Tanto
insiste Pound en la idea que me ha parecido conveniente hacerle caso siquiera por una vez (1). Y cuando me pongo a reflexionar sobre la manera de ponerla
en práctica, me doy cuenta de que precisamente algo de eso he hecho de cuando
en cuando en este blog.
Con esta entrega serán ya ocho poemas, grupos de poemas e incluso versos aislados que ejemplifican la poesía que me gusta, y que conforman, para decirlo con las palabras del exigente poeta de Idaho, mi “ideograma de lo bueno”. El texto que reproduzco más abajo es significativo sobre todo porque representa una excepción al uso monótono y escasamente creativo de las formas tradicionales en la España de las últimas décadas, que tanto he criticado en este y otros espacios. No es que Ángel González (Oviedo,1925-Madrid, 2008), su autor, se desdiga en él de sus convicciones estéticas generales; tampoco, que renuncie a sus versos armados a partir de un criterio tradicional, con toda suerte de variaciones hechas a base de encabalgamientos y pies quebrados, sino que por una vez el resultado está repleto de fuerza, belleza y originalidad.
Digamos que a pesar de que las formas en las que está escrito son más o menos las de siempre, el poema resulta irrepetible, y parece que respira, palpita, crece. Al revés de lo que me sucede con algunos poemas que me han gustado en otros tiempos y que releo sin que vuelvan a decirme nada, este “Entreacto” —que forma parte del libro Sin esperanza con convencimiento (1961)— cada vez me gusta más. Por desgracia, no tengo tiempo para comentar a detalle el sabio mecanismo utilizado en el texto para cargarlo de una fuerza en cierto sentido oscura, no exenta de ironía y de humor, que lo convierte en una página verdaderamente memorable. Me contento con señalar lo que más me impresiona de él: la efectividad con la que está reproducida esa suspensión que hay entre dos actos de una obra teatral que hace que en sus versos se sienta, intacta y vibrante todavía, la inercia de la energía que ha sido desplegada en la representación.
Quizás lo leí por vez primera en diciembre de 2001, en la casa madrileña de mi amigo Xavier Pascual Aguilar; para llevármelo conmigo lo copié en un cuaderno, y desde entonces y hasta mi regreso a México —en donde me esperaba un ejemplar de su poesía reunida comprado en 1996— fue en esa transcripción donde lo leí una y otra vez. Mi nuevo encuentro con él se debe a la provocación de Pound y tiene como objeto compartirlo con quienes siguen Siglo en la brisa.
Con esta entrega serán ya ocho poemas, grupos de poemas e incluso versos aislados que ejemplifican la poesía que me gusta, y que conforman, para decirlo con las palabras del exigente poeta de Idaho, mi “ideograma de lo bueno”. El texto que reproduzco más abajo es significativo sobre todo porque representa una excepción al uso monótono y escasamente creativo de las formas tradicionales en la España de las últimas décadas, que tanto he criticado en este y otros espacios. No es que Ángel González (Oviedo,1925-Madrid, 2008), su autor, se desdiga en él de sus convicciones estéticas generales; tampoco, que renuncie a sus versos armados a partir de un criterio tradicional, con toda suerte de variaciones hechas a base de encabalgamientos y pies quebrados, sino que por una vez el resultado está repleto de fuerza, belleza y originalidad.
Digamos que a pesar de que las formas en las que está escrito son más o menos las de siempre, el poema resulta irrepetible, y parece que respira, palpita, crece. Al revés de lo que me sucede con algunos poemas que me han gustado en otros tiempos y que releo sin que vuelvan a decirme nada, este “Entreacto” —que forma parte del libro Sin esperanza con convencimiento (1961)— cada vez me gusta más. Por desgracia, no tengo tiempo para comentar a detalle el sabio mecanismo utilizado en el texto para cargarlo de una fuerza en cierto sentido oscura, no exenta de ironía y de humor, que lo convierte en una página verdaderamente memorable. Me contento con señalar lo que más me impresiona de él: la efectividad con la que está reproducida esa suspensión que hay entre dos actos de una obra teatral que hace que en sus versos se sienta, intacta y vibrante todavía, la inercia de la energía que ha sido desplegada en la representación.
Quizás lo leí por vez primera en diciembre de 2001, en la casa madrileña de mi amigo Xavier Pascual Aguilar; para llevármelo conmigo lo copié en un cuaderno, y desde entonces y hasta mi regreso a México —en donde me esperaba un ejemplar de su poesía reunida comprado en 1996— fue en esa transcripción donde lo leí una y otra vez. Mi nuevo encuentro con él se debe a la provocación de Pound y tiene como objeto compartirlo con quienes siguen Siglo en la brisa.
Por Ángel González
No acaba
aquí la historia.
Esto es sólo
una pequeña pausa para que descansemos.
La tensión es tan grande,
la emoción que desprende la trama es tan
intensa,
que todos,
bailarines y actores, acróbatas
y distinguido público,
agradecemos
la convencional tregua del entreacto,
y comprobamos
alegremente que todo era mentira,
mientras los músicos afinan sus violines.
Hasta ahora hemos visto
varias escenas rápidas que preludiaban muerte,
conocemos el rostro de ciertos personajes
y sabemos
algo que incluso muchos de ellos ignoran:
el móvil
de la traición y el nombre
de quien la hizo.
Nada definitivo ocurrió todavía,
pero
la desesperación está nítidamente
dibujada, y los intérpretes
intentan evitar el rigor del destino
poniendo
demasiado calor en sus exuberantes
ademanes, demasiado carmín en sus sonrisas
falsas,
con lo que –es evidente– disimulan
su cobardía, el terror
que dirige
sus movimientos en el escenario.
Aquellos
ineficaces y tortuosos diálogos
refiriéndose a ayer, a un tiempo
ido,
completan, sin embargo,
el panorama roto que tenemos
ante nosotros, y acaso
expliquen luego muchas cosas, sean
la clave que al final lo justifique
todo.
No olvidemos tampoco
las palabras de amor junto al estanque,
el gesto demudado, la violencia
con que alguien dijo:
“no”,
mirando al cielo,
y la sorpresa que produce
el torvo jardinero cuando anuncia:
“Llueve, señores,
llueve
todavía”.
Pero tal vez sea pronto para hacer conjeturas:
dejemos
que la tramoya se prepare,
que los que han de morir recuperen su aliento,
y pensemos,
cuando el drama prosiga y el dolor
fingido
se vuelva verdadero en nuestros corazones,
que nada puede hacerse, que está próximo
el final que tememos de antemano,
que la aventura acabará, sin duda,
como debe acabar, como está escrito,
como es inevitable que suceda.
Esto es sólo
una pequeña pausa para que descansemos.
La tensión es tan grande,
la emoción que desprende la trama es tan
intensa,
que todos,
bailarines y actores, acróbatas
y distinguido público,
agradecemos
la convencional tregua del entreacto,
y comprobamos
alegremente que todo era mentira,
mientras los músicos afinan sus violines.
Hasta ahora hemos visto
varias escenas rápidas que preludiaban muerte,
conocemos el rostro de ciertos personajes
y sabemos
algo que incluso muchos de ellos ignoran:
el móvil
de la traición y el nombre
de quien la hizo.
Nada definitivo ocurrió todavía,
pero
la desesperación está nítidamente
dibujada, y los intérpretes
intentan evitar el rigor del destino
poniendo
demasiado calor en sus exuberantes
ademanes, demasiado carmín en sus sonrisas
falsas,
con lo que –es evidente– disimulan
su cobardía, el terror
que dirige
sus movimientos en el escenario.
Aquellos
ineficaces y tortuosos diálogos
refiriéndose a ayer, a un tiempo
ido,
completan, sin embargo,
el panorama roto que tenemos
ante nosotros, y acaso
expliquen luego muchas cosas, sean
la clave que al final lo justifique
todo.
No olvidemos tampoco
las palabras de amor junto al estanque,
el gesto demudado, la violencia
con que alguien dijo:
“no”,
mirando al cielo,
y la sorpresa que produce
el torvo jardinero cuando anuncia:
“Llueve, señores,
llueve
todavía”.
Pero tal vez sea pronto para hacer conjeturas:
dejemos
que la tramoya se prepare,
que los que han de morir recuperen su aliento,
y pensemos,
cuando el drama prosiga y el dolor
fingido
se vuelva verdadero en nuestros corazones,
que nada puede hacerse, que está próximo
el final que tememos de antemano,
que la aventura acabará, sin duda,
como debe acabar, como está escrito,
como es inevitable que suceda.
Tomado de
Ángel González, Palabra sobre palabra,
Serie Mayor, Seix Barral, tercera edición, Barcelona, mayo de 1994,
pág. 113-114.
_________________________
Ignoro la autoría del retrato de Ángel González que abre este post; lo tomo prestado de internet, en donde aparece un par de veces sin crédito.
2. De Lope de Vega, http://bit.ly/9ZpQ2U
3. De Juan Ramón Jiménez, http://bit.ly/aoVJM3
4. De Andrés Fernández de
Andrada, http://bit.ly/9xgKZQ
5. De Macedonio Fernández, http://bit.ly/wZS9zU
6. De César Vallejo, http://bit.ly/yNbYFH
7. De José María Fonollosa, http://bit.ly/SNtIEE