones siempre: ¡‘S. Fernández’!, ¡‘S. Fernández’!”. Nerviosísima ante lo que pudiera suceder, le temblaba como nunca la cabeza. Ya allí, Santos se soltó de mi brazo. Tomó la pluma. Le quitó la tapa. La acercó al libro de actas.
A continuación escribió, con morosa parsimonia y elegante grafía, largamente como no había hecho nunca, con sus dos nombres y sus dos apellidos: “Santos Maximino Fernández Bueno”. Me miró y me guiñó un ojo.

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La foto del Puerto de Veracruz pertenece al archivo de la Fototeca Juan Malpica Mimendi. La serie de dos retratos de Santos Fernández es de José Luis Fernández Tolhurst. El retrato de mi hermana Covadonga lo tomé yo mismo en el Parque Güell de Barcelona en el invierno de 1991. El de Pepe Luis, en el restaurante Danubio, donde comimos en una de sus visitas más recientes a México. Los documentos reproducidos son de mi archivo personal. 

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