viernes, 26 de diciembre de 2014

Una obra maestra de Richard Dadd


Aunque la sección mexicana es relativamente pobre, vale muchísimo la pena ver la exposición de Octavio Paz que está en Bellas Artes y que será desmontada en unos días (En Esto Ver Aquello). La sala dedicada a la pintura abstracta es extraordinaria: Kandinsky, Miró, Motherwell, Pollock, Jasper Johns, Felguérez. Algo más: por primera vez se exhiben juntos los dos retratos más famosos de sor Juana, el de Juan de Miranda y el de Miguel Cabrera (abajo de estas líneas). Hay al menos dos piezas emocionantes de Chillida. El gran ausente es, como al parecer en la obra de Paz, Francisco Toledo.
Yo fui a conocer expresamente una fantástica obra que ni siquiera es fácil ver en el museo al que pertenece, si las cosas son como eran en 2002, cuando estuve en la Tate Gallery de Londres y pregunté por ella: inexplicablemente, el pequeño óleo, que mide sólo 54 por 39.5 centímetros y se llama The fairy-feller’s masterstroke, estaba embodegado, por lo que hace ya doce años me quedé con ganas de verlo en persona. La semana pasada, casi por azar, leí que la gran exposición de piezas de arte sobre las que Paz se ocupó incluía el óleo de Richard Dadd y el martes pude finalmente darme una vuelta por el Palacio de Bellas Artes. Al volver a casa, releí los párrafos que el autor de Los privilegios de la vista dedicó en los setentas al genio loco de Broadmoor. El texto está en El mono gramático, de donde lo copio para quienes siguen Siglo en la brisa


[Sobre The fairy-feller’s masterstroke de Richard Dadd]
Por Octavio Paz

Pienso en Richard Dadd pintando durante nueve años, de 1855 a 1864, The fairy-feller’s masterstroke en el manicomio de Broadmoor. Un cuadro de dimensiones más bien reducidas que es un estudio minucioso de unos cuantos centímetros de terreno –hierbas, margaritas, bayas, guijarros, zarcillos, avellanas, hojas, semillas– en cuyas profundidades aparece una población de seres diminutos, unos salidos de los cuentos de hadas y otros que son probablemente retrato de sus compañeros de encierro y de sus carceleros y guardianes. 
El cuadro es un espectáculo: la representación del mundo sobrenatural en el teatro del mundo natural. Un espectáculo que contiene otro, paralizador y angustioso, cuyo tema es la expectación: los personajes que pueblan el cuadro esperan un acontecimiento inminente. El centro de la composición es un espacio vacío, punto de intersección de todas las fuerzas y miradas, claro en el bosque de alusiones y de enigmas; en el centro de ese centro hay una avellana sobre la que ha de caer el hacha de piedra del leñador. Aunque no sabemos qué esconde la avellana, adivinamos que, si el hacha la parte en dos, todo cambiará: la vida volverá a fluir y se habrá roto el maleficio que petrifica a los habitantes del cuadro. 
El leñador es joven y robusto, está vestido de paño (o tal vez de cuero) y cubre su cabeza una gorra que deja escapar un pelo ondulado y rojizo. Bien asentado en el suelo pedregoso, empuña en lo alto, con ambas manos, el hacha. ¿Es Dadd? ¿Cómo saberlo, si vemos la figura de espaldas? No obstante, aunque sea imposible afirmarlo con certeza, no resisto la tentación de identificar la figura de leñador con la del pintor. Dadd estaba encerrado en el manicomio porque, durante una excursión en el campo, presa de un ataque de locura furiosa, había asesinado a hachazos a su padre. El leñador se dispone repetir el acto pero las consecuencias de esa repetición simbólica serán exactamente contrarias a las que produjo el acto original; en el primer caso, encierro, petrificación; en el segundo, al romper la avellana, el hacha del leñador rompe el hechizo. Un detalle turbador: el hacha que ha de acabar con el hechizo de la petrificación es un hacha de piedra. Magia homeopática.
A todos los demás personajes les vemos las caras. Unos emergen entre los accidentes del terreno y otros forman un círculo hipnotizado entorno a la nefasta avellana. Cada uno está plantado en su sitio como clavado por un maleficio y todos tejen entre ellos un espacio nulo pero imantado y cuya fascinación siente inmediatamente todo aquel que contempla el cuadro. Dije siente y debería haber dicho: presiente, pues ese espacio es el lugar de una inminente aparición. Y por esto mismo es, simultáneamente, nulo e imantado: no pasa nada salvo la espera. Los personajes están enraizados en el suelo y son, literal y metafóricamente, plantas y piedras. La espera los ha inmovilizado –la espera que suprime al tiempo y no a la angustia. La espera es eterna: anula al tiempo; la espera es instantánea, está al acecho de lo inminente, de aquello que va ocurrir de un momento a otro: acelera el tiempo.

Condenados a esperar el golpe maestro del leñador, los duendes ven interminablemente un claro del bosque hecho del cruce de sus miradas y en donde no ocurre nada. Dadd ha pintando la visión de la visión, la mirada que mira un espacio donde se ha anulado el objeto mirado. El hacha que, al caer, romperá el hechizo que los paraliza, no caerá jamás. Es un hecho que siempre está a punto de suceder y que nunca ocurrirá. Entre el nunca y el siempre anida la angustia con sus mil patas y su ojo único.


(Tomado de El mono gramático, Seix Barral, Biblioteca Breve, primera edición. Barcelona, 1974, págs. 104-106.)
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Salvo la que abre este post, las estupendas reproducciones del óleo de Richard Dadd provienen de la página The Public Domain Reveiw, de donde las tomo prestadas. De ahí mismo copio el retrato de Dadd frente al caballete: http://bit.ly/1x62Tka


Más sobre Octavio Paz en este blog:
Un retrato afortunado, http://bit.ly/1DCO5Jl
Su voz en una contestadora automática, http://bit.ly/1fCpu0p
El gato que rasguñó a Lévi-Strauss, http://bit.ly/TAg6AJ
En el velorio de Juan Rulfo, http://bit.ly/XJsi1s

Otras entregas sobre pintura en Siglo en la brisa:
El azul pintado más hermoso del mundo, http://bit.ly/ZAnJYL
El museo imaginario de Marcel Proust, http://bit.ly/V3ICep
Siete imágenes del Códice Laud, http://bit.ly/13dmUao
Último encuentro con Vlady, http://bit.ly/YjFk9h