viernes, 29 de marzo de 2019

Acontecimiento en mi terraza

No tengo imágenes del primer momento, cuando advertí un pequeño grumo de vellos grises que me hizo pensar en una excrecencia o un parásito. Un par de días después, cuando el alarmante apéndice se había convertido en un tallo definido y saludable, mandé una foto a mi amigo Alberto Kalach, quien me contestó que me preparara para presenciar, probablemente aquella misma noche, el nacimiento de una gran flor. Entonces me dediqué a vigilar el acontecimiento.
No es cualquier planta el pequeño cactus que vive en mi terraza. Posee, de entrada, una cierta alcurnia académica: fue un regalo hecho por mi amigo Israel Ramírez, de El Colegio de San Luis, cuando estuve en la ciudad potosina en abril de 2017 para asistir a la inauguración del Fondo Bibliográfico Ramón López Velarde que él encabeza y dar una plática sobre “El sueño de los guantes negros”, el extraordinario poema velardiano al cual dediqué un extenso capítulo de mi libro Ni sombra de disturbio (2014). Al final de la charla, quizás porque expresamos nuestra admiración por los inmensos cactus que asolean sus perfiles en el espacio central de la sede de aquella institución académica, Israel nos llevó a su cubículo y nos regaló la pequeña planta, metida todavía en el plástico negro con que había llegado de un vivero. 
29 de abril de 2017. Aeropuerto de San Luis Potosí. Foto: FF
El cactus había sobrado de un obsequio navideño del Colegio a sus maestros y alumnos, y aguardaba junto a la ventana del despacho de mi amigo junto a algunos de sus congéneres a la espera de su respectiva adopción. Al día siguiente, en el aeropuerto, Daniela y yo tuvimos que defender que viajara en cabina con nosotros, cosa que conseguimos después de una agria discusión con el encargado de la línea aérea, quien probablemente consideró que podríamos utilizarla como arma para secuestrar el avión.
Parapetada naturalmente para resistir la contaminación y el polvo, la planta pareció desde el principio sentirse cómoda en la ciudad. La tuve primero en la terraza de mis sábilas, donde se repuso del trajín del viaje, durante el cual, a pesar de los cuidados, había perdido algunos hijuelos que llevaba adheridos como pequeños satélites. No mucho después la mudé a una maceta más grande y apropiada, y luego todavía la cambié de lugar y la hice formar parte de una pequeña hilera de otras plantas, llenas todas de historias y evocaciones gratas para mí. Los hijuelos terminaron creciéndole alrededor hasta conformar esa especie de colonia de pequeños domos cactáceos, respectivamente armados de espinas punzantes y simétricas, que conforman la planta de los días actuales.
El cactus regalo de Israel Ramírez, de El Colegio de San Luis.
Aspecto de los días actuales.
La flor de belleza perfecta que efectivamente acabó brotando, no exactamente cuando dijo Kalach sino al día siguiente, vivió sólo unas horas. Abrió en algún momento de la noche del domingo 24 de marzo y alcanzó el clímax el lunes 25, hacia las doce del mediodía. Para la noche del mismo lunes había perdido su lozanía y anunciaba ya su irremediable declive. Eso sí: aquel día, 25 de marzo de 2019, durante un lapso de tiempo que coincidió con el máximo esplendor solar, brilló perfectamente tensa, vertical y magnífica. Me asomé todas las veces que pude: a admirarla, por supuesto, y a tomarle fotos. A continuación, una secuencia entresacada de las muchas que le hice: la primera es del sábado 23; es la misma que mandé originalmente a Kalach y publiqué en mi página de Facebook anunciando el inminente suceso. La última fue hecha al mediodía del miércoles 27, cuando di por concluido el fenómeno.

Sábado 23 de marzo. 14:55 horas.
Domingo 24 de marzo. 12:16 horas.
Domingo 24 de marzo. 15:48 horas.
Lunes 25 de marzo. 00:18 horas.
Lunes 25 de marzo. 10:38 horas.
Lunes 25 de marzo. 12:30 horas.
Lunes 25 de marzo. 13:21 horas.
Lunes 25 de marzo. 16:27 horas.
Lunes 25 de marzo. 18:45 horas.
Lunes 25 de marzo. 23:55 horas.
Martes 26 de marzo. 9:21 horas.
Martes 26 de marzo. 13:19 horas.
Miércoles 27 de marzo. 13:26 horas.
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Más naturaleza urbana en este blog:
Primera floración, http://bit.ly/2lx4qP5
Dracaena fragranshttp://bit.ly/2lx4qP5
Madrina. Foto: FF
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El árbol de Giovanna, http://bit.ly/1KnArSE
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Mi cuaderno botánico, http://bit.ly/acYY4W
Una pareja de pinzones cebra visita mi balcón, http://bit.ly/2nsG77V 

viernes, 22 de marzo de 2019

Cinco de Febrero y Mesones

Como una forma de agradecimiento, en cuanto tengo los primeros ejemplares de Oriundos corro a llevárselos a quienes me ayudaron a preparar y escribir el libro. Es cierto que la mayoría de los personajes que aparecen en sus páginas han muerto; para colmo, estoy lejos de Asturias, donde viven los demás, por lo que debo esforzarme por localizar a quienes hicieron algo por mí aunque haya sido de modo tangencial, o con un dato erróneo, un desencuentro y hasta una negativa. Se me ocurre, por eso, visitar a Nicolás.
Oriundos (Cataria, 2018)
Me encamino, desde el Zócalo, por Cinco de Febrero, hacia el edificio que ocupó en sus tiempos la Tienda y Gran Salón Cantina La Hoja de Lata, que fue propiedad de mi bisabuelo Fernando Bueno, en la esquina de esa calle y Mesones. 
No es que tenga la intención de ver de nuevo el edificio, que he visitado y fotografiado en diversas ocasiones, sino de localizar nuevamente a quien fue su último propietario. Hace unos quince años, en 2003 o 2004, conseguí conocerlo en persona y hablar un par de veces con él. Nicolás era asturiano, de la cuenca minera, específicamente del concejo de San Martín del Rey Aurelio. Nunca supe mucho sobre él; Nicolás, a su vez, nada pudo hacer por mí: Fernando Bueno había vendido el negocio en los años finales de la remota década de 1920, y él entró en escena medio siglo más tarde. 
Fernando Bueno en la tumba de su mujer,
no mucho antes de vender La Hoja de Lata
y volver definitivamente a Asturias.
Panteón español, años veintes.
De hecho, como ya cuento en Oriundos (en el capítulo “El primer mexicano”, a partir de la página 109), a principios del siglo XXI la cantina de Nicolás se llamaba apenas informalmente La Hoja de Lata pues era ése el nombre que aparecía en las fotocopias donde se reproducía el menú del día, pero ni estaba registrada oficialmente así y ni siquiera despachaba en el mismo lugar en donde estuvo el negocio del padre de mi abuela Fernanda: seguía, desde luego, en el cruce de Cinco de Febrero y Mesones, pero en la contraesquina. 
La conversación de hace quince años se produjo en el restaurante donde Nicolás vendía pollos rostizados, que era también de su propiedad y estaba unas calles antes de la esquina de Cinco de Febrero y Mesones, esto es más cerca del Zócalo, y ahí podía vérsele pasar las horas sentado muy derecho frente a la máquina registradora, a la puerta misma del local, cobrando los pollos.
Calle de Cinco de Febrero,
21 de marzo de 2019.
Mi idea es, hoy, jueves 21 de marzo de 2019, unos quince años más tarde, con un ejemplar de mi flamante libro en la mochila, buscar a Nicolás para entregárselo en persona. Mi esperanza es que el restaurante siga en el lugar en donde lo dejé hace tres lustros. Al ingresar desde el Zócalo he advertido, por vez primera en todo su esplendor, la belleza del inicio de la calle de Cinco de Febrero: sus dimensiones, de perfecta proporción: no tiene la anchura algo arrogante de Cinco de Mayo, ni la estrechez, debida quizás a la intensidad de su arquitectura o su comercio, de la calle de Tacuba. El arranque de la calle conserva un genuino sabor de época. Me he fijado por vez primera, como se merece, en la elegancia sobria y genuina de sus primeros edificios. Más adelante, Cinco de Febrero adopta otras características, sin perder abruptamente su hermosura: las paredes de tezontle, una que otra peana colocada en lo alto de una esquina, aunque sin rastro del santo o la virgen que alguna vez estuvo en ella. Hay que caminar unas cinco o seis cuadras para que las calidades de la primera parte de la calle se modifiquen, cosa que va ocurriendo poco a poco, y siempre para peor.
Desde la primera cuadra, al ingresar dando la espalda al Zócalo, voy por la banqueta poniente de Cinco de Febrero muy alerta a lo que pueda aparecer a mi izquierda, en la banqueta del otro lado, donde estaba el negocio de pollos rostizados. Tres, cuatro calles adelante me convenzo de que no queda ni el recuerdo del lugar en donde pasaba el día Nicolás. Así que sigo caminando, hasta llegar a la esquina con Mesones, hasta el sitio que ocupó La Hoja de Lata en los tiempos de Fernando Bueno. El edificio ha cambiado, desde luego, pero no tanto como para no poderlo reconocer. 
Esquina sudoeste de Cinco de Febrero y Mesones, donde estuvo La Hoja de Lata, propiedad de Fernando Bueno en los años veintes del siglo XX.
El último cambio, tan importante que mi padre primero no lo reconoce en la foto que le mando desde el lugar, es que ha sido pintado de color salmón. Ahí está, sin embargo, en la parte alta del edificio, en un lugar fuera de la vista de los viandantes, el escudo de la capital de Asturias, Oviedo. En otra pared se distingue el de la ciudad española de León. 
Escudos, respectivamente, de las ciudades españolas de Oviedo y León.
En las páginas de la revista de Alfonso Camín, en los tiempos en que estudiaba al poeta de Gijón en la biblioteca Pérez de Ayala de Oviedo, vi un anuncio de la cantina una vez que había sido vendida por el asturiano Fernando Bueno, en el que La Hoja de Lata se anunciaba como especializada en comida leonesa, por lo que tengo la teoría de que el primer propietario de la tienda, después del padre de mi abuela, fue un oriundo de León. Asturias, León... todo ello, como escribí en mi libro, en franco contrasentido geográfico con el nombre del negocio que hay actualmente en ese local: la Villa de Cáceres. 
De pronto, siento un pequeño dolor, como un rasguño en un lugar lastimado y sensible: no había reparado en que, con los años, acabé pasando unos días en Cáceres, feliz y enamorado, poco antes de que esos sentimientos se convirtieran en pérdida y dolor. Como sea, aquella ciudad medieval no es asturiana ni leonesa, como quisieran los escudos que ostenta el edificio de Cinco de Febrero y Mesones, sino extremeña, como la tienda que despacha actualmente en él.
Cruzo entonces la calle para hacer una nueva sesión de fotos. A mis espaldas, en la contraesquina, está el otro edificio, aquel en donde estuvo la cantina de Nicolás, es decir el último negocio que llevó, aunque fuera de manera informal, el viejo nombre de La Hoja de Lata. Las cosas van de prisa en la Ciudad de los Palacios: parpadeo y ya no está el negocio que fue suyo; ya ni siquiera es una cantina: como casi todo en esta ciudad, se ha convertido en un Oxxo. Cruzo la calle nuevamente; esta vez doy la espalda al edificio original, y hago otra fotografía.
Esquina noreste de Cinco de Febrero y Mesones,
donde estuvo, a principios del siglo XX, la cantina de Nicolás.
Ya que he llegado hasta aquí, decido seguir unas cuadras, siempre sobre Cinco de Febrero, esta vez hasta Regina. Son los rumbos de Fernando Bueno en el centro, más de una década antes del nacimiento de su nieto Fernando, mi padre, quien vino al mundo más al sur, en la Colonia Obrera. Doy la vuelta, pues, en Regina, a la derecha, hacia el poniente. En esta calle, pero en la siguiente esquina, esto es Isabel la Católica, nació mi abuela Fernanda. 
Esquina de Regina e Isabel la Católica, donde estuvo el edificio
en el que nació Fernanda el 5 de junio de 1914.
El edificio desapareció hace mucho; todavía ayer había unos baños, que quizás sigan ocupando la planta superior... Ahora se ha convertido en una Farmacia San Pablo. Sigo hasta la iglesia de Regina Coeli, donde Fernanda fue bautizada. En mi mochila, a mis espaldas, viaja el ejemplar que hubiera querido entregar a Nicolás. Tendrá que esperar a una mejor ocasión.

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Tomé las fotos que conforman este post el 21 de marzo de 2019. El resto pertenece a mi archivo.

Más sobre Oriundos en este blog:
La edición, https://bit.ly/2ES60qb  
Santos, 1923, https://bit.ly/2CGCxir
Antonio Poo, https://bit.ly/2zgKjzi