Hace tres años puse punto final
a un libro sobre la emigración española a México que me costó casi una década
de trabajo (viajes, lecturas, investigaciones y entrevistas) en los dos lados del Atlántico. El
libro, llamado La arboleda del final del
día, está a la espera de editor. La insistencia machacona de los
tiempos que corren me obliga a aclarar que no es una novela sino de una
suerte de ensayo testimonial, una autobiografía colectiva (si eso puede ser
algo) quizás menos relacionada con la literatura que con la historia. Ofrezco a
los lectores de Siglo en la brisa uno
de los capítulos de la tercera parte del libro, dedicado a las confusiones, los
despistes y los extravíos de uno de los personajes principales.
Confusiones, despistes, extravíos
Por FF
En las fotos de mi examen profesional, Santos aparece
visiblemente satisfecho. No importa que
el tema de mi tesis y la disquisición correspondiente, llevada a cabo en el
salón de actos de la Facultad de Filosofía y Letras, le hayan completamente
sido ajenos. Desde su óptica, aquel día es de una gran trascendencia. Tanto es
así que un par de semanas antes ha insistido en regalarme un traje para
estrenar en la ocasión y hasta me ha acompañado a escogerlo.
Por encima de los negocios en los que pasó la vida,
siempre valoró que sus hijos y por supuesto luego sus nietos tuvieran los
estudios que él nunca había tenido. Una vez escuché lamentarse a Quilo el Joven,
cuya vocación de comerciante acabó manifestándose más sólida que la de
profesionista, de que su padre se hubiera deshecho del próspero negocio
familiar.
Pero Santos, a diferencia de muchos otros asturianos de
la emigración, no se tentó siquiera el corazón para hacerlo, sin duda por su
idealización de los estudios pero quizás también por aquel individualismo que
lo hacía desconfiar en todo el que no fuera él mismo. Bien podría haberse
preguntado: poner el negocio en las manos ¿de quién? Fue como quemar las naves
en las que había llevado a sus hijos hasta el día en que acabaron sus carreras:
a partir de aquel momento, aprovechando los estudios universitarios, cada quien
tendría que vérselas por sí mismo. El 6 de abril de 1990, día de mi examen
profesional, yo tenía veinticinco años; Santos tenía ochenta y cuatro, y
todavía viviría doce más.
Entre la fecha de su llegada a Veracruz, en noviembre de
1923, y el día de su muerte, en mayo de 2002, pasaron cerca de ocho décadas. A
pesar de haber vivido durante todo ese tiempo en México, Santos se mantuvo
español en todos los aspectos de su vida. Ni siquiera tuvo que nacionalizarse,
como hizo su tío Fernando Bueno, ya que todo lo que reunió lo puso a nombre de
su esposa, su prima Fernanda.
Este país era algo más que una patria adoptiva: aquí habían
nacido su mujer y sus hijos, aquí había trabajado a destajo durante
medio siglo de vida espartana, aquí había logrado juntar una pequeña
fortuna, aquí compró un pedazo de tierra para ser enterrado, aquí iba
a morir. Pero sus costumbres, sus recuerdos más tiernos y el paraíso de sus
sueños recurrentes, nada de eso dejó de estar allá. […]
Presenciar la pérdida de sus facultades fue dramático
porque había sido un hombre independiente, de una sobriedad perfecta, siempre
cauto y en su lugar. Por si fuera poco, su físico, como lo fue hasta el último
día de su vida, seguía siendo imponente. Pero del empaque perfecto y sin fisuras
fue pasando poco a poco a un estado de mutismo del que prácticamente no volvió
a salir sino para dar pruebas de confusión, despistes y extravíos.
Un año después de mi examen profesional sucedió algo que
empeoró las cosas, al grado de que Fernanda siempre dijo que aquella tarde,
cuando lo asaltaron con violencia delante del edificio de Hegel, a un costado
de la Plaza de Uruguay, había marcado el inicio de su declive.
Su hermano estaba internado en el Sanatorio Español y
aquel día volvían, con una de mis tías al volante, de pasar la tarde con él.
Aprovechando que se detenían en un semáforo, descendió del coche explicando que
iba a la peluquería. A pesar de sus años, había conservado la autonomía y se
movía a solas con toda naturalidad. Ya iría después a casa, caminando. Así que
una hora más tarde, cuando empezaba a oscurecer, se dirigió a su casa por la
calle de Horacio; llegando a la esquina de Hegel, dobló a la derecha.
Era la hora del lubricán. Casi delante del edificio en el
que vivían, cuando estaba a punto de cruzar la calle, se abalanzaron sobre él
dos sujetos. Uno le pegó en la nuca con la cacha de la pistola. El otro le puso
la punta de un cuchillo en la garganta. Le arrancaron el reloj y las medallas,
una que había sido de su madre y una virgen de Covadonga que siempre llevaba
con él. Al final, aturdido, echando sangre por la cabeza, cayó al suelo. Se
levantó como pudo. Cruzó. Llegó al edificio.
¿A dónde íbamos él y yo en mi coche la primera vez que
percibí que algo empezaba a andar mal? Me detuve a cargar gasolina. Me di
cuenta de que me habían puesto menos de la que me estaban cobrando, así que le
reclamé al empleado, quien a pesar de lo evidente del robo se negó a hacer
cualquier rectificación. La discusión se salió de tono. Mejor dicho, eso me
pasó a mí. Exaltado, le menté la madre a voz en cuello, cosa que volví a hacer
mientras me subía al coche y arrancaba. Santos, que antes de ninguna manera
hubiera dejado de participar de aquella situación, no se movió un milímetro del
asiento a mi lado. Con la mirada clavada en el parabrisas, se mantuvo en silencio,
perfectamente ajeno a lo que acababa de suceder.
Otro día celebrábamos entre mucha gente la boda civil de
una de mis primas en un jardín del Pedregal. En cuanto nos sentamos a comer,
palideció: le vino a la mente que tenía en su casa una cantidad de dinero en
efectivo pero no recordaba con precisión el lugar. Se levantó de la mesa y
llamó aparte a mi padre. Le dijo que tenía regresar de inmediato para
asegurarse de que el dinero estuviera donde él creía que lo había dejado. Nadie
logró tranquilizarlo, ni siquiera Fernanda, que se acercó en cuanto percibió
que algo andaba mal. Descorazonaba verlo insistir de manera firme pero lleno de
nerviosismo, como haciendo agua por todas partes, él que había sido refractario,
exacto, perfecto, en que debía volver a casa para ver que aquel efectivo
estuviera en su lugar. Yo me enteré de lo que pasaba y me ofrecí llevarlo en mi
coche. Era la tarde de un viernes y la sola posibilidad de atravesar la ciudad
a las horas del peor tráfico de la semana, era una insensatez. No importó: allá
fuimos, en un viaje de un par de horas en las que él no dejó de bullir,
sufriendo en silencio. [...]
Confusiones, despistes, extravíos. Santos comenzó a
mezclar los tiempos: conservo una cinta grabada en San Petersburgo, Florida,
donde pasábamos unas vacaciones de verano en casa de una de mis tías. Con voz
grave que revela la seriedad del asunto, Santos relata en la grabación una vez
más la historia de su llegada a Veracruz. Si se exceptúa lo que nunca contó,
seguía intacta: el capitán del barco que ofrece llevarlos a Tampico, los
ahorros que se agotan, la cancha de futbol. Con una salvedad importante: quien
gobierna al país, dice, era López Portillo, un sinvergüenza cuya
irresponsabilidad causó una pérdida considerable en los ahorros de toda su
vida.
Hubo más, cada vez peor: de aquel viaje volvió diciendo
que había trabajado en La Florida y que le debían un suma importante que según
él tenía que ir a cobrar a la Embajada norteamericana. En una ocasión insistió
tanto que mi padre accedió a llevarlo a la representación diplomática, que por
suerte no laboraba ese día. A finales de aquella misma semana, Santos dijo que
había que ir a la iglesia de San Agustín, en la calle de Horacio. “Ya verás que
allí sí me pagan” dijo a mi padre, que accedió también a llevarlo aquella
segunda ocasión. Mientras se bajaba trabajosamente del coche, ayudado por
Fernanda, mi padre se adelantó y habló con el responsable de la oficina de la
iglesia, que tuvo una larga conversación a solas con Santos. Éste salió desconcertado
y pálido y no volvió a mencionar La Florida jamás.
Como todos los años desde que se fue a vivir a Australia, Pepe Luis pasaba una temporada de vacaciones en casa de Santos y
Fernanda. Aquel año un jefe suyo de allá, un poco más joven que él, un
australiano culto pero escéptico de un país como México, estuvo una
semana en el Distrito Federal. Pensando en mostrarle cómo se vivía aquí, Pepe
Luis lo llevó a conocer a sus padres. La conversación transcurría con
normalidad, todos sentados en la sala del departamento en el octavo piso de la
calle de Hegel, entre formas de cortesía que Pepe Luis se dedicaba a traducir por
turnos. De cuando en cuando Santos miraba al australiano de soslayo, como queriéndolo
reconocer. De pronto se refirió directamente a él y rompiendo el sosiego que
había imperado en la visita le dijo que al fin caía en la cuenta de quién era y
le preguntó que cuándo le iba a pagar el dinero que le debía. El australiano,
que no entendió ni media palabra, se volvió a Pepe Luis para preguntarle qué le
decía su padre con aquella extraña vehemencia. Mi tío cuenta ahora la anécdota
entre risas pero entonces tuvo que hacer verdaderos malabares, alternando en
dos idiomas, para salir airoso de la situación.
Por esos días, cuando Santos entró en una etapa de difícil
discernimiento respecto a lo que pasaba en su interior, y que a la larga sería
irreversible, se casó mi hermana Covadonga, que quiso que él fuera testigo de
la ceremonia civil. Fernanda se puso muy nerviosa: Santos ya no estaba para
aquellos trotes.
Lo más posible era que una vez delante del libro de actas
se le olvidara para qué había ido hasta allí y no supiera qué hacer. Se convino
en que yo lo acompañara. Durante los días que precedieron a la boda, ella le
dijo todas las veces que pudo: “Vas y pones: ‘S. Fernández’, ‘S. Fernández’,
como firmas siempre”. Por si fuera poco, todas las tardes lo sentó un rato a la
mesa del comedor y lo hizo firmar una y otra vez en una hoja en blanco. A pesar
de toda aquella preparación, a Fernanda nunca le hizo ninguna gracia la idea.
Llegó la boda. Estábamos alrededor de los desposados
cuando llegó su turno y lo llamaron. Le ofrecí el brazo. De camino hacia la
mesa improvisada como oficina del registro público, cuando nos acercábamos al
lugar donde estaba el juez extendiéndonos una pluma, todavía oí a Fernanda
decirle, con insistencia, por lo bajo: “Pon como pones siempre: ¡‘S.
Fernández’!, ¡‘S. Fernández’!”. Nerviosísima ante lo que pudiera suceder, le
temblaba como nunca la cabeza. Ya allí, Santos se soltó de mi brazo. Tomó la
pluma. Le quitó la tapa. La acercó al libro de actas.
A continuación escribió, con morosa parsimonia y elegante
grafía, largamente como no había hecho nunca, con sus dos nombres y sus dos
apellidos: “Santos Maximino Fernández Bueno”. Me miró y me guiñó un ojo.
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La foto del Puerto de Veracruz pertenece al archivo de la Fototeca Juan Malpica Mimendi. La serie de dos retratos de Santos Fernández es de José Luis Fernández Tolhurst. El retrato de mi hermana Covadonga lo tomé yo mismo en el Parque Güell de Barcelona en el invierno de 1991. El de Pepe Luis, en el restaurante Danubio, donde comimos en una de sus visitas más recientes a México. Los documentos reproducidos son de mi archivo personal.
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El arroz Covadonga, http://bit.ly/15D7JtR
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