En el
número de junio de la Revista de la
Universidad pudo leerse el bello y generoso texto que el poeta David Huerta
leyó en la presentación de mi libro Ni
sombra de disturbio el pasado 29 de abril en el Museo Tamayo (al calce, el link que lleva a ese trabajo).
Lo que no
apareció en las páginas de la publicación universitaria es algo que David leyó también
aquella noche: un par de poemas escritos en homenaje a López Velarde que ha
tenido la enorme gentileza de dedicarme. En ellos, mi amigo poeta se adentra en
las atmósferas y el glosario de López Velarde, y echando mano de algunos de sus
procedimientos, digamos que en sus terrenos mismos, dialoga con el fundador de
la poesía moderna de México.
David, que
acepta mi propuesta de reproducirlos en este espacio, me cuenta algo sobre sus
intenciones, al responder a un correo en que le pregunto si interpreto bien cierto
verso: “Los poemitas no tienen más
pretensión que mostrar un fervor por López Velarde; como somos gente de versos,
pues así nos sale el testimonio de admiración. No hay mucho que entender en los
poemas; quiero decir, más allá de que recrean, con todas las limitaciones que
puede imaginarse, el lenguaje, el vocabulario, los estilemas y hasta un
poquitín de la versificación velardiana.” De acuerdo con ese espíritu, los comento
brevemente, de manera libre e intuitiva.
Cuaderno de Jerez
Por David
Huerta
Para Fernando Fernández
1
Mañana en
que tu espíritu lustral
perfumaba
mi ardiente cabezal.
Yo me
desperezaba con la unánime
certeza de
un vivir impuro, exánime.
De la noche
y sus ásperos polígonos
eran mis
vicios ávidos epígonos.
De tus pupilas
diurnas recibí
una
liturgia: mirra y benjuí.
Y en tu
manto benigno e inconsútil
reconciliéme
con mi vida inútil.
2
Una vez más
he visto
—cual un
infante pródigo y bienquisto—,
colgando de
las cúpulas insomnes,
el candil
en que antaño conocía
mi talante,
mi ardor, mi sacrificio.
Preso de un
voluptuoso maleficio
quise
acercarme a la constante vía
en que mi
pecadora fantasía
se aclara
con el tósigo del mundo:
descubrí en
el candil, en sus cristales
y en su
luminiscente pedrería,
el signo de
Sión
y desde ese
radioso y erizado
artificio
rotundo,
recibí en
medio del pensar consciente
y en la
bárbara frente
el ungido
misterio del perdón.
¡Oh,
candil: nada sé!
¡Oh,
candil: he olvidado el cómo, el qué!
Pero
escucho en tu aria,
silenciosa
y feraz, la hospitalaria
música del
desierto. Nada pido,
sino en
gotas simétricas de luz,
candil,
sobre mi pecho y mi testuz,
la
redención, el viático, el olvido.
3
…
Comentarios
por FF
1.
El primer
poema imita una de esas enunciaciones estáticas, si puedo llamarlas así,
propias del estilo velardiano. Uno tras otro, los cinco dísticos que lo componen
caen de manera exacta para dar cuenta de un género de pasión amorosa típico del
poeta jerezano.
Ese estatismo está encuadrado e incluso subrayado por la forma
que le ha dado su autor: cada uno de los pares de versos está compuesto por dos
endecasílabos que riman de manera consonante (esto es, son versos pareados), lo que ayuda a crear esa
sensación que no es tanto de rigidez como de rotundidad. Es la misma solución
que López Velarde dio al poema “Fábula dística” (del libro Zozobra), que dedicó a la bailarina Tórtola Valencia, en donde se
leen versos como éste: “Acreedora de prosas cual doblones / y del verso
patricio de Lugones”.
Aquí una
manera posible de leerlo: por la “mañana”, quizás metido en la cama, el poeta
reflexiona sobre sus aventuras nocturnas a la luz de la pasión que una mujer le
inspira. Él evoca el “espíritu” de ella, que es “lustral” –es decir
“purificado” como define el diccionario, de acuerdo con la visión de López Velarde,
quien gusta de entremezclar elementos cristianos y paganos–. Ella “perfuma” con
su poderoso recuerdo el “cabezal” de él, es decir su “almohada” –o la cabecera de su cama, como acaso con
excesiva libertad, por extensión, leo yo–. ¿Qué decir de los aromas
velardianos? En la presentación de mi libro, Juan Villoro recordó el precioso
verso de Ramón: “en la aromática vecindad de tus hombros”…
En el
segundo pareado, el poeta se “despereza”, lo que confirma que está en la cama o
que por lo menos acaba de despertarse, con el sabor todavía en la boca de lo
que hizo anoche: “con la unánime / certeza de un vivir impuro”, por lo que está
rendido: “exánime”. ¿De qué está cansado? “De la noche y sus ásperos polígonos”.
¡Rara y bella imagen!: “los polígonos de la noche”. Debo preguntar a David si
la saca de alguna cosa en concreto de López Velarde o si es suya, como creo.
Sus “vicios”, dice el poeta, eran los “ávidos epígonos” de los polígonos de la
noche… (No me resisto a añadir algo que sé gracias al tiempo que viví en
España, que pone un acento a mi personalísima lectura. Conste que digo “mi”
lectura y que lo hago entre paréntesis. “Polígonos” es como se llama comúnmente
a esos espacios industriales, cuyo nombre completo es “polígonos industriales”,
ubicados con frecuencia las afueras de las ciudades o de los pueblos, en donde
suelen estar los burdeles.)
El
siguiente par de versos reafirma la oposición día-noche que sostiene al poema.
Y es que David-Ramón recibió la “liturgia” de la “mirra” y “benjuí” de las
“pupilas diurnas” de ella; se antoja
decir que él se ha aventurado por los espacios –¿pecaminosos?, ¿sacrílegos?– de
la noche, protegido por el benjuí y la mirra rituales que ella le proporcionó
con su luz –específicamente la luz de sus pupilas de día–. La última imagen del
poema nos muestra al poeta arropado en un “manto”, como solemos cubrirnos
cuando estamos en cama o buscamos la protección o el descanso, si bien se trata
de uno “benigno e inconsútil”, que lo “reconcilia” con su “vida inútil”.
2.
En el
segunda de las dos imitaciones podemos sentir con mayor nitidez el diálogo que
sostiene David Huerta con nuestro joven y centenario maestro común, acaso
porque aparecen en el poema algunos aspectos velardianos en convivencia con
otros que son ya propiamente suyos. Es una de esas silvas que tanto practicó Ramón, hechas de versos de siete y once
sílabas acomodados con la misma libertad con que están
distribuidas las rimas.
Todo proviene de la magnífica visión del candil que pende del
crucero de la iglesia de San Francisco de la ciudad de San Luis Potosí, al que
López Velarde dedicó un poema (Obras,
edición de José Luis Martínez, segunda reimpresión de 2004 de la segunda
edición de 1990, FCE, México, pp. 221-222).
David regresa, como si fuera un niño
“pródigo y bienquisto”, a contemplar el famoso objeto y cuenta que antes tenía, gracias al candil, algunas noticias de su propio temperamento, de sus pasiones y hasta de su
religión. Por cierto la bella lámpara cuelga de unas cúpulas que no son
“criollas”, como en Ramón, sino “insomnes”.
Quien habla en el poema no solamente está bajo el efecto
de un maleficio voluptuoso, también quiere
estarlo, lo está con todo propósito. Si su visión de la realidad se aclara
con la confusión de su “pecadora fantasía”, su salud toda se gana con el veneno
(“tósigo”) del mundo. De pronto, descubre en el candil la
estrella de David, que le acabará concediendo el perdón.
En los adjetivos de que echa mano Huerta, que bien podemos
calificar de velardianos, es donde más se nota el fructífero intercambio entre
los dos poetas: aquí algunos que podrían ser de Ramón (y aun lo son, como el primero de ellos): “bárbara
frente”, “el ungido misterio del
perdón”, “hospitalaria / música del
desierto”… Otros, aunque conservan la intención imitativa, me parece que son
ya del poeta de Incurable, una vez
que ha recibido el influjo de López Velarde: “luminiscente pedrería”, “radioso
y erizado / artificio”…
Entonces
llegamos a uno de los momentos más hermosos del poema. En él resuena a mis
oídos una extraña aleación afortunada:
“¡Oh, candil: nada sé! / ¡Oh, candil: he olvidado el cómo, el qué!”. Dije
aleación: y es que me gusta pensar que en esos versos, en los que percibo un eco
de Alfonso Reyes, David hace que éste hable
en un poema de Ramón.
Es bien sabido que esos dos poetas que tenemos en tanto
aprecio, ni se entendieron ni se quisieron; si mi lectura, que no es más que
intuitiva, tiene algún valor, en esos dos versos de David Huerta se tocan López
Velarde y don Alfonso, como en un principio de reconciliación.
El final se me antoja plenamente huertiano. Es importante
decirlo porque lo que sigue confirma que el poema no se queda en la imitación
sino que propone un diálogo. El poeta nos dice que, igual que el candil, nada sabe: no obstante, escucha el soliloquio silencioso de la
lámpara, lo comedido de la música de las arenas. Y entonces, añade bellamente
Huerta, nada pide “sino en gotas simétricas de luz / la redención, el viático,
el olvido”. Me parece muy afortunada la frase “gotas simétricas de luz” para
referirse al candil, que está hecho de cristales. Pero la idea general que está
en
… Nada
pido,
sino en
gotas simétricas de luz,
candil,
sobre mi pecho y mi testuz,
la redención, el viático, el olvido,
la redención, el viático, el olvido,
y la manera
en la que está engastada en los versos métricos, me parece que suena ya fuera de López Velarde –y eso aunque
todavía aparezca ese “viático” tan suyo–. Acaso ayude a ello el que la rima final
no sea cerrada sino abierta; me explico: el que el poema concluya
con una rima que enlaza no con el verso inmediatamente anterior sino con el que
está colocado tres líneas más arriba, como ocurre digamos en la redondilla, lo
que comunica cierta sensación de apertura… . O quizás mejor dicho: lo que despeja
la sensación de cierre brusco que no disgustaba a López Velarde, quien de cuando
en cuando acababa sus poemas con una rima inmediata.
Entre los
dedos tenemos la punta de la madeja que conduce al mundo, sólo suyo, de David
Huerta. Los puntos suspensivos reproducidos debajo del título de un posible
tercer poema de la serie anuncian su intención de seguir trabajando en su
cuaderno jerezano. No me queda más que pedir encarecidamente que sea verdad.
___________________
El primer retrato de David, hecho el día de la presentación de mi libro en el Museo Tamayo, es de mi hermano José María; copio el segundo de la página de prensa de Conaculta: es de Crispin Hughes y fue tomado en el Poetry Translation Centre. El que reproduzco en estas notas, y en el cual aparece al lado del poeta Gerardo Deniz, fue hecho en las oficinas de Siglo Veintiuno Editores por Eugenia Huerta y pertenece de mi archivo. Las dos fotos del candil son mías.
El ensayo
de David Huerta sobre Ni sombra de
disturbio (Auieo ediciones y DGP de Conaculta, 2014) se llama “El cristal
sabio y la plegaria fiel”. Apareció en la columna mensual, “Aguas aéreas”, que
el poeta publica en la Revista de la
Universidad, en junio de 2015. Puede leerse aquí: http://bit.ly/1BPqdYn
Más sobre
David Huerta en este blog:
Evocación
de Néstor Pelongher, http://bit.ly/1GpA6ft