Sistemáticamente, a la luz del día y frente a los ojos de todos, el Gobierno de la Ciudad de México practica la agresión ambiental. Sin embargo, lo peor no es la destrucción del entorno llevada a cabo por el propio gobierno sino la ignorancia de los ciudadanos que la toleran y hasta solicitan porque con frecuencia no ven en los árboles sino enemigos a los que hay que mantener a raya o eliminar. Hace poco menos de tres meses me tocó presenciar una de esas agresiones a la puerta de mi casa. Entonces me pareció que la ignorancia aliada con la ignorancia actuando con impunidad en contra de los intereses comunes ya no es ignorancia sino estupidez. El pequeño informe que sigue fue escrito mes y medio más tarde, a mediados de julio, para ser publicado en el libro que sobre temas ecológicos preparaba un amigo ilustrador. Mi colaboración no llegó a concretarse, así que lo ofrezco como una primicia a los lectores de este blog.
Debí escribir el artículo a principios de junio, poco antes de la llegada de la temporada de lluvias, cuando los truenos estaban en su apogeo y la explosión incontenible de sus inflorescencias amarilleaba sus copas a lo largo y ancho de las calles de la ciudad.
A pesar de las violentas precipitaciones que luego vinieron, su estampa, casi dos meses más tarde, a finales de julio cuando redacto este informe, se mantiene muy parecida: individuos frondosos y verdinegros, recubiertos de un amarillo que se asemeja al trigo. Mi idea no era otra que comentar la ficha que aparece en la guía de árboles de la ciudad de México de la botánica Lorena Martínez y el fotógrafo Pedro Tenorio, editada por la Fundación Xochitla, y ofrecerla a quien deseara conocer mejor la especie de mayor presencia en las banquetas defeñas, con unas fotos que yo mismo tomé a uno de los ejemplares con los que convivo todos los días.
Insistir, por ejemplo, en cosas como su origen oriental o su hermoso nombre científico, Ligustrum lucidum —que hace que en otras latitudes sea llamado “aligustre”—, describir algunas de sus virtudes y quizás hasta aclarar las causas por las que parece que florea dos veces al año. Sin embargo, cuando me disponía a escribirlo, se presentaron unos empleados de la Delegación, uno de los cuales se subió por una escalera telescópica a una de las ramas más altas de uno de los que asoman a la ventana de mi estudio, y en cuestión de segundos, con dos o tres cortes de sierra eléctrica, cercenó la mitad de su copa delante de mis propios ojos incrédulos.
No había razón para proceder de esa manera: los dos truenos, sanos como su vecino liquidámbar, están colocados a suficiente distancia de la fachada del edificio y de este lado de la calle hace tiempo que no hay cables aéreos. Tampoco podría decirse que necesitaran ninguna poda. La única explicación que consigo darle al asunto es la estupidez de la que estamos rodeados, la estupidez que proviene la ignorancia entre la que nos movemos cotidianamente, la simple y llana estupidez. Otra que se me ocurre ahora es que quizás los gobernantes de uno de los territorios más corruptos del gobierno en funciones, insatisfechos con hacernos la vida imposible en la vía pública (esa febril actividad que consiste en mover de lugar los problemas, sin solucionarlos casi nunca, en tanto se crean infinitamente otros…), con el loable propósito de mejorar los servicios que nos brindan, han resuelto enviarnos emisarios de la estupidez a domicilio. El incidente, como se comprenderá, me quitó cualquier inspiración y decidí aplazar el artículo para otro momento.
La tropa delegacional venía encabezada por un hombre de unos sesenta y tantos años, que sólo por eso debería mostrarse más respetuoso con el entorno, y que a juzgar por la tablilla y el bolígrafo que llevaba consigo se dedicaba a recabar firmas de autorización. Era un sujeto que lo mismo podía estar instalando cables eléctricos que asomando la cabeza por un agujero de la Compañía de Luz: tocado como un beisbolista, metido en una camiseta publicitaria cualquiera, parcialmente oculto tras un tupido bigote blanco, me pareció la prueba de que no se necesita ser nadie ni saber nada de nada ni tener ninguna cualidad relevante para representar a quienes nos gobiernan.
Pero este informe no se entendería si no me refiero al individuo que permitió que las cosas sucedieran como acabaron sucediendo, porque aunque la autoridad encarne seres improvisados se necesitan ciudadanos que sirvan de eslabones para divulgar con eficacia la misión de estulticia. Era una versión empobrecida del otro: una calvicie desangelada, unos bigotes escasos y cerdosos y un vientre abultado que destacaba en una camiseta roja que le quedaba chica. Estaba en el quicio de la puerta vecina observando la escena con un aire de satisfacción que primero no advertí y que sólo se me hizo evidente cuando me acerqué para confirmar, según creía yo, que compartía mi indignación por el espantoso destrozo.
Sonriendo bajo aquel bigotito que de pronto me pareció repulsivo, me hizo saber, pero sin decírmelo con claridad, con ese lenguaje hecho mayormente de silencios al que se confía la comunicación en este país, que él había autorizado aquella desgracia y eso a pesar de que el árbol ni siquiera está delante de su puerta sino de la del edificio vecino, en el que vivo yo, y todavía dijo, pero ahora en forma de palabras bien definidas y audibles, una frase que no puedo recordar sin indignarme: “¡Es que hay muchos bichos!”. La época del año, inmediatamente anterior a la llegada de las lluvias, la calle con árboles, la cercanía con el bosque de Chapultepec, todo hace que por estos rumbos acaso haya algunos insectos más que en otros momentos y sitios de la ciudad. ¿Cómo explicarle que uno de los remedios es confiar la tarea de regular su presencia a quienes se han dedicado a esa chamba desde el Génesis, los pájaros, a los que de un par de cortes estúpidos acababan de despojar de oficina, parte de su manutención y quizás hasta vivienda?
Cuando el otro advirtió mi enojo, por un momento dejó la prédica que hacía unas casas más adelante y volvió sobre sus pasos para explicarme con un nauseabundo paternalismo el procedimiento y las bondades de la “poda” —se atrevió a utilizar esa palabra aun cuando la mitad del árbol estaba a nuestros pies convertido en una escandalosa montaña de basura—. Fue entonces cuando sentí ese acceso violento producido por la impotencia y la frustración que en México caracteriza nuestras relaciones con los gobiernos y con las grandes empresas y no pocas veces con quienes compartimos la banqueta, un hervor en la sangre que debía notárseme por un humillo que sin duda debí desprender por la coronilla y los oídos, un deseo de estrangular a ese par de sonrientes y satisfechos salvajes que se habían aliado para tomar una decisión por el resto de nosotros con las sierras estúpidas y los escasos rudimentos de su ignorancia soberbia.
Todo el que se dedique a trabajar con árboles y con más razón si cobra por ello a nombre de una administración pública, por más que sea la corrupta y decadente que padecemos, debe de saber que el trueno es un árbol noble que tolera las podas, incluso las severas, pero no las mutilaciones que los transforman en enanos y monstruos lastimeros, con manquedades o apéndices ridículos, como de cuando en cuando los vemos en las calles. Si se trata de ejemplares maduros, como en este caso, la poda sólo debe practicarse para mantener la forma de su copa y quitar las hojas muertas y preferiblemente nunca en la época de la floración. Las agresiones como la que acababa de producirse sólo debilitan a los árboles, que entonces quedan a merced de las plagas y las enfermedades y acortan su ciclo vital, lo que acaba revirtiéndose contra nosotros mismos. Los árboles mejoran la experiencia de las ciudades y no sólo por su apariencia: purifican el aire que respiramos, nos protegen del ruido, del polvo y de las variaciones de la temperatura y de paso ocultan para nosotros la arquitectura que con frecuencia afea y hasta envilece el lugar en el que trabajamos o vivimos.
Aunque a riesgo de dejarme mal parado en este informe, debo confesar que fui incapaz de decir nada de eso, lo que a esas alturas y delante de aquellos individuos me pareció que hubiera sido ridículo, y no hice más que asistir con toda mi indignación a cuestas pero en silencio a la salva de justificaciones de lo injustificable, en tanto observaba cómo un par de mujeres vestidas de basureras que acompañaban a la tropilla desaparecían con esa prisa culposa de quien esconde las huellas del crimen apenas cometido la mitad del árbol regada por la calle y en menos de cinco minutos no dejaron ni rastro de él.
Casi dos meses después sigo siendo incapaz de mirar a través de la ventana sin sentir un odio que en algunos momentos de debilidad estoy tentado a salir a desahogar con el primer representante del desgobierno y el caos en los que estamos hundidos que asome por la calle: el cuidador que obstaculiza el tránsito con coches estacionados en doble fila sin que nadie le diga nada, y menos que nadie el par de policías que patrullan la calle; el taquero enano que saca los guisados de la cajuela de su viejo Ford mal estacionado al doblar la esquina; el vendedor de tamales calientitos deliciosos oaxaqueños que todas las tardes pasa aterrorizándonos con su siniestra grabación, a mí y a los perros de la calle, cuyos ululares serían todavía más despavoridos si alguna vez hubieran tenido la desventura de probarlos.
Pero sobre todo no he logrado olvidar el estruendo hueco que produjo la mitad de la copa del trueno al golpear contra el pavimento, como de materia hecha para reflotar en el aire, balanceándose con delicia en la gravedad, en el momento en que azotó su estupendo ramaje todavía vivo de troncos secundarios, hojas y semillas. No me basta el consuelo relativo de escribir este informe acaso para nadie sobre la estupidez de la que estamos rodeados.
__________________________
Más sobre árboles en este blog: