Como
una forma de agradecimiento, en cuanto tengo los primeros ejemplares de Oriundos corro a llevárselos a quienes
me ayudaron a preparar y escribir el libro. Es cierto que la mayoría de los
personajes que aparecen en sus páginas han muerto; para colmo, estoy lejos de
Asturias, donde viven los demás, por lo que debo esforzarme por localizar a quienes hicieron algo por mí aunque haya sido de modo tangencial, o con un dato erróneo, un desencuentro y hasta una negativa. Se
me ocurre, por eso, visitar a Nicolás.
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Oriundos (Cataria, 2018) |
Me
encamino, desde el Zócalo, por Cinco de Febrero, hacia el edificio que ocupó en
sus tiempos la Tienda y Gran Salón Cantina La Hoja de Lata, que fue propiedad
de mi bisabuelo Fernando Bueno, en la esquina de esa calle y Mesones.
No es que
tenga la intención de ver de nuevo el edificio, que he visitado y fotografiado
en diversas ocasiones, sino de localizar nuevamente a quien fue su último
propietario. Hace unos quince años, en 2003 o 2004, conseguí conocerlo en
persona y hablar un par de veces con él. Nicolás era asturiano, de la cuenca
minera, específicamente del concejo de San Martín del Rey Aurelio. Nunca supe mucho
sobre él; Nicolás, a su vez, nada pudo hacer por mí: Fernando Bueno había
vendido el negocio en los años finales de la remota década de 1920, y él entró
en escena medio siglo más tarde.
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Fernando Bueno en la tumba de su mujer, no mucho antes de vender La Hoja de Lata y volver definitivamente a Asturias. Panteón español, años veintes. |
De hecho, como ya cuento en Oriundos (en el capítulo “El primer
mexicano”, a partir de la página 109), a principios del siglo XXI la cantina de Nicolás se llamaba apenas informalmente La Hoja de Lata pues era ése el nombre
que aparecía en las fotocopias donde se reproducía el menú
del día, pero ni estaba registrada oficialmente así y ni siquiera despachaba en el
mismo lugar en donde estuvo el negocio del padre de mi abuela Fernanda: seguía, desde luego, en el cruce de Cinco de Febrero y Mesones, pero en
la contraesquina.
La conversación de hace quince años se produjo en el restaurante donde Nicolás vendía pollos rostizados, que era también de su propiedad y estaba unas
calles antes de la esquina de Cinco de Febrero y Mesones, esto es más cerca del
Zócalo, y ahí podía vérsele pasar las horas sentado muy derecho frente a la
máquina registradora, a la puerta misma del local, cobrando los pollos.
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Calle de Cinco de Febrero,
21 de marzo de 2019. |
Mi
idea es, hoy, jueves 21 de marzo de 2019, unos quince años más tarde, con un ejemplar
de mi flamante libro en la mochila, buscar a Nicolás para entregárselo en
persona. Mi esperanza es que el restaurante siga en el lugar en donde lo dejé hace tres lustros. Al ingresar
desde el Zócalo he advertido, por vez primera en todo su esplendor, la belleza
del inicio de la calle de Cinco de Febrero: sus dimensiones, de perfecta
proporción: no tiene la anchura algo arrogante de Cinco de Mayo, ni la
estrechez, debida quizás a la intensidad de su arquitectura o su comercio, de
la calle de Tacuba. El arranque de la calle conserva un genuino sabor de época.
Me he fijado por vez primera, como se merece, en la elegancia sobria y genuina de
sus primeros edificios. Más adelante, Cinco de Febrero adopta otras características,
sin perder abruptamente su hermosura: las paredes de tezontle, una que otra peana colocada
en lo alto de una esquina, aunque sin rastro del santo o la virgen que alguna vez estuvo en ella. Hay que caminar unas cinco o seis cuadras para que las
calidades de la primera parte de la calle se modifiquen, cosa que va ocurriendo
poco a poco, y siempre para peor.
Desde
la primera cuadra, al ingresar dando la espalda al Zócalo, voy por la banqueta
poniente de Cinco de Febrero muy alerta a lo que pueda aparecer a mi izquierda,
en la banqueta del otro lado, donde estaba el negocio de pollos rostizados. Tres, cuatro calles adelante me convenzo de que no queda
ni el recuerdo del lugar en donde pasaba el día Nicolás. Así que
sigo caminando, hasta llegar a la esquina con Mesones, hasta el sitio que ocupó
La Hoja de Lata en los tiempos de Fernando Bueno. El edificio ha cambiado, desde
luego, pero no tanto como para no poderlo reconocer.
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Esquina sudoeste de Cinco de Febrero y Mesones, donde estuvo La Hoja de Lata, propiedad de Fernando Bueno en los años veintes del siglo XX. |
El último cambio, tan importante
que mi padre primero no lo reconoce en la foto que le mando desde el
lugar, es que ha sido pintado de color salmón. Ahí está, sin embargo, en la parte alta
del edificio, en un lugar fuera de la vista de los viandantes, el escudo de la capital de Asturias, Oviedo. En otra pared se distingue
el de la ciudad española de León.
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Escudos, respectivamente, de las ciudades españolas de Oviedo y León. |
En las páginas de la revista de Alfonso Camín, en los
tiempos en que estudiaba al poeta de Gijón en la biblioteca Pérez de Ayala de
Oviedo, vi un anuncio de la cantina una vez que había sido vendida por el asturiano
Fernando Bueno, en el que La Hoja de Lata se anunciaba como especializada en
comida leonesa, por lo que tengo la teoría de que el primer propietario de la
tienda, después del padre de mi abuela, fue un oriundo de León. Asturias, León... todo ello,
como escribí en mi libro, en franco contrasentido geográfico con el nombre del negocio
que hay actualmente en ese local: la Villa de Cáceres.
De pronto, siento un pequeño
dolor, como un rasguño en un lugar lastimado y sensible: no había reparado en que, con los años, acabé pasando unos días en Cáceres, feliz y enamorado, poco
antes de que esos sentimientos se convirtieran en pérdida y dolor. Como sea, aquella ciudad medieval no es asturiana ni leonesa, como quisieran los escudos que ostenta el
edificio de Cinco de Febrero y Mesones, sino extremeña, como la tienda que despacha
actualmente en él.
Cruzo
entonces la calle para hacer una nueva sesión de fotos. A mis espaldas,
en la contraesquina, está el otro edificio, aquel en donde estuvo la cantina de Nicolás,
es decir el último negocio que llevó, aunque fuera de manera informal, el viejo
nombre de La Hoja de Lata. Las cosas van de prisa en la Ciudad de los Palacios:
parpadeo y ya no está el negocio que fue suyo; ya ni siquiera es una
cantina: como casi todo en esta ciudad, se ha convertido en un Oxxo. Cruzo la calle nuevamente; esta vez doy la espalda al edificio original, y hago otra fotografía.
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Esquina noreste de Cinco de Febrero y Mesones, donde estuvo, a principios del siglo XX, la cantina de Nicolás. |
Ya
que he llegado hasta aquí, decido seguir unas cuadras, siempre sobre Cinco de Febrero, esta vez hasta Regina. Son los rumbos de Fernando Bueno en el centro,
más de una década antes del nacimiento de su nieto Fernando, mi padre, quien vino
al mundo más al sur, en la Colonia Obrera. Doy la vuelta, pues, en Regina, a la
derecha, hacia el poniente. En esta calle, pero en la siguiente esquina, esto
es Isabel la Católica, nació mi abuela Fernanda.
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Esquina de Regina e Isabel la Católica, donde estuvo el edificio en el que nació Fernanda el 5 de junio de 1914. |
El edificio desapareció hace
mucho; todavía ayer había unos baños, que quizás sigan ocupando la planta superior... Ahora se ha convertido en una
Farmacia San Pablo. Sigo hasta la iglesia de Regina Coeli, donde Fernanda fue bautizada. En mi mochila, a mis espaldas, viaja el ejemplar que hubiera querido
entregar a Nicolás. Tendrá que esperar a una mejor ocasión.
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Tomé las fotos que conforman este post el 21 de marzo de 2019. El resto pertenece a mi archivo.
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