viernes, 26 de enero de 2018

Calcomanías de Juan Almela

Se hizo de la costumbre durante los últimos años de su vida: su hija Elsa le conseguía las planas de las calcomanías en Lumen y él se dedicaba a pegarlas en las portadillas de sus libros, como una pequeña travesura infantil. 
La semana pasada, de unos libros que estuve a punto de donar, rescaté una serie de volúmenes en miniatura que ya no me acordaba que él me había regalado. La amiga a la que le hacía yo la donación, por cierto para un fin algo más que loable, abrió uno de ellos, nada menos que una vieja edición española del Cándido de Voltaire, y saltó a las risas: ¿qué hacía, en las primeras páginas de una edición de 1925, la calcomanía de un panda?
Aun sin recordar el momento exacto en el que Almela me regaló ese libro, reconocí de inmediato su gesto, el sentido del humor que envolvía ese gesto, la visión del mundo que había en el corazón de ese sentido del humor. Por lo que alcanzo a recordar ahora, y las fechas de esas ediciones, estoy ahora casi seguro de que pertenecieron al padre del poeta, Juan Almela Castell, quien los heredó a su hijo. El asunto me animó a escribirle a mi amiga Elsa Almela para preguntarle por esa curiosa costumbre de su padre. Esto es lo que ella acaba de contestarme:
Elsa Almela y yo, al final de la charla sobre su padre en la que ambos participamos en la Universidad de Alcalá de Henares en octubre de 2016. Foto: FF
Todo empezó, según recuerdo, cuando mi sobrina era una niña de 3 años y era fanática de las calcomanías de todo tipo. Un día de aquellos llegaron ella y mi hermana con un montón de pegotes que habían comprado en Lumen, y recuerdo que le regalaron a mi papá un sobre con 3 planillas de calcomanías felinas. Y de ahí mi papá siempre de los siempres me encargaba calcomanías de Lumen. Llegué a comprarle la mayoría de gatos, obviamente. Un día fui y no había de gatos, así que le compré de delfines, de mariposas, de ranas… No importa qué animal fuera, pero tenían que ser de animales, eso sí. Yo veía que las pegaba en sus libros, junto a la firma, pero desconozco si los libros elegidos eran al azar o si pensaba tal título para alguna calcomanía en especial. Aún ahora cuando abro un libro, veo la calcomanía”.
Recuperados, mi amiga y yo, de las risas que nos produjo la imprevista aparición del panda, y contando con la entera comprensión de ella, aquellos pequeños volúmenes que originalmente formaban parte de mi donación fueron devueltos a mi biblioteca. Así, mientras escribo, los libritos yacen tranquilamente en el denizario que ocupa un respetable lugar en mi librero, y en el que, por cierto, hay de todo: desde las primeras ediciones de los libros de Almela, naturalmente, hasta algunas curiosidades como su traducción de Tagliavini, su ejemplar de Todos fuimos culpables de Simeón Vidarte o las ediciones modernas de los libros que escribió su padre. He aquí una muestra de esas portadillas “intervenidas”, en las que puede sentirse el espíritu lúdico e imperecedero de Gerardo Deniz.




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Foto: FF
Más sobre Juan Almela / 
Gerardo Deniz en este blog:
Quince razones para asomarse a De marrashttp://bit.ly/2bmYunI
Deniz en Buenos Aires, http://bit.ly/1N37oAb
En sus 80 años, http://bit.ly/1sDZm8f
Su vida con el Fondo (de Cultura Económica), http://bit.ly/1TNgNSM
Noticias “recientes”, http://bit.ly/V95VkF
Deniz anota a Neruda, http://bit.ly/2G9MzaZ
Sobre Red de agujeritoshttp://bit.ly/12RrW9H
Cómo y cuándo nació el seudónimo, http://bit.ly/1RTMiXd


viernes, 19 de enero de 2018

Alberto Kalach: dos cabañas frente al mar

¿Para qué sirve la arquitectura? Algo que no me esperaba me arrebató violentamente la felicidad apenas el segundo día de 2018 y me llenó de un intenso dolor. Aunque no tenía ganas de nada, proseguí con el plan que había previsto y viajé a la costa de Oaxaca a conocer las dos cabañas que acaba de construir Alberto Kalach.
Durante cuatro días y tres noches realicé una áspera inmersión interior para la cual el sol, el mar y los espacios móviles y flexibles de las cabañas de mi amigo sirvieron de acompañamiento. También, en cierta medida, de curación. Aunque la tristeza no me ha abandonado, la estancia a la orilla del mar y el estímulo del trabajo de mi amigo arquitecto me han servido para devolverme al camino, lastimado pero entero. Estos días empiezo a redactar un texto que formará parte de un ambicioso libro que se prepara sobre su obra.
El lugar es una enorme playa de mar abierto extendida de oriente a poniente, un arenal poblado de vegetación actualmente casi vacío que aloja apenas dos referentes, distanciados entre sí: la Casa Wabi, del arquitecto japonés Tadao Ando, y el Hotel Escondido. Hacia el extremo poniente de la playa, Kalach levantó dos cabañas que han resultado una verdadera declaración de principios. Su propósito es establecer un diálogo cabal con el clima y los materiales locales; como consecuencia de ello, un intento de entender cuál es la manera más apropiada y perdurable de ocupar armónicamente el lugar. 
Así, además de trazar las cabañas, Kalach ha redibujado el jardín que las envuelve, haciendo una composición espontánea y llena de intenciones que se propone mantener la feracidad e incluso la acritud característica de la vegetación de la zona. No menos que todo esto, le ha servido de referente e incluso de contrapunto la propuesta del famoso arquitecto japonés, que ha levantado en el ardiente trópico mexicano, literalmente sobre la arena, un esplendoroso palacio de concreto.
La cabaña es una caja de madera de planta rectangular de siete por catorce metros, montada sobre una plataforma ligeramente separada de la arena por ocho pilotes de concreto. No sólo está levantada a casi un metro de altura, como un hórreo, sino que puede abrirse a los cuatro vientos: por los lados largos del rectángulo, con puertas corredizas de madera de palma; por los cortos, con puertas plegables del mismo material. El efecto combinado de la distancia del suelo y los espacios aireados por todos los costados da a la cabaña una sensación de ligereza que evoca la de una embarcación. Además, como la plataforma es más extensa que la caja habitable, por los cuatro lados del perímetro corre un pasillo exterior que rodea la cabaña, por el cual se puede circular como si fuera la cubierta de un barco.
Lo más notable de las cabañas es la manera en la que Kalach ha resuelto el techo. La natural necesidad de inclinarlo para recibir las aguas de la lluvia lo llevó a proponer una solución que se nos aparece, vista desde afuera, como colmada de encanto. Las dos vigas dobles que sostienen de manera longitudinal la cabaña por debajo, las que están asentadas sobre los pilotes encajados en la arena, tienen su correspondencia con las dos vigas dobles que reciben la techumbre. 
Estas vigas están dispuestas con inclinaciones opuestas, de tal forma que el techo sufre una suerte de torsión, que es la firma más graciosa y aun hermosa de la fábrica. El resultado es parecido al de una txapela vasca sobre la cabeza de un hombre de campo que mira al mar: ligeramente más abierta del lado por el que nace el día, cuando la naturaleza misma, incluso en la costa de Oaxaca, pide el calor del astro mayor y la cabaña exige un baño de luz; y cerrada ligeramente por el lado por donde se mete el sol, para protegerla cuando el fuego del trópico arroja sus llamaradas más inclementes.
Parte de lo más admirable es que las cabañas, observadas desde lejos, apenas asoman por encima de la vegetación, cumpliendo de esa manera con el objetivo implícito de la filosofía que las sostiene, el de ser lo menos invasivas del entorno. Es más, vista del lado de la rompiente, con el mar a nuestras espaldas, la línea de la torsión de la primera cabaña, que está adelantada respecto de la segunda, hace un ligero retoque a la unánime línea del horizonte al grado de casi pasar completamente desapercibida (como se aprecia en la foto).
Cada cabaña tiene previsto un cajón de agua, que hará las veces de pileta. La primera cabaña, en la que yo me quedé, fue hecha con un cierto sentido experimental; algo salió mal y lo que iba a ser el cubo de agua quedó convertido en un estanque de ranas. 
La primera noche, aunque casi no pude dormir, las advertí apenas; las dos noches que siguieron tuve que oír los incesantes reclamos o gozos o lamentos de las ranas, que se mostraron en cambio bastante frías con respecto a lo que estaba pasando en mi interior. A la luz del día, en cambio, cuando tuve tiempo y disposición para escuchar sus historias, ellas optaron por mantenerse casi siempre en silencio.
A lo largo de mi duro diálogo interior, varias veces me pregunté, en ese lugar y en aquellas condiciones, sintiéndome como me sentía, para qué sirve la arquitectura. La misma pregunta se mantuvo en mi cabeza cuando visité la Casa Wabi, en el extremo opuesto de la playa. No olvido que Kalach dice algo al respecto a Juan Palomar, en la entrevista que también formará parte del libro en proceso: sirve para exaltarnos, para hacernos sentir bien, para sacar lo mejor de nosotros. Yo me lo pregunto al reflexionar sobre la cabaña de Kalach, ahora que he habitado su singular espacio levantado sobre la arena, a unos metros de distancia del lugar en el que rompen las olas, en medio del jardín ideado para envolverla. Puedo responderme, al menos en principio, que regresé aliviado de las horas difíciles y solitarias que pasé en ella. Y acaso pueda añadir algo más en el futuro inmediato, aunque me doy cuenta de que, por el momento, debo meditarlo un poco más. Me adelanto a las conclusiones para compartir algunas de las fotografías que tomé esos días.

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Kalach, ca. 1986.
Foto: FF
Todas las fotos que aparecen en este post son de mi autoría. Queda prohibida su reproducción, si no es con permiso expreso.

Más sobre Alberto Kalach en este blog:
Barragán, el hombre libre, http://bit.ly/2pShTlB
Un jardín para Luis Barragán, http://bit.ly/2moCVHq
Una foto de Alberto Kalach, http://bit.ly/1oaQvyR
La obra maestra de Carlos Mijares, http://bit.ly/1pVjqTH
Recados memorables, http://bit.ly/1zOOkzz