domingo, 26 de enero de 2014

Wilde en Proust


Estos días, cuando releo por segunda o tercera vez El retrato de Dorian Gray, ahora que finalmente he adquirido los tomos que me faltaban de En busca del tiempo perdido de la edición de Valdemar, se me antoja consultar las ocasiones en que Proust alude a Wilde en su riquísima novela. El resultado me sorprende: solamente una vez y sin escribir su nombre, y la alusión ni siquiera es de orden literario. 
Puedo decirlo con precisión porque acabo de consultar el tercero y último tomo de la más reciente edición española de la novela proustiana, que Mauro Armiño, su responsable, ha titulado A la busca del tiempo perdido, me parece que retorciendo un poco las cosas, y como si el título que hemos lexicalizado a lo largo de décadas no fuera suficientemente afortunado.
Han tenido que pasar trece años desde que compré el primer volumen, por cierto al año siguiente de su aparición en España, para adquirir los dos restantes y colocarlos en mi biblioteca al lado de la edición de Alianza en que leí a Proust por vez primera a mediados de los años ochentas. Además de las siete partes de la obra, la espléndida edición de Valdemar incluye algunos valiosísimos diccionarios e índices de referencias, entre otros el de las relaciones y amistades de Proust, el de los personajes de En busca del tiempo perdido y el de los lugares y obras literarias y artísticas que aparecen mencionados en sus miles de páginas. Según relata Armiño, Proust y Wilde fueron presentados en París en 1891. Un testigo escribió que "se miraron con una curiosidad compleja". Por lo visto, hablaron de literatura inglesa y de Ruskin. Marcel invitó a Oscar a comer a su casa pero el dramaturgo, a quien "no le agradó la decoración ni el mobiliario y menos todavía la perspectiva de cenar con los padres de Proust [...] se despidió en el acto. No brotó la menor chispa de simpatía entre ambos". (2)

La única alusión a Wilde en À la recherche du temps perdu, si es que hacemos caso al especialista español, parece escasa pero es significativa porque ocurre en un notable párrafo de varias páginas sin punto dedicado a indagar minuciosamente en el aspecto social de la homosexualidad. El pasaje vale muchísimo la pena como se dará cuenta quien se decida a echarle un vistazo. 
Es uno de esos momentos típicos de la prosa de Proust en los que para leer hay que retener la respiración, suspender momentáneamente el entendimiento de algunos matices, saltarse de cuando en cuando alguna frase subordinada para seguir el hilo de la narración, y así hasta el remoto punto final, y luego leer las frases intermedias por separado, y por último volver al pasaje completo, ahora de manera continua, poco a poco pero sin dejar de avanzar, esta vez con la respiración acompasada y de acuerdo con el ritmo de la lectura, dejándonos invadir con su extraordinaria plasticidad y capacidad de detalle y grandísima riqueza. 
Un buen ejemplo, en fin, de algo que consigue pasar al español y hace de la lectura de Proust, aun en una lengua que no es la suya, una de las máximas y más gozosas experiencias literarias. He aquí el pasaje, completo. La cita proviene de Sodoma y Gomorra, parte recogida en el segundo tomo de A la busca del tiempo perdido de la edición de Valdemar, páginas 542-544.



[Alusión a Wilde]
Por Marcel Proust, en traducción de Mauro Armiño
Sin honor, salvo precario; sin libertad, salvo provisional hasta que se descubre el crimen; sin posición, salvo inestable, como para el poeta festejado la víspera en todos los salones, aplaudido en todos los teatros de Londres, y echado al día siguiente de todos los hoteluchos sin poder encontrar una almohada donde reposar la cabeza, dando vueltas a la muela como Sansón y diciendo como él:
Les deux sexes mourront chacun de son côté (1)
excluidos incluso, salvo los días de gran infortunio en que la mayoría se congrega en torno a la víctima como los judíos en torno a Dreyfus, de la simpatía –a veces de la compañía– de sus semejantes, a los que dan el disgusto de ver lo que son, pintado en un espejo que, al no favorecerles, denuncia todas las taras que no habían querido observar en sí mismos y que les hace comprender que lo que ellos llamaban su amor (y a lo que, jugando con la palabra, habían incorporado, por sentido social, todo cuanto la poesía, la pintura, la música, la tradición caballeresca, el ascetismo, han podido añadir al amor) derivan no de un ideal de belleza libremente elegido por ellos, sino de una enfermedad incurable; también como los judíos (salvo algunos que sólo quieren tratarse con los de su raza y siempre tienen la boca las frases rituales y las bromas consagradas), huyendo unos de otros, buscando a los que menos se les parecen y menos los aceptan, perdonando sus desaires, embriagándose con sus complacencias; pero, unidos también a sus semejantes por el ostracismo que los golpea, por el oprobio en que han caído, han terminado asumiendo, merced a una persecución semejante a la de Israel, las características físicas y morales de una raza, a veces bellas, a menudo horribles, encontrando (a pesar de todas las burlas con que aquel que, más mezclado, mejor asimilado a la raza adversa, es relativamente en apariencia el menos invertido, hace sufrir a quien ha seguido siéndolo más) un poco de alivio en la frecuentación de sus semejantes, e incluso un apoyo en su existencia, hasta el punto de que, negando incluso que formen una raza (cuyo nombre es la mayor injuria), a quienes logran ocultar su pertenencia a ella los desenmascaran gustosos, menos por hacerles daño, cosa que no detestan, que por excusarse sí mismos, y van a buscar, como un médico la apendicitis, la inversión hasta en la historia, complaciendo en recordar que Sócrates era uno de ellos, igual que los israelitas dicen que Jesús era judío, sin darse cuenta de que no había anormales cuando la homosexualidad era la norma, ni anticristianos antes de Cristo, que sólo el oprobio hace el crimen, porque solo ha dejado subsistir a los que eran refractarios a toda predicación, a todo ejemplo, a todo castigo, en virtud de una disposición innata, tan particular que repugna más al resto de los hombres (aunque pueda ir acompañada de altas cualidades morales) que ciertos vicios inconciliables con ellas como el robo, la crueldad, la mala fe, mejor comprendidos y por tanto más disculpados por el común de los hombres; formando una masonería mucho más extendida, más eficaz y menos sospechosa que las de las logias, porque descansa en una identidad de gustos, de necesidades, de hábitos, de peligros, de aprendizaje, de saber, de tráfico, de glosario, y en la que, hasta los miembros mismos que desean no conocerse, se reconocen inmediatamente merced a unos signos naturales o convencionales, involuntarios o deliberados, que indican al mendigo la presencia de uno de sus semejantes en el gran señor a quien cierra la portezuela de su coche, al padre en el novio de su hija, al que había querido curarse, confesarse, al que tenía que defenderse, en el médico, en el sacerdote, en el abogado a los que se ha dirigido; obligados, todos ellos, a proteger su secreto, pero partícipes de un secreto ajeno que el resto de la humanidad no sospecha y que hace que las novelas de aventura más inverosímiles les parezcan verdaderas; pues en esa vida novelesca, anacrónica, el embajador es amigo del presidiario, el príncipe, con una cierta libertad de modales que le viene de su educación aristocrática y que un pequeño burgués tembloroso no tendría, al salir de casa de la duquesa para reunirse con el granuja; parte reprobada de la colectividad humana, pero parte importante, que se sospecha allí donde no existe, exhibida, insolente, impune allí donde no se le adivina; que cuenta con adeptos en todas partes, en el pueblo, en el ejército, en el templo, en el presidio, sobre el trono; que vive, en fin, al menos una gran mayoría, en intimidad cariñosa y peligrosa con los hombres de la otra raza, provocándolos, jugando con ellos a hablar de su vicio como si no fuese suyo, juego facilitado por la ceguera o la falsía de los demás, juego que puede prolongarse años y años hasta el día del escándalo en que esos domadores son devorados; obligados hasta ese momento a ocultar su vida, a apartar los ojos de donde querrían fijarse, a fijarlos allí de donde querrían apartarse, a cambiar el género de muchos de los adjetivos en su vocabulario, imposición social ligera comparada con la imposición interior que su vicio, o lo que impropiamente así se llama, les impone, no ya ante los demás, sino ante sí mismos, y de modo que no parezca un vicio a sus propios ojos. Pero algunos, más prácticos, más impacientes, que carecen de tiempo para hacer su trato y renunciar a la simplificación de la vida y a esa ganancia de tiempo que puede resultar de la cooperación, han hecho para uso propio dos sociedades, la segunda de las cuales está compuesta exclusivamente por gentes semejantes a ellos.

________________________
(1) Del poema “La colère de Samson” de Alfred de Vigny, http://bit.ly/1f34vja (esta nota es mía).

(2) "Diccionario de Marcel Proust" en A la busca del tiempo perdido, ed. Valdemar, tomo I, página CCXII. Siempre según Mauro Armiño, hay una alusión más de Proust a Wilde: en el libro Contra Sainte-Beuve, a propósito de un personaje de Balzac, Lucien de Rubempré.

El manuscrito reproducido más arriba corresponde a una prueba de imprenta de A la sombra de las muchachas en flor, corregida y complementada profusamente por el novelista francés.

Al lado de estas líneas, Oscar Wilde en los Estados Unidos. Los cinco retratos del escritor irlandés reproducidos en este post son de Napoleon Sarony y fueron hechos en 1882, cuando el autor de El retrato de Dorian Gray estuvo en ese país. La serie completa, o al menos la que puede verse en la red, está en http://bit.ly/MfVL1a


Más sobre Proust en este blog:
El museo imaginario de Marcel Proust, http://bit.ly/y59zUe
Mi carta de Proust, a subasta, http://bit.ly/UthPFD
En busca del tiempo perdido: tres pasajes inolvidables, http://bit.ly/1jixguY

domingo, 19 de enero de 2014

Un poema de 1991


Juro que no me explico cómo sobrevivió. Lo que está claro es que durmió en computadoras sucesivas, desperezándose al mismo tiempo que algunos congéneres que tuvieron mejor suerte y desaparecieron para siempre, para dar un brinco somnoliento entre sus discos duros. Lo escribí durante una clase de teoría literaria en inglés que se proponía leer Heart of darkness desde todos los puntos de vista: historicista, formalista, estructuralista, feminista, deconstructivista, etc. El objetivo de semejante empresa no era otro que interpretar la novela de Conrad, y en particular uno de sus pasajes más famosos ("The horror! The horror!"), echando mano de cuanta teoría pudiera ofrecerse, sin importar que viniera a cuento o no, se planteara de manera forzada, caprichosa o absurda.
La bibliografía del curso contemplaba un libro único, una edición crítica de la propia novela que conservé un tiempo y que por desgracia, siempre necesitado de espacio, acabé regalando no sé ni cuándo ni a quién. De pronto, como es natural, me interesa volver a hojearlo y decido buscar en la zona más inaccesible de mi biblioteca para ver si de milagro, de esos que están consignados en Palinodia del rojo, la memoria me ha jugado una pasada y a pesar de todo esté. En vano. Una pesquisa rápida en internet me hace pensar que el libro ya no está en catálogo vigente, o no al menos con la portada con la que circulaba en las universidades norteamericanas hace poco más de dos décadas. Recupero el poema, inédito hasta hoy, como una curiosidad de otros tiempos.

Poema que escribió cuando la clase se ponía repetitiva y necia (en la segunda estrofa habla el Horror)
A Xavier Pascual Aguilar, madrileño que fue de Pensilvania

Después de repetirlo hasta el cansancio,
“¡el horror, el horror!”
    ya no es el mismo término,
porque el Horror, 
para mala fortuna de algunos merolicos
—tales como bardianos focultianos derridianos—
en un descuido de ésos
         se nos vuelve
flor, y tan pronto como arroja pétalos
desmiente, es otra cosa,
                                       y en busca de otros cielos
nos priva del favor, del hecho mágico
de cada vez tener significado.

“Si Ud. quiere le puedo presentar
a unos parientes míos”,
me dijo Horror un día,
                                   “como mi hermana
Consternación y mi cuñado Espanto;
célebre tío mío es Don Temblor
De las Rodillas, gracias
                                    a un famoso
Tratado de las Rótulas
de veras aplaudido hace unos lustros;
Pavor es el marido de mi tía
Fobia.
          Alguno de ellos debe ser
por quien Ud. pregunta.
                                      No soy yo.
Además al tal Kurtz ni lo conozco.”

_____________________
Tomo el retrato de Conrad, que es de Hulton Getty, de la página en la red de The Guardian: http://bit.ly/RR7nsy

En la foto que acompaña estas líneas, y que tomé yo mismo, puede verse a Xavier Pascual Aguilar en el invierno de 1991, año en que nos conocimos en la Universidad de Bucknell, en Lewisburg, Pensilvania.

Más poemas en este blog:
Milagro en el supermercado, http://estepais.com/site/?p=21731
Milagro en la playa, http://bit.ly/W7y222
Dos poemas de Palinodia del rojo citados por Eduardo Casar, http://bit.ly/VIxLGn
A la señorita Piedad Aguilar, al volver de un viaje, http://bit.ly/1hm8Tyz
Tres poemas de El ciclismo y los clásicos, http://bit.ly/Ucscgb



domingo, 12 de enero de 2014

Menache


En cuanto suelto en Facebook que estoy en contacto con él, un auténtico alud de antiguos amigos, de la mayoría de los cuales no he sabido nada en décadas, me asalta con diversos niveles de vehemencia y premura para solicitarme sus datos. Todos quieren saber su paradero, escribirle unas líneas, hablarle por teléfono.
Lo entiendo perfectamente: desde el momento en que lo conocí en la preparatoria hace más de treinta años, me di cuenta de su grandísimo carisma, y ahora que nos hemos reencontrado, casualmente primero hace tres años en el vestíbulo de la Sala Nezahualcóyotl, y luego una y otra vez para oír música o comer y beber, y por último para hacer un largo viaje en coche cargado de simbolismo, confirmo que la primera de sus virtudes sigue intacta en él.
Menache conserva además ese cierto aire de misionero iluminado del siglo XVI, poco menos que arrebatado por su idea del mundo y sus visiones, pero la edad le ha echado encima una serenidad que hace que parezca más bien un filósofo sin época definible o precisa, un viajero del tiempo sin más raíz ni destino que su propia interioridad, invariablemente metido en una camisa de manta con un caballito de mezcal o un café en la mano, que prodiga sus muchos saberes desde la complejidad de su espíritu y la sencillez de su conversación. 
Menos todavía ha cambiado su mirada: los ojos claros, chispeantes y llenos de inteligencia, enmarcados por una sonrisa que nunca se desdibuja en su cara y una capacidad de sorpresa y entusiasmo que nunca dejan de sorprender.
Ya allá en 1981, cuando ambos teníamos quince o dieciséis años, Menache destacaba por la claridad de su pensamiento en el ambiente un tanto plúmbeo de la escuela marista en la que estudiábamos. Entre otras cosas, se declaraba indigenista acérrimo y se refería con risueña indignación al imperdonable crimen que habían cometido los españoles contra la civilización mexica. 
Por si fuera poco, manifestaba su gusto por la lengua náhuatl, a cuyo estudio se dedicaba desde mi punto de vista de entonces como una excentricidad. (Pasados unos años, por supuesto, me di cuenta de que él era el único sensato, el único que tenía razón.) Si nunca estuve en su casa, en unas de esas dilatadas partidas de póker que evocan otros amigos, recuerdo que era un gran melómano y que releía Pedro Páramo todos los años al acercarse el día de muertos.
En contra de lo que aconseja el vulgar sentido común, Menache abandonó hace no mucho una brillante carrera diplomática que lo llevó a vivir en lugares como Pekín, Dubai y La Habana para volver a la Facultad de Filosofía y Letras, en donde actualmente estudia el doctorado con una tesis que intenta penetrar en el significado del Códice Borgia, quizás el más portentoso de todos los documentos mexicanos antiguos, echando mano de sus experiencias con el peyote y los hongos –aquello que Wasson llamaba, me parece que con expresión afortunada, “enteógenos”, algo así como "el dios adentro de nosotros"–. Al revés de lo que pudiera pensarse, Menache dio en la Universidad con una serie de maestros sensibles a su heterodoxo acercamiento, y sus ideas han encontrado felizmente eco.
No mucho después de reencontrarnos tuve la oportunidad de confirmar cómo su magnetismo se ha mantenido tal y como era a principio de los años ochentas. Como Mario González Suárez, director de Escuela Mexicana de Escritores, comentara en una junta de planeación que necesitábamos un maestro de mitología mexicana, me permití proponer su nombre. El resultado fue aun más positivo de lo que yo mismo pude calcular: la llegada de Menache a la escuela supuso una pequeña revolución, y los estudios de temas prehispánicos cobraron de pronto un enorme interés en la comunidad de escritores de la que formamos parte. 
Mi viejo amigo ha contagiado su pasión de las más diversas maneras, propiciando lecturas, discusiones y viajes entre un círculo creciente de seguidores que lo consideran como lo que es, un genuino maestro. A últimas fechas, el grupo de sus primeros alumnos de la EME, encabezado siempre por él, dedica largas reuniones fuera de clase a estudiar con detenimiento los textos y las ilustraciones del Libro Rojo de Jung.
El día que nos encontramos en la Sala Nezahualcóyotl, de manera inopinada, sin más preparativos ni prólogos, me invitó a acompañarlo a Huautla, a donde va una o dos veces todos los años desde hace más de una década, y unas semanas más tarde emprendimos el viaje. De lo que viví de camino a la sierra huautleca y mi experiencia nocturna en el pueblo de María Sabina, así como en general de mis propios experimentos con los hongos, hablaré en un post futuro. 
De momento baste con contar que “velamos” en la casa de su amigo José Luis García, uno de los chamanes de Huautla a los que había retratado Juan Miranda en los años noventa y que aparecieron en el libro que yo edité en 1997, Curanderos y chamanes de la sierra mazateca (Gatuperio Editores).
Lo más curioso de mi reencuentro con Menache tardó en llegar: hace sólo unos días encontré un poema que escribí en 1999, del que redacté las primeras líneas al despertar de un sueño, y en el cual, como me doy cuenta ahora y había olvidado, aparece mi amigo entre otros conocidos de los tiempos de la preparatoria. El texto, que ahora no me parece tan defectuoso como cuando tomé la decisión de mantenerlo inédito, refiere la muerte de un compañero nuestro que ocurrió casi delante de mis propios ojos. El mismo Menache, que no deja de percibir la parte inquietante del asunto, hace la cuenta: si nos dejamos de ver en 1982 y nos reencontramos en 2011, el sueño ocurrió cuando llevábamos unos 17 años sin vernos y poco más de una década antes de volvernos a ver. Lo que aduzco como prueba irrefutable de que mi entrañable colega ha estado vivo en mi recuerdo todo este tiempo, cosa que él parece aceptar.

_____________________
El retrato en el que Menache posa delante de una pared de piedra, igual que el que ilustra estas líneas, es de Mario González Suárez. Las fotos en blanco y negro proceden de la memoria del curso 1981-1982 del Centro Universitario México, de la que conservo un ejemplar. La foto en Huautla de Jiménez, Oaxaca, es del 26 de agosto de 2011.

Más sobre Eduardo Menache en este blog:
Códice Borgia, lámina 61 (detalle), http://bit.ly/1ixJ1NM
Alejandría (1986-1989), http://bit.ly/1cPgFw9
Sábado de junio, http://bit.ly/1exBY4F