domingo, 28 de agosto de 2011

Informe sobre la estupidez


Sistemáticamente, a la luz del día y frente a los ojos de todos, el Gobierno de la Ciudad de México practica la agresión ambiental. Sin embargo, lo peor no es la destrucción del entorno llevada a cabo por el propio gobierno sino la ignorancia de los ciudadanos que la toleran y hasta solicitan porque con frecuencia no ven en los árboles sino enemigos a los que hay que mantener a raya o eliminar. Hace poco menos de tres meses me tocó presenciar una de esas agresiones a la puerta de mi casa. Entonces me pareció que la ignorancia aliada con la ignorancia actuando con impunidad en contra de los intereses comunes ya no es ignorancia sino estupidez. El pequeño informe que sigue fue escrito mes y medio más tarde, a mediados de julio, para ser publicado en el libro que sobre temas ecológicos preparaba un amigo ilustrador. Mi colaboración no llegó a concretarse, así que lo ofrezco como una primicia a los lectores de este blog.

Debí escribir el artículo a principios de junio, poco antes de la llegada de la temporada de lluvias, cuando los truenos estaban en su apogeo y la explosión incontenible de sus inflorescencias amarilleaba sus copas a lo largo y ancho de las calles de la ciudad. 
A pesar de las violentas precipitaciones que luego vinieron, su estampa, casi dos meses más tarde, a finales de julio cuando redacto este informe, se mantiene muy parecida: individuos frondosos y verdinegros, recubiertos de un amarillo que se asemeja al trigo. Mi idea no era otra que comentar la ficha que aparece en la guía de árboles de la ciudad de México de la botánica Lorena Martínez y el fotógrafo Pedro Tenorio, editada por la Fundación Xochitla, y ofrecerla a quien deseara conocer mejor la especie de mayor presencia en las banquetas defeñas, con unas fotos que yo mismo tomé a uno de los ejemplares con los que convivo todos los días. 
Insistir, por ejemplo, en cosas como su origen oriental o su hermoso nombre científico, Ligustrum lucidum —que hace que en otras latitudes sea llamado “aligustre”—, describir algunas de sus virtudes y quizás hasta aclarar las causas por las que parece que florea dos veces al año. Sin embargo, cuando me disponía a escribirlo, se presentaron unos empleados de la Delegación, uno de los cuales se subió por una escalera telescópica a una de las ramas más altas de uno de los que asoman a la ventana de mi estudio, y en cuestión de segundos, con dos o tres cortes de sierra eléctrica, cercenó la mitad de su copa delante de mis propios ojos incrédulos.
No había razón para proceder de esa manera: los dos truenos, sanos como su vecino liquidámbar, están colocados a suficiente distancia de la fachada del edificio y de este lado de la calle hace tiempo que no hay cables aéreos. Tampoco podría decirse que necesitaran ninguna poda. La única explicación que consigo darle al asunto es la estupidez de la que estamos rodeados, la estupidez que proviene la ignorancia entre la que nos movemos cotidianamente, la simple y llana estupidez. Otra que se me ocurre ahora es que quizás los gobernantes de uno de los territorios más corruptos del gobierno en funciones, insatisfechos con hacernos la vida imposible en la vía pública (esa febril actividad que consiste en mover de lugar los problemas, sin solucionarlos casi nunca, en tanto se crean infinitamente otros…), con el loable propósito de mejorar los servicios que nos brindan, han resuelto enviarnos emisarios de la estupidez a domicilio. El incidente, como se comprenderá, me quitó cualquier inspiración y decidí aplazar el artículo para otro momento.
La tropa delegacional venía encabezada por un hombre de unos sesenta y tantos años, que sólo por eso debería mostrarse más respetuoso con el entorno, y que a juzgar por la tablilla y el bolígrafo que llevaba consigo se dedicaba a recabar firmas de autorización. Era un sujeto que lo mismo podía estar instalando cables eléctricos que asomando la cabeza por un agujero de la Compañía de Luz: tocado como un beisbolista, metido en una camiseta publicitaria cualquiera, parcialmente oculto tras un tupido bigote blanco, me pareció la prueba de que no se necesita ser nadie ni saber nada de nada ni tener ninguna cualidad relevante para representar a quienes nos gobiernan. 
Pero este informe no se entendería si no me refiero al individuo que permitió que las cosas sucedieran como acabaron sucediendo, porque aunque la autoridad encarne seres improvisados se necesitan ciudadanos que sirvan de eslabones para divulgar con eficacia la misión de estulticia. Era una versión empobrecida del otro: una calvicie desangelada, unos bigotes escasos y cerdosos y un vientre abultado que destacaba en una camiseta roja que le quedaba chica. Estaba en el quicio de la puerta vecina observando la escena con un aire de satisfacción que primero no advertí y que sólo se me hizo evidente cuando me acerqué para confirmar, según creía yo, que compartía mi indignación por el espantoso destrozo. 
Sonriendo bajo aquel bigotito que de pronto me pareció repulsivo, me hizo saber, pero sin decírmelo con claridad, con ese lenguaje hecho mayormente de silencios al que se confía la comunicación en este país, que él había autorizado aquella desgracia y eso a pesar de que el árbol ni siquiera está delante de su puerta sino de la del edificio vecino, en el que vivo yo, y todavía dijo, pero ahora en forma de palabras bien definidas y audibles, una frase que no puedo recordar sin indignarme: “¡Es que hay muchos bichos!”. La época del año, inmediatamente anterior a la llegada de las lluvias, la calle con árboles, la cercanía con el bosque de Chapultepec, todo hace que por estos rumbos acaso haya algunos insectos más que en otros momentos y sitios de la ciudad. ¿Cómo explicarle que uno de los remedios es confiar la tarea de regular su presencia a quienes se han dedicado a esa chamba desde el Génesis, los pájaros, a los que de un par de cortes estúpidos acababan de despojar de oficina, parte de su manutención y quizás hasta vivienda?
Cuando el otro advirtió mi enojo, por un momento dejó la prédica que hacía unas casas más adelante y volvió sobre sus pasos para explicarme con un nauseabundo paternalismo el procedimiento y las bondades de la “poda” —se atrevió a utilizar esa palabra aun cuando la mitad del árbol estaba a nuestros pies convertido en una escandalosa montaña de basura—. Fue entonces cuando sentí ese acceso violento producido por la impotencia y la frustración que en México caracteriza nuestras relaciones con los gobiernos y con las grandes empresas y no pocas veces con quienes compartimos la banqueta, un hervor en la sangre que debía notárseme por un humillo que sin duda debí desprender por la coronilla y los oídos, un deseo de estrangular a ese par de sonrientes y satisfechos salvajes que se habían aliado para tomar una decisión por el resto de nosotros con las sierras estúpidas y los escasos rudimentos de su ignorancia soberbia.
Todo el que se dedique a trabajar con árboles y con más razón si cobra por ello a nombre de una administración pública, por más que sea la corrupta y decadente que padecemos, debe de saber que el trueno es un árbol noble que tolera las podas, incluso las severas, pero no las mutilaciones que los transforman en enanos y monstruos lastimeros, con manquedades o apéndices ridículos, como de cuando en cuando los vemos en las calles. Si se trata de ejemplares maduros, como en este caso, la poda sólo debe practicarse para mantener la forma de su copa y quitar las hojas muertas y preferiblemente nunca en la época de la floración. Las agresiones como la que acababa de producirse sólo debilitan a los árboles, que entonces quedan a merced de las plagas y las enfermedades y acortan su ciclo vital, lo que acaba revirtiéndose contra nosotros mismos. Los árboles mejoran la experiencia de las ciudades y no sólo por su apariencia: purifican el aire que respiramos, nos protegen del ruido, del polvo y de las variaciones de la temperatura y de paso ocultan para nosotros la arquitectura que con frecuencia afea y hasta envilece el lugar en el que trabajamos o vivimos. 
Aunque a riesgo de dejarme mal parado en este informe, debo confesar que fui incapaz de decir nada de eso, lo que a esas alturas y delante de aquellos individuos me pareció que hubiera sido ridículo, y no hice más que asistir con toda mi indignación a cuestas pero en silencio a la salva de justificaciones de lo injustificable, en tanto observaba cómo un par de mujeres vestidas de basureras que acompañaban a la tropilla desaparecían con esa prisa culposa de quien esconde las huellas del crimen apenas cometido la mitad del árbol regada por la calle y en menos de cinco minutos no dejaron ni rastro de él.
Casi dos meses después sigo siendo incapaz de mirar a través de la ventana sin sentir un odio que en algunos momentos de debilidad estoy tentado a salir a desahogar con el primer representante del desgobierno y el caos en los que estamos hundidos que asome por la calle: el cuidador que obstaculiza el tránsito con coches estacionados en doble fila sin que nadie le diga nada, y menos que nadie el par de policías que patrullan la calle; el taquero enano que saca los guisados de la cajuela de su viejo Ford mal estacionado al doblar la esquina; el vendedor de tamales calientitos deliciosos oaxaqueños que todas las tardes pasa aterrorizándonos con su siniestra grabación, a mí y a los perros de la calle, cuyos ululares serían todavía más despavoridos si alguna vez hubieran tenido la desventura de probarlos.
Pero sobre todo no he logrado olvidar el estruendo hueco que produjo la mitad de la copa del trueno al golpear contra el pavimento, como de materia hecha para reflotar en el aire, balanceándose con delicia en la gravedad, en el momento en que azotó su estupendo ramaje todavía vivo de troncos secundarios, hojas y semillas. No me basta el consuelo relativo de escribir este informe acaso para nadie sobre la estupidez de la que estamos rodeados.

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Más sobre árboles en este blog:
El árbol de Giovanna, http://bit.ly/jY0F6c
Guía de árboles del Distrito Federal, http://bit.ly/bSTUI2  
Mi cuaderno botánico, http://bit.ly/acYY4W
El tejo de Bermiego, http://bit.ly/9NE36k




domingo, 21 de agosto de 2011

Tras la huella de María Sabina

El número 63 de Viceversa, que apareció en agosto de 1998, estuvo dedicado a María Sabina. Uno de mis mejores recuerdos de aquellos días es la imagen de la portada excepcionalmente reproducida en afiches gigantescos en algunos puestos de periódicos de avenidas como Patriotismo o Revolución, desde la que la vieja sabia de los hongos presenciaba la lluvia del Distrito Federal. 
Por desgracia no supe conservar ni uno solo de aquellos fantásticos pósters, que sería hoy para mí uno de los objetos más preciados de la historia de la revista. El número, armado como consecuencia del libro Curanderos y chamanes de la sierra mazateca del fotógrafo Juan Miranda, que acababa de ser publicado por la editorial que hacía Viceversa, reunió algunas notables colaboraciones sobre la vida y la obra de la inolvidable mazateca. Abrimos con un hermoso artículo de Álvaro Estrada, su biógrafo más reputado; luego publicamos un par de entrevistas: la primera con María Sabina misma, inédita, realizada quince años antes por el poeta Homero Aridjis, y la segunda con Catarino Martínez García, su primogénito, hecha originalmente en lengua mazateca por el ahijado y último traductor de la curandera, Juan García Carrera. 
Como sabíamos que Nicolás Echevarría filmó un documental sobre María Sabina, conseguimos su testimonio sobre la forma en la que llegó por vez primera a Huautla. Para colocar a los hongos en un contexto adecuado, decidimos solicitar un trabajo sobre las principales plantas de conocimiento de México, que firmaron Alfredo Narváez y Jorge Lestrade. El número se complementa con un artículo sobre el trabajo del anciano artista indígena Marcial Estrada, a quien la gente conocía cariñosamente como “don Marcial Santos” por su especialización en tallas religiosas, escrito por el crítico Ricardo Pohlenz. 
Lo más notable del número, por lo menos a simple vista, es el álbum fotográfico que conseguimos armar en una sola entrega, empezando por los extraordinarios retratos que Dante Bucio le hizo a María Sabina —uno de ellos, el de la portada; otro, simplemente soberbio, el que aparece a la derecha de estas líneas—. Fuera del dossier, el número incluye un poema de Adolfo Castañón escrito a raíz del fallecimiento de Octavio Paz, y el suplemento literario Nagara, dirigido en esta ocasión por José Ramón Ruisánchez, está dedicado al décimo aniversario de la aparición de la novela Entrecruzamientos de Leonardo da Jandra. Con la intención de ver de cerca el mundo de María Sabina y hacer yo mismo algunas entrevistas, viajé a Huautla acompañado de la fotógrafa tijuanense Yvonne Venegas. Sobre las muchas impresiones de nuestra estancia de tres días (y una que otra de nuestro regreso) al final me pareció que lo mejor era presentar algunas imágenes fotográficas y escritas entrelazadas: sobre una hija y un nieto de la chamana; sobre su biógrafo; sobre su último traductor; sobre su tumba; sobre don Marcial Santos. Ahora que nos acercamos al final del mes de las grandes lluvias propicias, rescato aquellas "estampas" para los lectores de Siglo en la brisa, trece años después de su primera publicación.

Seis estampas mazatecas (antes de la lluvia)
Fotos: Yvonne Venegas (escaneadas de Viceversa número 63)

La hija
Es domingo de fiesta. Por eso Apolonia Martínez luce su huipil de gala, porque viene llegando de Mazatlán, el poblado vecino donde hoy —con toda seguridad— se comió caldo de chivo y se tronaron cuetones. Es la hija menor de María Sabina y su primer marido, Serapio. Pero Apolonia piensa que se ha lucrado a costa de la imagen de su madre y la de ella misma y por eso no quiere dejarse retratar. De todas formas logramos convencerla. De mala manera escupe los vocablos angulosos de su mazateco, parece que pronuncia rayos, quién sabe a quién tanto maldice. Todavía antes de acceder, Apolonia pasa un interminable cepillo por las matas de su pelo gris. Un perro flaco le brinca y ella le da manotazos mientras mira fijamente a la cámara.

La tumba
Apretujada entre otras muchas, debajo de un árbol desgarbado llamado guajinicuil, está la tumba de María Sabina. El Panteón Grande de Huautla se desgrana en talud a un costado de la carretera, en el barrio de Jiménez. Del techo metálico a dos aguas que cubre su lápida, pende una corona de flores marchitas que dice: “Recuerdo de Agua Estrella”. Filogonio García contó una vez que su abuela se le apareció en un viaje y le dijo: “Muéveme de allí, Filo, ¿no ves que estoy rodeada de puros pendejos?”. Por estos días se discute, quizás con demasiado acaloramiento, la posibilidad de llevar sus restos a un lugar más propicio.

El último traductor
Nunca o casi nunca Juan García Carrera se refiere a María Sabina por su propio nombre. Prefiere hablar de “la finada”. La célebre Sabí murió en sus brazos. Este mazateco treintañero, ahijado de la curandera, cuenta que poco antes de la agonía a su madrina “se le rebelaron los naguales”. De sí mismo relata que mojó “de tristeza y coraje” las sábanas del hospital donde ella murió, abandonada por todos. Sin darse cuenta, Juan Carrera —como se le conoce— rehúye la mirada y la coloca por encima de los ojos de su interlocutor, como estudiando los ecos de la plática, la proyección de las segundas intenciones. El último traductor de María Sabina desarrolla actualmente un proyecto literario sobre el mundo chamánico de Huautla.

El nieto
Filogonio García habita en el mismo solar donde vivió su abuela. Hasta hace poco no se aventuraba demasiado en el uso de su incipiente castellano. Ahora lo habla mejor y puede discurrir por horas, mucho más si está bebiendo. Quizá en ningún otro curandero sea tan claramente perceptible la presencia de un ángel y un demonio luchando por un alma dividida. Sus enormes fosas nasales parecen confirmar la proporción de su objetivo en esta tierra. Es un hombre magnético pero su carisma da la impresión de trabajar mejor pendiente de un abismo. 

El biógrafo
Sobre la mesa del Vips donde ha citado a Viceversa, Álvaro Estrada extiende la invaluable colección de recortes y fotos de María Sabina que ha reunido durante años. Para nada aparenta los más de cincuenta años de edad que tiene ahora; por el contrario, tras sus ojos rasgados se advierte la presencia de un hombre eternamente joven. Desde hace casi dos décadas trabaja en la sección de mantenimiento del Sistema Colectivo Metro. Dice que es mentira que los grandes mitos del rock hayan estado en Huautla. Es autor de uno de los más hermosos relatos de un viaje con María Sabina. Se carteó con Gordon Wasson —quien además prologó su biografía de la sacerdotisa— y mantiene aún hoy una relación epistolar con Albert Hofmann, el famoso científico suizo que aisló el LSD.

Un artista
En el lindero más alto de una milpa prácticamente vertical, en el pueblo de Chilchotla, a la distancia de una hora y media de Huautla por un camino de terracería, habita Marcial Estrada, a quien la gente apoda “Santos” por su oficio de tallador de imágenes religiosas. Es la imagen misma de la sencillez. No habla español. 
Talla el cedro que él mismo recoge, del cual saca un San José, una Virgen de Juquila, un Santo Padre. En la tierra de María Sabina, donde se vive una realidad con frecuencia confusa entre la fantasía y la miseria, don Marcial Santos es un ser humano de una envidiable claridad existencial. Y es un artista extraordinario, tal como puede comprobarse en otro sitio de este número.


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Las imágenes que ilustran este post provienen del número 63 de Viceversa, aparecido en agosto de 1998.
El espléndido libro de Álvaro Estrada, Vida de María Sabina, la sabia de los hongos, fue publicado por Siglo XXI Editores. 
El documental de Nicolás Echevarría puede verse en http://bit.ly/oQ0Jfj




La página de Yvonne Venegas en la red: http://www.yvonnevenegas.com/

La pieza de Marcial Estrada, un San José de madera tallada y pintada con incrustaciones de clavos, pertenece a la colección de José María Fernández Figueroa. La foto es de Edgardo Contreras.
Más sobre Viceversa en este blog:
Mis diez portadas preferidas, http://bit.ly/cJMvf4
El número de Scherer, http://bit.ly/feWfQk
Números de aniversario, http://bit.ly/k9Flhz

domingo, 14 de agosto de 2011

Un minuto con Ryszard Kapuscinski

A Roberto Calleja
“¡Oooh, qué pena que ha muerto…!”, responde Kapuscinski en español, abriendo mucho los ojos y exhalando largamente por la boca, cuando oye lo primero que le pregunto. Y añade: “¡Le quería tanto! Era un hombre fabuloso. ¿Cuántos años tenía? ¿Se jubiló o trabajó en la revista hasta el final?”.
En persona, el célebre escritor polaco se muestra más seguro y encantador que en público. Es octubre [de 2003] y estamos en Oviedo, la capital de Asturias, a donde ha acudido a recibir el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. La víspera he tenido la oportunidad de verlo en público un par de veces: en la charla que ofreció, acompañado de un viejo conocido de los mexicanos, Alan Riding, antes de inaugurar su exposición de fotos tomadas en África, y después, todavía más de cerca, en una rueda de prensa.
Hombre de mirada líquida, Kapuscinski se parece poco al intelectual de gesto de águila que nos mira en las contraportadas de sus libros. Lleva traje y a veces corbata, pero sin atildamiento, con una sencillez, si puedo decirlo así, polaca. Erguidos, los extremos del pelo que le queda de cada lado de la cabeza parecen dos pequeños cuernos y le dan un aire de malicia discordante. Conociéndolo, uno se explica que se haya metido en donde nadie se mete y haya sobrevivido a todo. ¿A quién puede caerle mal un tipo así? ¿Qué daño puede hacer alguien como él?
Ni en el auditorio de Cajastur, atestado de público en general, ni en la sala de prensa del Hotel de la Reconquista, las preguntas que se le hacen son muy interesantes. A veces no las entiende y pide, por lo menos en el auditorio, a Riding que se las repita, cosa que éste hace al oído probablemente en inglés. Sus respuestas, armadas con una sintaxis algo vacilante, arrancan invariablemente con frases como: “Ésa no se puede contestar sino generalmente”, y “Esto tampoco se puede dar una respuesta que no sea muy general”. Tanto en un lugar como en el otro ha dicho que “vivimos en un mundo lleno de preguntas sin respuesta”.
Eso sí, siempre responde en voz baja. Kapuscinski es uno de esos hombres que saben que en el volumen de la voz se juega algo crucial. A veces tarda en contestar. Y luego borda lentamente sus frases en un español sin artículos casi. Sin embargo, nunca se arredra: ya se lanza a armar una nueva oración pero al final de ella, cuando debe añadir un complemento adnominal, pongamos por caso, la resuelve de cualquier manera, confiado en que entenderemos. Y sí, entendemos.
Alan Riding lo ha descrito como un hombre tímido y ha dicho que su trabajo es tan eficaz porque, en el contexto de las grandes agencias informativas, contagiadas por un misma prisa idéntica, el suyo es un “periodismo sin urgencia, de un país sin importancia”. Eso le ha abierto, según él, todas las puertas. Y aventurando una explicación de su caso, dice que Kapuscinski escribe como respuesta a la insatisfacción de la naturaleza telegráfica por definición, seca y lacónica, del télex. Siente que no ha dicho nada, concluye Riding, que ha dejado todo en el tintero y por lo tanto escribe largos libros, detenidos y minuciosos.
Tanto en España como en México, desde hace pocas semanas circula una nueva entrega suya, Un día más con vida, en la que Kapuscinski relata los tres meses que pasó en Angola en 1975. Para quien conoce su trabajo, el nuevo libro podría describirse como un capítulo de Ébano, independiente tanto por su extensión, que en mucho rebasa al más largo de su volumen africano, como por el propósito mismo del texto. El gobierno portugués ha pactado una fecha para la independencia de Angola; la gran mayoría de los portugueses, todos los extranjeros y los mismos angoleños que pueden permitírselo, abandonan el país. Nadie sabe lo que va pasar. Hay carestía, desconcierto, angustia. Tres grupos de “liberación” que hacen la guerra en sus respectivos frentes se dividen el interior del país. Al sur del éste, un ejército sudafricano se preparara para la invasión. Cuba está presente y sus soldados dispuestos a defender la independencia del nuevo país. Y ahí, en medio de todo eso, se planta el corresponsal de una agencia polaca, dispuesto a ver con sus propios ojos lo que va a suceder.
Con sus libros sobre África, el Sha de Irán, Haile Selassie o la antigua Unión Soviética, por nombrar los más importantes, Kapuscinski se ha convertido en uno de los escritores más necesarios de nuestro tiempo. Y, claro, el interés que ha suscitado entre el grupo de periodistas que cubre la entrega de los premios es tal que he tenido que defender como he podido el minuto que me han dado para entrevistarlo. Allá lo veo venir del patio del hotel donde se queda, de posar para la cámara de la televisión española. En cuanto me ve, me da la mano y me pide que abandonemos el lobby, ruidoso ya a esas horas, cuando están a punto de llegar J. K. Rowling y poco después el Príncipe de Asturias —ya casi todo preparado para la ceremonia del día siguiente—. Así que nos dirigimos hacia una sala que está a un costado y nos sentamos en un sillón de tres plazas.
Durante la conversación, le pregunto por sus años en México, a donde llegó en 1968, procedente de Brasil, dos semanas después de la matanza de Tlatelolco, a suplir a un compañero en la oficina de prensa polaca. A partir de entonces, México fue su base. Dice que sus años latinoamericanos fueron fascinantes: la guerrilla, el poder político militar, la falta de democracia… En algún lugar afirma que Hispanoamérica está adormecida. No hay fe, dice, no hay revueltas siquiera, sino sólo resignación, por lo que saco el tema del EZLN; le pregunto que cómo lo vivió, que qué piensa.
Él me responde que durante la irrupción del zapatismo él estaba ocupado en “otros continentes”. “Latinoamérica es solamente una parte de mi trabajo”, me explica. Pero me cuenta que estuvo en el Zócalo el día que el EZLN entró en él. ¿Escribió sobre esos hechos en concreto? Me dice que no se acuerda. Entonces le pregunto que si no lo han invitado a ir a la selva. Kapuscinski me explica que para ir a Chiapas él hubiera necesitado por lo menos un mes y que no contaba con ese tiempo. “Pero ¿lo invitaron a ir? ¿Lo invitó Marcos?”. Y contesta: “No… no creo que él sabe de mi existencia”. 
Valores literarios aparte, su trabajo resulta contundente sin caer en la tentación de la demagogia o la propaganda. Su denuncia se concluye de lo que dice. No hay dramatismo ni vehemencia siquiera: es el resultado natural de los hechos que ha presenciado. Ahí el periodista en él. Esto es lo que vio. Y aquello. ¿Sacar conclusiones? ¿No están a la vista? En La guerra del futbol cuenta que en México quien le explicaba lo que pasaba a su alrededor era Luis Suárez, el periodista hispanomexicano, maestro de periodistas, colaborador de Siempre! 
Vivían a unas cuadras uno del otro, me explica, en la Cuauhtémoc. “Yo estaba en Amazonas 53”, añade, “en el departamento que tenía la agencia”. Cuando leyó de la bronca que se había desatado en un partido entre Honduras y El Salvador, eliminatorio para el Mundial de México 70, Suárez, que según él nunca se equivocaba, predijo que aquéllos eran los prolegómenos de una guerra entre los dos países. Kapuscinski no se lo cuestionó y se lanzó a Tegucigalpa. Y estuvo allí cuando empezó la guerra.
Por eso, en cuanto estoy sentado a su lado, antes de conversar con él unos instantes, le pregunto si sabe que su amigo, aquél que fuera de alguna manera su maestro durante sus años mexicanos, ha muerto. “¡Oooh, qué pena!”, exclama Kapuscinski, conmovido, un par de veces. “Un gran amigo mío”. Y remata: “Era un hombre fabuloso”.

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Este texto apareció en el número 436 (abril de 2007) de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica.

Las fotos que ilustran este post las he tomado de la red. La primera de ellas, de http://bit.ly/qWJdNa
El retrato de Luis Suárez lo tomo prestado de La Memoria Gráfica de la Emigración Española http://bit.ly/pmmD5D



domingo, 7 de agosto de 2011

Una Capilla Alfonsina onírica

Pasé parte de esta semana reuniendo y poniendo en orden los textos que Deniz publicó en Viceversa bajo el nombre genérico de “Red de agujeritos”. Si todo sale como parece, conformarán el primer libro de una colección coeditada por un sello especializado en literatura mexicana y una institución universitaria. 
Antes de entrar en procesos selectivos, busqué, fotocopié y organicé por fechas los textos de Deniz que he tenido la fortuna de publicar, primero en la revista estudiantil Alejandría (1986-1988) y luego en Milenio (1990-1992) y Viceversa (1992-2001). Por razones obvias, dejo fuera el libro Visitas guiadas (Gatuperio Editores, 2000). De acuerdo con el propio Deniz, al final me ha parecido que lo mejor es ceñirme a los artículos que aparecieron en forma de columna mensual en la última y más duradera de esas revistas, una serie de poco más de cuarenta artículos que se publicará con el título de Red de agujeritos (Gerardo Deniz en Viceversa). Las gratísimas horas que pasé releyendo los textos publicados con anterioridad a enero de 1994, fecha en que apareció la columna por primera vez, me han dado la idea de reproducir alguno de ellos, siempre con la anuencia de su autor, para compartirlo con los lectores de Siglo en la brisa.
Opto por un trabajo llamado “Dos, tres lugares” que salió en el número 6 de Milenio, dedicado a la Colonia Condesa, durante el año en que estuve fuera de México y la revista estuvo a cargo de su subdirector, Eduardo Vázquez Martín. Se trata de una bella evocación de la casa-biblioteca en la colonia Condesa (o quizás no precisamente) en la que Alfonso Reyes pasó la última parte de su vida, vista primero desde fuera y luego soñada interminablemente.

Dos, tres lugares
Por Gerardo Deniz
Según mi Guía Roji, la Av. Tamaulipas pasa por tres colonias: Condesa, Hipódromo de la Condesa e Hipódromo. En cambio la Av. Alfonso Reyes (Juanacatlán por siempre, para nosotros los de la tercera edad) pasa por las dos Hipódromo pero no por la Condesa a secas. 
Con sólo pensarlo un momento, se advierte que algo anda mal. No me interesa identificar qué. Me conformo con señalar cómo los dos, tres lugares de que voy a ocuparme, si no pertenecen a la colonia Condesa, merecerían pertenecer, y basta.
Ante todo, el cine Lido —hoy rebautizado Bella Época. Poco tengo yo que hablar de cines en cuanto cines. En éste sólo recuerdo yo hacer entrado una vez, quizás dos, hace mucho. En cambio el pico de cemento enhiesto del Lido era un valioso punto de referencia en algunas correrías de infancia (nunca viví por allí). Por supuesto, aún faltaban largos años para los brutales despejos y ensanchamientos de Baja California y Benjamín Franklin, para no hablar del tajo sesgado para empalmar la odiosa Av. Patriotismo con el horror en que paró la calzada de Tacubaya, a empezar por el nombre.
La Capilla Alfonsina, otrora en una esquina tranquila (casi enfrente hubo una librería alemana), se balancea hoy al borde del estruendo y del humo. Poco importa. Al fin y al cabo, sólo queda un caparazón, según las fotos interiores. Bastante repulsivo, vacío ya de aquel relleno inimitable de simpatía y fatuidad, bellos libros y muchísima morralla, del cual Reyes poseía la receta secreta.
Una mañana de vacaciones decembrinas salí a la calle (¡en pos de libros harto helénicos!) y los encabezados me comunicaron, en el puesto de periódicos, el fallecimiento del Humanista. 
Por la noche me soñé visitando una Capilla Alfonsina muy diferente de las fotografías; era un museo donde se exhibían, por ejemplo, varias vihuelas y, en la vitrina siguiente, una monografía, tabloide, sobre el ácido fluorhídrico. Lo curioso es que a lo largo de años seguí soñando frecuentes capillas alfonsinas, todas distintas, a menudo descabelladas, extraordinaria alguna (con las estanterías en la fachada, por ejemplo, y dando al Río Mixcoac). Reyes nunca apareció, si bien en un par de sueños se palpaba la inminencia de su llegada. En 1968 por fin penetré en la auténtica Capilla. 
Fuimos recibidos con una cortesía que no olvido, pese a tantos detalles sonreíbles. Volví luego dos noches, a sosos asuntos editoriales, muy breves. La inmensa pecera, aún atestada, casi a oscuras. Lástima, no poder estarse allí un enorme rato a solas. (Todavía soñé algunas fantasías). Para entonces ya había yo pasado por enfrente en cien mediodías dominicales, llevando de la mano a mi hija la ambulante, quien repetía ritualmente:
—Ahí vivía un señor gordo que tenía muchos libros.
Cuando Reyes estrenó su capilla, la calle se llamaba Av. Industria, lo cual suena a colonia Escandón, que ahora es más al sur. Poseo unas limpias fotos de la modestísima mesa donde trabajaba Don Alfonso. 
Todavía hoy me gusta detenerme enfrente de los vidrios gruesos que dan a la callecita lateral de Irapuato, y meditar, tongue in cheek, en lo que fue escrito detrás de ellos. He dicho cosas crueles acerca de Reyes, y espero seguir haciéndolo. No me entenderá del todo, sin embargo, quien prescinda de la ternura burlona con que miro la esquina: burlona he dicho; ternura también.
No tardaría Reyes en adquirir su acuario cuando escribió, en 1938, “Ciudad remota”, sarta de lugares comunes donde puede, debe tenderse —así es a veces su poesía— un puente entre las vislumbres exactas de la primera y la última cuartetas, por encima de otras quince:

… ¿de dónde tanto misterio,
México, ciudad remota?

… y de tu noche en el seno
laten las locomotoras.

Ya al segundo día de mi arribo a México, Reyes burbujeaba desde la pecera de la colonia Condesa:

—¡Ay, que la primavera
no se me acaba
aun siendo abuelo!

Tiene usted razón, Don Alfonso; tal ocurre mismamente. Pero no nos pongamos así. Pocos pasos nos conducirán a la Av. Tamaulipas, aunque al cruzarla tal vez abandonemos las dos colonias Condesa. Seré de nuevo breve, por lo tanto, como cuando el cine Lido.
La Azteca —sinónimo, por muchísimo tiempo, de churros nocturnos para llevarse a casa o ser consumidos in situ con chocolate. Luego había también antojitos mexicano, y buenos. ¿Luego? ¿o si estuvieron desde siempre, pero empecé buscando sólo churros? Es estos últimos meses se mudó de establecimiento a una “casa sola” cincuentona, adaptada al lado. También me agrada pero ya no es nuestra Azteca de ladrillo enrojecido, donde la última vez oí discurrir con sabiduría a Guillermo Sheridan y José de la Colina. ¿En torno a qué? Al Bien y al Mar, creo; la zona es inmejorable para ello. Quesadillas, tacos, szópes, churros engaños coloridos de este espejismo… Lo que ustedes gusten, pero tampoco pretenderán que suprima del todo cierta antigua aventura galante sin día siguiente (dejaría de ser aventura), comenzada restregando la pierna (faire genou) en un autobús, consolidada en La Azteca —y olvidemos el resto; 1973.
(Tomado de Milenio, número 6. Noviembre-diciembre de 1991.)
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Más sobre Deniz en este blog:
Una tarde con Gerardo Deniz, http://bit.ly/bmZS4N  
Cuadernos y dibujos del niño Deniz,http://bit.ly/9dkSDa
Gerardo Deniz, lector (1), http://bit.ly/hs2IA1
Gerardo Deniz, lector (2), http://bit.ly/ii4qxC
Una “Palinodia del rojo” anónima, http://bit.ly/f7YVZ1
Programa especial sobre Deniz, http://bit.ly/mGzx7w

Gerardo Deniz es autor de la antología poética de Alfonso Reyes llamada Una ventana inmensa, publicada por Vuelta en 1993 con prólogo de Octavio Paz. 

La foto del exterior de la Capilla Alfonsina que abre este post es de Tania Gomezdaza y la tomo prestada de Justa, la revista en línea de la editorial JUS, http://bit.ly/r6HMSy   
Los retratos de Reyes en el interior de la capilla son de Ricardo Salazar y los he tomado de la red. La foto de su escritorio, del mismo fotógrafo, pertenece al archivo personal de Juan Almela.
La foto en la que aparece Deniz fue tomada en Santa María de Eunate, Navarra, durante su viaje a España en el otoño de 1992.