domingo, 25 de noviembre de 2012

Un poema de Ángel González


Tanto insiste Pound en la idea que me ha parecido conveniente hacerle caso siquiera por una vez (1). Y cuando me pongo a reflexionar sobre la manera de ponerla en práctica, me doy cuenta de que precisamente algo de eso he hecho de cuando en cuando en este blog
Con esta entrega serán ya ocho poemas, grupos de poemas e incluso versos aislados que ejemplifican la poesía que me gusta, y que conforman, para decirlo con las palabras del exigente poeta de Idaho, mi “ideograma de lo bueno”. El texto que reproduzco más abajo es significativo sobre todo porque representa una excepción al uso monótono y escasamente creativo de las formas tradicionales en la España de las últimas décadas, que tanto he criticado en este y otros espacios. No es que Ángel González (Oviedo,1925-Madrid, 2008), su autor, se desdiga en él de sus convicciones estéticas generales; tampoco, que renuncie a sus versos armados a partir de un criterio tradicional, con toda suerte de variaciones hechas a base de encabalgamientos y pies quebrados, sino que por una vez el resultado está repleto de fuerza, belleza y originalidad. 
Digamos que a pesar de que las formas en las que está escrito son más o menos las de siempre, el poema resulta irrepetible, y parece que respira, palpita, crece. Al revés de lo que me sucede con algunos poemas que me han gustado en otros tiempos y que releo sin que vuelvan a decirme nada, este “Entreacto” —que forma parte del libro Sin esperanza con convencimiento (1961)— cada vez me gusta más. Por desgracia, no tengo tiempo para comentar a detalle el sabio mecanismo utilizado en el texto para cargarlo de una fuerza en cierto sentido oscura, no exenta de ironía y de humor, que lo convierte en una página verdaderamente memorable. Me contento con señalar lo que más me impresiona de él: la efectividad con la que está reproducida esa suspensión que hay entre dos actos de una obra teatral que hace que en sus versos se sienta, intacta y vibrante todavía, la inercia de la energía que ha sido desplegada en la representación. 
Quizás lo leí por vez primera en diciembre de 2001, en la casa madrileña de mi amigo Xavier Pascual Aguilar; para llevármelo conmigo lo copié en un cuaderno, y desde entonces y hasta mi regreso a México —en donde me esperaba un ejemplar de su poesía reunida comprado en 1996— fue en esa transcripción donde lo leí una y otra vez. Mi nuevo encuentro con él se debe a la provocación de Pound y tiene como objeto compartirlo con quienes siguen Siglo en la brisa.

Entreacto
Por Ángel González
No acaba aquí la historia.
Esto es sólo
una pequeña pausa para que descansemos.
La tensión es tan grande,
la emoción que desprende la trama es tan
intensa,
que todos,
bailarines y actores, acróbatas
y distinguido público,
agradecemos
la convencional tregua del entreacto,
y comprobamos
alegremente que todo era mentira,
mientras los músicos afinan sus violines.
Hasta ahora hemos visto
varias escenas rápidas que preludiaban muerte,
conocemos el rostro de ciertos personajes
y sabemos
algo que incluso muchos de ellos ignoran:
el móvil
de la traición y el nombre
de quien la hizo.

Nada definitivo ocurrió todavía,
pero
la desesperación está nítidamente
dibujada, y los intérpretes
intentan evitar el rigor del destino
poniendo
demasiado calor en sus exuberantes
ademanes, demasiado carmín en sus sonrisas
falsas,
con lo que –es evidente– disimulan
su cobardía, el terror
que dirige
sus movimientos en el escenario.
Aquellos
ineficaces y tortuosos diálogos
refiriéndose a ayer, a un tiempo
ido,
completan, sin embargo,
el panorama roto que tenemos
ante nosotros, y acaso
expliquen luego muchas cosas, sean
la clave que al final lo justifique
todo.
No olvidemos tampoco
las palabras de amor junto al estanque,
el gesto demudado, la violencia
con que alguien dijo:
                                 “no”,
                                         mirando al cielo,
y la sorpresa que produce
el torvo jardinero cuando anuncia:
“Llueve, señores,
llueve
todavía”.

Pero tal vez sea pronto para hacer conjeturas:
dejemos
que la tramoya se prepare,
que los que han de morir recuperen su aliento,
y pensemos,
cuando el drama prosiga y el dolor
fingido
se vuelva verdadero en nuestros corazones,
que nada puede hacerse, que está próximo
el final que tememos de antemano,
que la aventura acabará, sin duda,
como debe acabar, como está escrito,
como es inevitable que suceda.


Tomado de Ángel González, Palabra sobre palabra, Serie Mayor, Seix Barral, tercera edición, Barcelona, mayo de 1994, pág. 113-114.

_________________________
(1) “La primera credencial que se ha de exigir al crítico es su ideograma de lo bueno; de lo que considera su escritura válida, es más, de todos sus términos generales. Entonces sabremos por dónde anda” (pág. 59). Y más adelante: “No puedo insistir demasiado ni con demasiada fuerza sobre mi advertencia en contra de los llamados críticos que discuten en torno al tema, no definen sus términos y no dicen francamente que ciertos autores les parecen aburridos. Haz que un hombre te diga antes que nada y en especial qué escritores piensa que son buenos escritores, después se pueden escuchar sus explicaciones” (pág. 62). En Ezra Pound, El arte de la poesía, traducción de José Vázquez Amaral. Joaquín Mortiz, Serie del Volador, segunda edición, México, 1983.

Ignoro la autoría del retrato de Ángel González que abre este post; lo tomo prestado de internet, en donde aparece un par de veces sin crédito.

Este texto es la octava entrega de una serie que ha ido apareciendo en este blog con algunos de mis poemas preferidos. Aquí los demás: . Fonollosa, :
, pagayor, Seix Barral, tercera edici
1. De Pedro Salinas, http://bit.ly/waOQiL  
2.  De Lope de Vega, http://bit.ly/9ZpQ2U 
3. De Juan Ramón Jiménez, http://bit.ly/aoVJM3
4. De Andrés Fernández de Andrada, http://bit.ly/9xgKZQ
5. De Macedonio Fernández, http://bit.ly/wZS9zU
6. De César Vallejo, http://bit.ly/yNbYFH
7. De José María Fonollosa, http://bit.ly/SNtIEE

domingo, 18 de noviembre de 2012

A 20 años de la fundación de Viceversa


Amigas y amigos: gracias por acompañarnos a conmemorar la aparición del primer número de la revista Viceversa, de la que esta semana, quizás este mismo día, probablemente a esta misma hora, se cumplen veinte años. Una razón me ha movido a organizar esta mesa redonda: México es un país con gravísimos problemas de memoria, y la cultura puede ser muchas cosas pero no es nada sin la colaboración y la participación activa y constante de la memoria. Durante los últimos años, de manera natural se ha ido mitigando el recuerdo de aquella publicación que salió a lo largo de la década de los noventa y que dejó de hacerlo el primer año de este siglo; lo que no parece admisible es que los encargados de escribir la historia de algunos fenómenos culturales, y específicamente quienes han ensayado historias del periodismo y el diseño gráfico en México, lo hayan hecho con tanta irresponsabilidad, y hayan escrito desde pequeñas imprecisiones hasta errores burdos y quizás malintencionados sobre la revista (1). 
Por eso esta mesa redonda, que pretende evocar la naturaleza de Viceversa pero también hacer la crítica de la revista y quizás de los años en los que estuvo en circulación, quiere ser fundamentalmente un ejercicio de la memoria.
Por supuesto que no es éste, sin embargo, el momento de contar su historia y por esa razón me limitaré a repetir lo que no todos han olvidado: Viceversa fue la continuación de una publicación llamada Milenio y salió por vez primera en noviembre de 1992, con una portada diseñada por Rocío Mireles en la que aparecía Alejandra Bogue en una foto de Eniac Martínez. 
Entre la entrega inaugural y la última—en cuya portada estaba Manu Chao en concierto en una foto de María Madrigal—, pasaron ocho años y medio durante los que vieron la luz 96 números. Viceversa, que fue bimestral durante su primer año y que se convirtió en mensual a partir del histórico enero de 1994, dejó de salir en mayo de 2001 cuando el empresario Sergio Autrey —que la había comprado un año antes—, y yo, que seguí fungiendo como director hasta el último día, decidimos de común acuerdo dar por terminadas sus actividades.
Los temas de la revista fueron tan amplios como la imaginación nos lo permitió: en sus páginas cupo la literatura, a la que nos dedicábamos mayormente quienes trabajábamos para ella, pero también la moda; lo mismo nos ocupamos de ópera que de rock, drogas y sexualidad, incluso deporte y salud; y por supuesto que preponderantemente todo lo que tiene que ver con el orbe de las artes: la pintura, el cine, la música, la arquitectura, la escultura, y una y otra vez la literatura en todas sus facetas: la poesía, la narrativa, el ensayo, el teatro. Si bien las entregas de la revista eran, como su línea editorial, básicamente misceláneas, de cuando en cuando hicimos monografías sobre algunos de los personajes y los temas principales de la cultura mexicana. 
Cuando pienso en sus 96 números pasan por mi cabeza los que más me satisfacen: el de Scherer, que fue el primer éxito de la revista, un número de elaboración emocionante y en cierto sentido vertiginosa, hecho cuando no existía una entrega periodística sobre el fundador de Proceso y que apareció en uno de los momentos más graves de la historia mexicana reciente, nada menos que siete días después del asesinato de Colosio; el de Carlos Fuentes, que tiene en la portada una foto de Gerardo Suter desde la que el autor de Aura nos pinta un gozoso violín, y que me sigue pareciendo uno de los documentos críticos más equilibrado que hay sobre un personaje que ha sido amado o repudiado con extremo inútil; el de Francisco Toledo, una bellísima entrega sobre el gran artista juchiteco, cuyo trabajo aparece analizado desde todos los ángulos... 
El de los cien años del cine, con aquel Orson Welles caracterizado de ciudadano Kane, que aparecía en la portada encima de una pila de periódicos entre los que el diseñador Rodrigo Toledo abandonó discretamente un ejemplar de Viceversa; el de la revista Vuelta, un asedio a la empresa editorial de Octavio Paz como no existía, o no al menos hasta ese momento; o los números sobre María Sabina, el rave, las drogas de diseño, lo mejor del archivo fotográfico de la revista, la entrañable entrega sobre Carlos Monsiváis, que aparece rejuvenecido y afable en una foto más bien insólita de Adolfo Pérez Butrón; los números sobre la infancia o sobre Cuba… 
(Por cierto, no está de más decir que si bien Viceversa no puede consultarse en la red, un par de bibliotecas de la ciudad de México, la Vasconcelos de Buenavista y la Rubén Bonifaz Nuño de la UNAM, cuentan con colecciones completas que yo mismo doné.)
Viceversa fue más que nada una empresa de personas, y por eso esta noche quiero fundirme desde aquí, siquiera con la imaginación, en un abrazo de reconocimiento con quienes la hicieron en sus diversas etapas, desde los tiempos de Eduardo Vázquez y Ricardo Cayuela, cuando acabábamos de renunciar a Milenio y detallábamos el nuevo proyecto en la sala de maestros del Instituto Luis Vives, hasta los de Claudia Muzzi y Gerardo de la Cruz, una vez que la revista había sido ya vendida a Sergio Autrey y nuestras oficinas estaban junto a las de Arqueología Mexicana, pasando por supuesto por los tiempos que me gusta llamar dorados de la revista, los de Mónica Braun, de Roberto Max Ersahm y Fernanda Solórzano. 
Tampoco es posible decir ahora todos los nombres de quienes trabajaron en su redacción, ni de quienes dejaron su huella en el diseño de Viceversa. Sobre el diseño gráfico escribí hace no mucho un texto que apareció en tres partes en mi blog, y allí quedaron consignados quiénes la hicieron y, en términos muy generales, bajo qué ideas y convicciones. Un día contaré mi amistad con los señores Fernando Canales y Humberto Corral, los dueños de la imprenta que ya para entonces llevaba Alejandra, la hija del primero de ellos. Siempre he pensado que hay una historia literaria en la amistad entre aquellos dos hombres, y también quizás en la que me hizo ganarme su simpatía y su confianza, lo que ayudó muchísimo a que las finanzas de nuestra pequeña empresa acabaran saliendo siempre a flote.
Sólo mencionaré a Ángeles Zamora [que aparece en el centro de la foto que reproduzco arriba de estas líneas], porque en cierto sentido encarnó el alma de la revista quizás como ninguno de nosotros, y también porque pienso que al mencionarla a ella me estoy refiriendo a todos los demás. Y es que en su caso se dio una curiosa circunstancia que subrayó su identificación con nuestra editorial: Ángeles trabajaba ya en Esfera Editores, a donde que yo llegué en 1990 para fundar Milenio, en las calles de Río Amazonas de la colonia Cuauhtémoc, y luego se quedó en la Editorial Raíces, la empresa allá por el Toreo donde estaban las oficinas de quienes compraron la revista después de que yo me fui de ella, así que estaba desde antes de mi llegada y luego siguió estando después de mi partida, como si su buena voluntad y su capacidad de entrega y su carisma fueran más grandes que todo lo que los demás pudiéramos aportar.
Tampoco dejaré pasar la oportunidad de dar las gracias y hacer un reconocimiento, públicamente por vez primera, a la persona que hizo que Viceversa fuera posible como sociedad anónima y aportó el dinero para fundarla, sin lo que no hubiéramos llegado muy lejos: mi madre, la señora Otilia Figueroa Martínez, quien puso la inversión con la que pudimos enfrentar la separación del propietario de la vieja Milenio para fundar la revista cuya salida a la calle por vez primera en noviembre de 1992 hoy conmemoramos.
Pero cuando dije hace un momento que Viceversa fue una empresa de personas quería decir sobre todo que en sus páginas empezó a publicar una amplísima generación de escritores, artistas plásticos, periodistas, críticos de las más diversas artes, músicos, diseñadores gráficos y de moda, que hoy forman parte activa de la comunidad intelectual y artística de este país. La lista de colaboradores quizás no podría acabar de leerse en lo que queda de semana. Por supuesto que sin ser la única, Viceversa significó un espacio fresco y desprejuiciado, plural e independiente, en el que una generación, en diálogo con el resto de las generaciones en activo, trazó uno de los rostros posibles de nuestra cultura en aquel momento específico, y sus portadas y sus índices dan generosamente cuenta de ello. 
Si me preguntaran cuál fue, desde mi punto de vista, la máxima virtud de Viceversa, no dudaría en decir que fue la capacidad que tuvo de mostrar una parte de lo que ocurría en la cultura mexicana de los años noventa, y que fue, más allá de la primera casa de muchos escritores, artistas y críticos mexicanos, un espejo que se paseó a través de un largo camino, si puedo parafrasear la célebre definición de novela que en El rojo y el negro escribió Stendhal.
Para participar en esta mesa redonda me he permitido invitar a dos magníficos lectores, dos críticos que desde posiciones de independencia intelectual han presenciado la realidad que todos compartimos pero que no todos podemos desbrozar y leer apropiadamente, y que ellos han penetrado con agudeza y profundidad. 
Por un lado, Rogelio Villarreal, a quien agradezco el que haya hecho el viaje desde Guadalajara en donde actualmente vive. De él he dicho en diversas ocasiones que es uno de los editores de revistas que más respeto y quizás el que ha tenido la evolución más interesante de todos los que conozco. Activo, insatisfecho, punzante, incluso polémico, el director de la insustituible Replicante es un editor que ha hecho de la réplica una tarea rigurosa con el objetivo de ofrecer, como se leía hasta hace no mucho en la portada de su revista, ideas para un país en ruinas. Su propia actividad como editor añade interés a lo que pueda decir sobre la revista que hacían, desde otras perspectivas y puntos de vista, sus colegas de Viceversa.
Por el otro lado, el poeta Armando González Torres, de quien siempre que puedo me gusta afirmar que es uno de los críticos más importantes con los que cuenta la literatura contemporánea del país, principalmente porque posee una virtud esencial para el ejercicio de la crítica, por cierto bastante poco frecuente en México: la búsqueda del equilibrio. Hombre refinado que no teme a ningún tema y a ningún tono, Armando fue uno de los colaboradores más importantes de Viceversa y sus trabajos en cuanta revisión crítica que decidiéramos emprender fueron siempre esenciales para la visión que ofreció la revista.
_________________________
(1) Me refiero a los libros Historia del periodismo cultural en México de Humberto Musacchio (Conaculta) y Diseño gráfico en México. 100 años de Giovanni Troconi (Artes de México / Conaculta). En los dos casos escribí y publiqué aclaraciones en este blog.

Texto leído la noche del 14 de noviembre de 2012 en la Casa Refugio Citlaltépetl, en la conmemoración de la fundación de Viceversa. Gracias a Philippe Ollé Laprune por cedernos el espacio para celebrar esa ocasión. En la mesa también participaron los escritores Armando González Torres y Rogelio Villarreal. 

Las imágenes que aparecen en esta entrega pertenecen a mi archivo, con la salvedad de los retratos de Rogelio Villarreal —que copio de su blog (www.villarreal.blogspot.mx)— y de Armando González Torres —que tomo prestado de la página digital del periódico El Economista—, y la foto de la conmemoración de la fundación de la revista, que es de mi hermano José María. En ella aparecen, de izquierda a derecha, Leonel Sagahón, Mónica Braun, Claudia Muzzi, Fernanda Solórzano, Ángeles Zamora, Soren García Ascot, Rodrigo Toledo, el que esto escribe, Álvaro Fernández Ros y Rocío Mireles.

Más sobre Viceversa en este blog:
Mis diez portadas preferidas, http://bit.ly/VXMFDt
De Orwell a Trotski a Viceversa, http://bit.ly/SQ5p6V
Viceversa en la historia del diseño gráfico en México: primera parte, http://bitly.com/S5fFHU; segunda parte, http://bit.ly/XDodtG; tercera parte, http://bitly.com/Ze9KW8.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Gerardo Deniz en Viceversa


Desde hace un par de semanas circula Red de agujeritos, un volumen que reúne los ensayos que Gerardo Deniz publicó en la revista Viceversa en forma de columna mensual. Se trata de una miscelánea de la mayoría de los temas del poeta, regados abundantemente de su erudición, ironía y sentido del humor característicos. 
Los textos, que son más de cuarenta y fueron publicados en varios periodos a lo largo de los casi nueve años de vida de la revista, tienen la virtud de la estandarización de su formato, lo que permite conocer el complejo mundo de Deniz de una manera quizás más legible y sencilla que nunca. Los editores, Javier García Galiano, cabeza de la colección El Gabinete de Curiosidades de Meister Floh en la que aparece, y Marcial Fernández, director general de Ficticia Ediciones —a quienes agradezco la publicación del libro—, estuvieron de acuerdo en que incluyéramos un prólogo para contar la manera en que se dio la colaboración de un autor que sólo ha publicado de manera continua y regular en otra revista (Biblioteca de México, dirigida por Eduardo Lizalde). También aceptaron que el volumen ofreciera, a manera de epílogo, la entrevista que le hice al poeta en el otoño de 1993, aparecida originalmente en el número del primer aniversario de Viceversa.
Quizás no haya mejor manera de promover el libro que mostrando directamente algunos de sus textos, y después de pensarlo me he decidido por los tres que conforman este post —que reproduzco siempre con la anuencia de su autor—: el primero, sobre sus impresiones de Pablo Neruda, a quien vio en persona a finales de los años cuarenta, cuando acompañó a su padre a una cita de trabajo; el segundo, sobre la lengua chechena, y el tercero sobre un amigo de Freud, a quien el famoso médico vienés tuvo en alta estima, llamado Wilhelm Fliess. El retrato de Deniz que abre esta entrega de Siglo en la brisa, y que invariablemente apareció junto a su texto en Viceversa, es de Roberto Portillo, el fotógrafo que hizo la imagen de los columnistas de la revista (Anne Delécole, Javier Cruz Mena, Pablo Boullosa y Gerardo Kleinburg). Como se dará cuenta quien vea con cuidado esta entrega, los dos dibujos de Juan Almela que uso para ilustrar uno de los artículos son los mismos que el diseñador Armando Hatzacorsián utilizó para el diseño de la portada del libro. Más de medio siglo hay entre ellos. Me permito ofrecerlos como un añadido especial para los lectores de este blog.

Tres textos de Red de agujeritos
Por Gerardo Deniz
Canto general
Meses más, meses menos, fue hacia principios de 1949. Tenía yo 14 años. Una noche, mi padre me preguntó si quería acompañarlo. Cosa desacostumbrada. De seguro me explicó, en diez palabras a lo sumo, quién era Pablo Neruda. Por primera vez oía yo dicho nombre.
Fuimos a casa de don Wenceslao Roces, en la avenida Veracruz. Si bien la visita no debió pasar de un cuarto de hora y no me provocó ni frío ni calor, conservo un par de recuerdos divertidos. Había por lo menos media docena de personas que me causaron un curioso efecto de ansia y desconcierto, como si poco antes el perro les hubiese dicho un refrán. Tengo la impresión de que nadie se estaba quieto ni hablaba fuerte. Es claro, en cualquier caso, que no me hallaba en condiciones de apreciar el aura exhalada por la grandeza.
Sobre una especie de diván psicoanalítico pegado a la pared yacía un ajolote hipertrofiado, aunque sin simpatía ni branquias aparentes. Ignoro cómo iba vestido. Tenía en la mano un vaso de agua de Tehuacán. Bebía un poco y gargarizaba. Emanaban de él una inercia y un aburrimiento infinitos, en contraste con la inquietud de alrededor —todos sin sentarse y haciéndose crujir los huesos de los dedos. Se trataba de que mi padre leyera las pruebas de un libro considerable. Con poco riesgo de tomar el divino nombre en vano, podría yo asegurar que era el Canto general.
—Hi, heñó Almela. Un libro de heihienta páhina —decía Neruda con voz cansina, saturada de vegetaciones nasofaríngeas. Tomaba otro sorbo y eructaba el gas.
Quiero imaginar siquiera que mi desventurado padre se aburriría un poco menos leyendo las pruebas de imprenta de Neruda que con las de aquellos tratados de medicina y química que le eran impuestos como dieta habitual. Por mi parte, si bien acostumbraba hojear con interés las pruebas que mi padre padecería por las noches y en el fin de semana, cuando empezaron a llegar las longanizas de versos nerudianos las rechacé con repulsión. No por proceder de aquel urodelo conocido, sino meramente —quede claro— por ser poesía.
Quién iba a suponer que años más tarde me habría de embarcar en una dilatada campaña de lectura poética, un tanto estrambótica pero en modo alguno fallida —pues quien retorna trayendo en las alforjas a Chumacero, Gorostiza, López Velarde, Góngora, Eliot, Mallarmé, Dante y hasta Rilke descifrado con maña, a más de dos docenas de lesser lights, nunca podría pretender que vuelve de una incursión improductiva. Lo único malo es que jamás tuve ganas de emprender otra. Pues bien, en aquellas refriegas (—¿Fue usted herido en la refriega? —No, mi general: entre el ombligo y la refriega…) nuestro gargarizante tuvo oportunidades. Pesqué por allí sus 20 poemas y me parecieron inexistentes. No había otros Nerudas en venta. Por fin, el martes 26 de noviembre de 1957 descubrí en la Librería de Cristal, sucursal Niza, dos librillos argentinos, económicos, con el dichoso Canto general
Los compré y corrí a Chapultepec, al grato jardín sin pretensiones que hubo donde hoy está el Museo de Arte Moderno. Por aquellas semanas yo estudiaba genética (aunque suene feo declararlo) en libros de tufo idealista sacados de la biblioteca Franklin. Las avecicas cantaban seguramente loando a Lysenko, pero yo ni me fijaba.
Instalado a gusto, no recuerdo si soporté dos páginas o sólo una. Tampoco tiré el libro, puesto que aquí lo conservo, fechado, lo cual me permite situar con tanta exactitud algo que para mí fue literalmente nulo.
Imposible precisar, en cambio —y tampoco hace falta—, ni siquiera el año exacto, a mediados de la sexta década, cuando apareció un número nerudólatra del inolvidable México en la Cultura —aquel suplemento dominical, legendario hoy en día, donde no faltaban trozos aceptables pero era sobre todo, para mí al menos, un recordatorio semanal de la necesidad de prolongada pasteurización de las bellas letras antes de poderlas degustar.
Volviendo a Neruda: en el periódico que ahora recuerdo aparecían poemas suyos —los cuales, por supuesto, me abstuve de leer— y, desde la primera plana, dos o más fotografías desternillantes del Poeta sin rasurar, vestido de harapos, descalzo y ¡con un grillete al tobillo, lo juro! Era escalofriante y daba la idea complicada de los prejuicios del imperialismo. ¡Cómo no solidarizarse ante un mártir tan convincente, cómo no enviarle a chirona el palomino de la paz con una botella de agua de gusto a pie dormido! (Agua que por entonces aún exhibía en la etiqueta su perfecto análisis realizado por el Instituto de Geología de la UNAM, recalcando el contenido en litio sabroso y un saludable cosquilleo de radioactividad).
Algunas décadas más tarde, a ruego mío, la dirección de la revista Milenio me dio a conocer por fin al Neruda esencial. Desde entonces me consta: aquel amb(l)istoma gargarizante escribió tres poemas buenos en su vida. Puede que hasta cuatro. En el lugar del poeta Borges, algo para morirse de envidia. Por fortuna andamos lejos.
Viceversa, número 10, marzo de 1994

Breve tratado sobre la lengua chechena
Hace mucho que no veo revistas chinas en español (Pekín informa, China reconstruye). Confío en que seguirán apareciendo e incluirán todavía aquella atractiva página destinada a que el lector aprendiese, casi sin darse cuenta, a leer chino (y de ahí a hablarlo sólo hay un paso). Mucha gente fue así instruida, me figuro.
Este recuerdo un poco singular me surgió el otro día, al ocurrírseme la brillante posibilidad de ofrecer en esta página, mensualmente, una introducción a la lengua chechena. Nada sería más oportuno. Al concluir el año en curso podríamos haber adquirido una idea aceptable de tan interesante gramática. De seguro numerosas personas habrán decidido últimamente estudiar esta lengua, pero se encontrarán imposibilitadas para ello por la triste escasez de libros adecuados.
Casualmente, yo dispongo cuando menos de una fábula en chechén (“El león, el zorro y el lobo”) analizada palabra por palabra, así como de ciertos materiales gramaticales que seguramente me ganarían algún renombre entre los interesados. Por desgracia, hay un inconveniente fatal: el chechén, lengua caucásica al fin, posee cerca de cuarenta fonemas consonánticos. Esto implica que, al escribirlo, haya que recurrir a múltiples signos diacríticos y caracteres especiales. 
Pues bien: lamentablemente no es posible escribir toda esta riqueza con las escasas letras y acentos de nuestra revista. Ruinoso igualmente incrementar los recursos tipográficos para un caso singular. Mónica me hace ver que, durante el último semestre, Viceversa sólo ha tenido que reproducir media docena escasa de palabras caucásicas (meridionales, además, o sea más simples), y ha salido del apuro gallardamente simplificando ortografías. Sería difícil, en cambio, proceder así con la lengua chechena. Es lástima.
El pueblo chechén ha sido el único que ha disfrutado hasta hoy (ya surgirán otros) del afecto de tres gobiernos rusos sucesivos: el imperial, el soviético y esto de ahora. Hace siglo y medio, los chechenes quedaron debidamente aplacados, sometidos al imperio. Hasta la segunda guerra mundial, se conformaron con sublevaciones más o menos discretas, si bien continuas. Pero cuando el ejército nazi se encaminó hacia el Cáucaso (al petróleo de Bakú, por supuesto), los pobres chechenes se alocaron y declararon la independencia. Los nazis no llegaron (en su retaguardia iba, inteligentísimo y desarmado, uno de los máximos expertos en lenguas caucásicas, el profesor Deeters). Los chechenes quedaron a salvo de la monstruosidad hitleriana. Con la estaliniana tuvieron bastante: fueron castigados, desterrándolos en masa al Asia central. Pero apenas diez o quince años después se les permitió magnánimamente retornar a los montes que habían habitado desde la prehistoria. 
Ahora, deseosos de gozar una vez más el puño de la Madre Rusia en el cogote, los chechenes se vuelven, por primera vez en la vida, noticia de primera plana. Su capital es Grozni (o sea la palabra rusa que, traducida por “terrible”, adherimos al nombre del zar Iván IV). Al lado están los ingushes y otros veintitantos pueblos caucásicos, con sus respectivas lenguas (¡de varias podría yo ofrecer, si ustedes me apoyaran, bosquejos gramaticales y algunos textos!).
Chechenes, ingushes y los excéntricos bats forman la rama llamada central de las lenguas caucásicas del norte, o más bien nordeste. El chechén es muy usado por allá, la gana incluso al ávaro, la lengua más afamada del conjunto.
Esperemos que Rusia conceda plena independencia a la república de Checheno-Ingushetia. Así los chechenes y los ingushes (que son muchos menos) podrán sacarse los ojos y quemarse vivos entre ellos. (Hasta hoy nadie me ha informado de que se odien, pero los mapas revelan que son vecinos, sus lenguas demuestran cuánto se parecen —y a ver quién se atreve a decirme que las “ciencias humanas” o el vulgar Arthashastra son incapaces de hacer una que otra prediccioncilla).

Viceversa, número 23, marzo de 1995

Los resortes básicos de Fliess
Wilhelm Fliess tuvo una existencia muy completa: nació, se equivocó y murió sin sufrir decrepitudes. Otorrino —muy mediocre— de profesión, supremo intérprete de este mundo por convicción, debe de haber sido, en general, dichoso. Qué gusto nos da.
La gran idea de Fliess era que en el cosmos (seguramente hasta más allá de esta baja superficie terrestre) todo está regido por dos cifras: 23 y 28. Reflejos de un “ciclo masculino” y “otro femenino”, ¿está claro? Sumemos: son 51. ¿No dice nada este número? Esto sólo demuestra cuán ciegos somos. Sigmund Freud, en cambio, veía acercarse su cumpleaños 51 temiendo lo peor. (Por desgracia para el siglo xx, no acertó: vivió 32 años más —nada menos.) Pues Freud, como es bien sabido, fue amigo del alma de Fliess durante largos años. Acabaron peleando, según tanto amor exigía. Antes se escribieron muchas cartas, de las cuales sólo sobreviven las de Freud, publicadas completas hace años. (La edición anterior estuvo mutilada —castrada: ¡ésta es la palabra!— por la psicohijita y un par de psicoachichincles del Maestro)
La versión oficial —enésimo mito freudiano— es, con distintas impostaciones, que Freud sucumbió, humanoide al fin, a tentaciones y debilidades, y creyó que su amigote Fliess era una figura valiosa, aunque finalmente su lúcida cabecita se emancipó y envió al turbio amigo a la mierda, lo cual reflejaría cuán rigurosamente científica era la mente de Freud.
Lo malo es que todo ello es falso. Incluso después de su ruptura personal con Fliess, Freud siguió persuadido —para siempre, hasta donde hay datos— de que Fliess había descubierto ciertos resortes básicos del ser humano o incluso de la biología o la cosmología, por medio de sus insustituibles números 23 y 28. 
Resumiendo: Freud no era ningún “científico materialista” (como lo son todos aún el día de hoy, pese a las malentendidísimas “bancarrotas del positivismo”); no, Freud era un seudocientífico de hace un siglo, tan patinador como Fliess, y su fama duradera se debe a lo bien que supo administrarse. Freud, al entrar este siglo, pasó insensiblemente de la cocaína a la delincuencia intelectual y lo hizo consumadamente bien.
Martin Gardner, siempre tan informado, nos explica que todavía hoy hay fliessianos entre nosotros, los cuales han invadido hasta Japón, mientras la grotesca doctrina progresa —pues le han agregado un ciclo más, tercero, fundado en el número 33; un ciclo que ya no es niño ni niña, sino de índole “intelectual”.
Ahora bien, según advierten numerosos refranes, incluso las peores porquerías pueden llevar consigo consecuencias o acompañamientos de enorme valor. Al parecer algo así sucedió con los estúpidos números fleissianos (la idea no es mía): fueron a caer, entre otros lugares, en el cacumen de Alban Berg, uno de la media docena de compositores inaccesibles del siglo que concluye.
Alban Berg padecía aritmomanía aguda. Todos tenemos defectos, y éste hasta lo comparto un poco. Calcúlese (que buen verbo) su regocijo al recibir del cielo (o sea de Fliess) las cifras esenciales de todo. Pero, por pura chiripa, se trataba de él, de Alban Berg, señor vienés, cursilón (¡como también yo!) —y la consecuencia fue cierto concierto para violín que pudiera ser el mejor que existe y que fue estrenado en Barcelona por Louis Krasner (murió el año pasado) el 19 de abril de 1936, mientras yo pataleaba en Madrid, queriendo haber asistido. Pero escuchemos al experto George Perle: “El número 28 desempeña igual papel especial, en la primera parte del concierto para violín, que el número 23 en la parte segunda”.

Viceversa, número 37, junio de 1996
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Esta semana conmemoraremos los veinte años de la fundación de Viceversa con una mesa redonda en la que participarán los escritores Armando González Torres y Rogelio Villarreal. La cita es a las siete de la noche del miércoles 14 de noviembre de 2012, en la Casa Refugio Citlaltépec, en la colonia Hipódromo Condesa.

Tomo la foto de Alban Berg de la edición en la red de The Wall Street Journal del miércoles 11 de agosto de 2010, donde aparece con el siguiente crédito: ONB/Wein.

La revista Milenio en este blog:
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