viernes, 28 de marzo de 2014

Martha Canfield analiza “Mi prima Águeda”


Se trata de un género de análisis admirable: especializado pero al mismo tiempo imaginativo y profundo. Hace mucho, pero no tanto como para que tenga que remontarme a los tiempos en que descubrí el poema, sino un poco después, cuando me fui dando cuenta de la grandísima riqueza que hay en sus versos y que no se percibe a las primeras de cambio, quise ensayar una lectura como la que hace Martha Canfield de “Mi prima Águeda”, uno de los trabajos más carismáticos y conseguidos del primer López Velarde (http://bit.ly/1mxyA16). Vi, por supuesto, su arranque naturalísimo, como de prosa; vi la profusión de apariciones de la letra “o”, subrayadas por el uso de la expresión “la o por lo redondo”, y el sabio uso del resto de las vocales y las consonantes; vi el deseo y la carnalidad ocultas en el luto de la prima de los ojos verdes y las mejillas rubicundas. 
Pero no me di cuenta de muchísimas otras cosas más que la especialista de origen uruguayo nacida en 1949 y radicada en Italia desde hace largos años, señala con nitidez y tino perfectos. Los amigos de este blog a los que no les interesa la poesía, quienes quizás todavía no me perdonen que hace sólo dos semanas haya publicado el trabajo de Dámaso Alonso sobre el endecasílabo, me permitirán que dedique de nuevo la entrega semanal de Siglo en la brisa a mis alumnos del curso introductorio de poesía de la Escuela Mexicana de Escritores. El texto que sigue no es más que un par de páginas del imprescindible libro de Canfield sobre el gran poeta mexicano, La provincia inmutable (Ensayos sobre la poesía de Ramón López Velarde) que circula en la red al menos en dos versiones, una en línea, de donde tomo este fragmento, y otra en pdf.

[Sobre “Mi prima Águeda”]
Por Martha Canfield
El poema dedicado a la prima es uno de los más famosos de López Velarde y sin duda una de sus mayores realizaciones. […] Se trata de una silva arromanzada, variedad métrica típicamente modernista. Presenta sin embargo la inserción de dos versos casi consonantes (“sonar intermitente de vajilla” y “luto, pupilas verdes y mejillas”) que interfieren en la cuenta de los pares rimados. La sostenida asonancia en o-o y la repetición masiva de esta vocal, reiteradamente asociada con la i, en sílabas vecinas, en hiato o en diptongo, dan a todo el texto el efecto tímbrico de una grave sonata monocorde.
Véanse, por ejemplo, los vocablos de la rima:nOsOtrOs, cOntradIctOrIO, ceremOnIOsO, pavOrOsO, sOnOrO, calOsfrÍOs, IgnOtOs, pOlIcrOmO, etc.; y el verso metalingüístico «Y cOnOcÍa la O pOr lO redOndO”. Nótese también el uso de la rima interior en los siguientes vocablos y sintagmas oxítonos: almIdÓn(repetido dos veces), la O, cOrredOr, la vOz. Así, todo el poema resuena como una prolongada interjección, una ¡oh! de admiración y desconcierto ante la naturaleza contradictoria e inquietante de la prima.
Por lo que se refiere a la organización métrica del poema, es notable que todos los versos, excepto el décimo y el último, están acentuados en 6º TN. Eso homologa la cadencia de los endecasílabos y los heptasílabos. A veces parece existir sólo el acento de 6º (“con un contradictorio”) y a veces se combina con uno de 1º que no hace más que destacar el otro (“Águeda aparecía, resonante”; “y Águeda que tejía”; “mansa y perseverante en el sonoro”; “Creo que hasta la debo”). Esta regularidad rítmica se matiza con la introducción de los agudos en posición de cesura (almidón, la o, corredor, de la voz), con el arranque muy lento, con la disonancia de un único endecasílabo a minore (el décimo) y con la tonificación de algunas AN (notoriamente la del último verso). El poema parte, efectivamente, con la lentitud parsimoniosa de un verso esdrújulo (el único en toda la composición), que pone en evidencia el nombre propio de la joven, y que cuenta además con tres sinalefas, las cuales agregando tres sílabas lo moderan aún más; la á tónica de Águeda, absorbe la segunda sílaba de «prima» (ma) y atoniza la primera […]
Mi madrína invitába a mi príma Águeda
Es tal vez esta lentitud del arranque, unida a un obstinado uso del encabalgamiento, lo que hace pensar a Phillips que el poema tiene un ritmo de prosa. Empero una urdimbre tan refinada, tan rica de contrapuntos musicales –como veremos todavía– excluye que este ritmo pueda acercarse al de una prosa. Lo que sucede es que no se trata de un ritmo mecánico, rígido, exterior o sobrepuesto a la sintaxis, sino que fluye del mismo concatenarse de las imágenes y de los versos más largos o más cortos, según un diseño que obedece a la pronunciación del deshilvanarse tranquilo y afectuoso de la memoria.
El adagio se debe entonces al distanciamiento de quien evoca y no a la imagen evocada, en la cual la calma (“mansa y perseverante”, “penumbra quieta”) aparece preñada de inquietud (“pavoroso luto”, “calosfríos ignotos”, “costumbre […] insana”). En Águeda es contradictorio algo más que el almidón: ella representa la polaridad “castidad-libídine”, la dualidad “cuerpo-alma”, “tentación de la carne-memoria de la muerte”. La segunda estrofa la describe: de su luto pavoroso protegían sus ojos verdes y sus mejillas rubicundas. El verso décimo es un bicesurado de 4º y de 6º:
mè protegían cóntra el pavoróso
La pausa predominante se hace entonces en el verbo, protegían, marcando una nota ya anunciada por las precedentes consonancias (día, aparecía) y prolongada en las siguientes (día, tejía). Estas consonancias –entre las cuales protegían no constituye imperfección sino un alargamiento más de la rima ía en la nasal, como si fuera un acorde que hace durar la nota– tienen todavía otra correspondencia en las asonancias internas que preceden (madrina, prima, mejillas) y en las internas y externas que siguen (iba, vajilla, prima, pupilas, mejillas). Ese largo acento de 4º, prolongado en las correspondencias vistas, único en todo el poema y además destacadísimo, constituye un verdadero escudo de protección para el yo poetizador, detrás del cual se agolpan las oes de lo inquietante: “el pavoroso luto”.
Al retrato de Águeda se sobrepone un verso agudo, también éste único en toda la composición (“luto… Yo era rapaz”), con el cual se presenta al antagonista definiéndolo con un vocablo ambiguo, ejemplo de homonimia absoluta: “rapaz” significa por una parte, como derivado de rapar según la Academia, “muchacho de joven edad”; y por otra, como procedente de rapax-acis, es un sinónimo de “voraz”. El primer verso del poema, un endecasílabo esdrújulo, servía para convocar lentamente a Águeda, para renovar su presencia que dura en el tiempo. Este verso, en cambio, un heptasílabo agudo, sirve para presentar la apresurada ansia del muchacho y su breve experiencia, todavía limitada a las formas. Él, en efecto, como dice en seguida, “conocía la o por lo redondo”. No sería justo reducir a una interpretación unívoca la multiplicidad expresiva de este otro verso. Se puede, no obstante, recordar con Bachelard que “el ser redondo difunde la calma de toda redondez” y que “todo lo que es redondo atrae la caricia”. La ecuación se verifica en López Velarde que a menudo asocia lo redondo a lo sensual: así, en Mi corazón se amerita, ese corazón que se desea arrojar a la hoguera de la fruición, adquiere la forma de un disco. Águeda es, por lo tanto, un objeto redondo que atrae las caricias. Pero la caricia es postergada por el escalofrío y la calma así se quiebra. Águeda es la prima: un fruto prohibido. Y sus vestidos negros subrayan a la vez la prohibición y el encanto de lo que mal esconden. Se sabe que el primer objeto sexual del niño es siempre un objeto prohibido (y por lo tanto incestuoso), puesto que se trata de la madre o de la hermana. Águeda tiene de las dos.
En la tercera estrofa aparece la semiconsonancia en illa:illas y una intensificación de la i (“un quebradIzo / sonar IntermItente de vajILLA / Y el tImbre carIcIoso / de la voz de mI prIma”), acompañada por una aliteración con base tin (in, te, ten, tim) que mima el sonido de la vajilla y de la voz de Águeda. Se diría que Águeda se identifica con los objetos del universo que el niño va descubriendo. Ella es la vajilla, pero también el armario: es algo oscuro, severo y temible, que asimismo esconde delicias turbadoras. La musicalidad de la composición se intensifica con las asonancias internas (iba, prima, pupilas) y con la serie de consonancias que contribuyen a la homogeneidad tímbrica: prima (repetido tres veces); día - aparecía - protegía(n) - tejía; luto (repetido tres veces); contradictorio - refectorio; Águeda (repetido cuatro veces).
[…] Desde el punto de vista semántico, el discurso se organiza aquí según un principio típicamente poético, distinto del principio que ordena un normal discurso de prosa. Este principio, como lo define Agosti, “non è piú quello della progressione dei significati verso una loro conclusione (soluzione) ‘lógica’, quanto quello della non progressione dei significati medesimi; in poesia il senso ‘ritorna’ su se stesso, conferma indefinitamente una ipostasi iniziale [...] tramite il gioco complesso delle analogie o delle identitá”. (1) En efecto, de principio a fin, se trata de lo contradictorio en Águeda y de los escalofríos que provoca esa contradicción. Águeda es una lujuria de colores que el “luto pavoroso” no logra esconder del todo. Águeda se presenta austera y negra y su misma austeridad vuelve más arrebatadoramente tentadora la fruta en sazón que asoma de sus vestidos: “ojos verdes”, “mejillas rubicundas”. Porque finalmente Águeda es como un armario de ébano añoso que esconde un cesto policromo de manzanas y uvas. Águeda es Eva ofreciendo la manzana de sí misma.
En el endecasílabo final podría haber una cesura lírica (anómala y arcaica) de 3º TR, como en otros versos de López Velarde (“Suave Patria, vendedora de chía”; “de milagro, como la lotería”). […]
en el ébano dé un armario añóso
[…]

Tomado de La provincia inmutable (Estudios sobre la poesía de Ramón López Velarde) de Martha Canfield. Biblioteca Virtual Cervantes.

(1) “ya no es el de la progresión de los significados hacia su propia conclusión (solución) ‘lógica’, sino el de la no progresión de los significados mismos; en la poesía, el sentido ‘vuelve’ a sí mismo, confirma indefinidamente una hipóstasis inicial (…) por medio del juego complejo de las analogías y las identidades.” Gracias a Marco Perilli por la traducción.

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“Mi prima Águeda” puede leerse en http://bit.ly/1mxyA16

Por atmósferas, por coincidencias cronológicas, desde hace mucho se relaciona la obra de López Velarde con la de Julio Romero de Torres, de quien tomo el óleo titulado "Amor místico" para abrir este post. Como todo el mundo sabe, el pintor cordobés tiene una obra llamada "La Fuensanta". Sobre ese asunto, véase "El camino de la pasión", el ensayo de Octavio Paz sobre el poeta mexicano.

La foto de Martha Canfield es de Pascual Borzelli. 

Otros libros de Martha Canfield (Montevideo, Uruguay, en 1949): “El patriarca” de García Márquez, arquetipo literario del dictador latinoamericano, 1984; Configuración del arquetipo, ensayos de literatura hispanoamericana, 1988 y El diálogo infinito: una conversación con Jorge Eduardo Eielson, 1995. En italiano ha preparado varias antologías poéticas: Idea Vilariño, La sudicia luce del giorno, 1989; Jorge Eduardo Eielson, Poesía scritta, 1993; Álvaro Mutis, Gli elemento del disastro, 1997; y Mario Benedetti, Inventario, 2001.

Más sobre López Velarde en este blog:
Joya inadvertida, http://bit.ly/1ggNc03
Alfonso Camín en la muerte de López Velarde, http://bit.ly/1j1hHJt
El candil (imágenes), http://bit.ly/1hpixv4
Luis Mario Schneider, http://bit.ly/1fEvsw4

miércoles, 19 de marzo de 2014

Yamita: fotos curiosas


Casi todas son inéditas y aun diría que todas si exceptuamos las que publiqué en Facebook y Twitter. Con la cámara siempre a la mano, las fui haciendo a lo largo de los dos años y medio de nuestra felicísima convivencia, que se cumplen estos días. En ellas se cuentan algunos curiosos momentos de los muchos que han llenado la historia de nuestra amistad. La primera foto de la serie no es mía sino de Fernanda Romandía, y quien aparece en ella es su hijo Santos, primer dueño de Yamita. Salvo las dos que hice en la azotea de mi casa, tomadas con una Fijifilm XF1, y las dos de la pantalla de la televisión, hechas con mi celular, las instantáneas que conforman este post fueron conseguidas con una pequeña Canon S100.

Yamita: fotos curiosas 
Esta preciosa foto es una de las primeras que hay de Yamita. La tomó Fernanda Romandía –en cuya casa nació la gatita a principios de septiembre de 2011–, el día que decidió llevar al veterinario a uno de los seis de la camada y la escogió precisamente a ella. Los ojos de Santos, que levanta la bolsa como para asomarse a su interior o mostrarla a la cámara, hacen eco con los suyos, apenas entreabiertos; es la misma réplica que produce la luz de la calle sobre la frente de ambos.

Mucho tiempo después de tomar esta foto di con ella en uno de los álbumes que conservo con imágenes de la gatita. Fue entonces que le encontré una belleza que antes no había advertido.

Este estupendo bostezo quizás sea una manifestación de lo que producen en Yamita mis intereses genealógicos familiares. Quien aparece en la foto enmarcada es mi abuelo paterno Santos Maximino Fernández Bueno, bisabuelo de Santos Álvarez Romandía, primer amo de ella.

Excusado.


Entre las cosas que mi amigo Jorge Martínez Bolívar me sugirió conseguir para recibir en mi casa a la gatita mencionó una caja de cartón. Pronto supe por qué.


Mientras veía yo uno de los capítulos de Berlin Alexanderplatz, la fascinante serie televisiva de Fassbinder, Yamita escuchó el canto del canario que alegra la triste recámara de su personaje principal, Franz Biberkopf. Interesadísima, saltó al mueble de la televisión. La primera foto da cuenta del hallazgo; la segunda, de lo que hizo a continuación: se levantó en las patas traseras para echar un vistazo al interior de la jaula.

Garrita más que Yamita.


Tengo muy observado que la decisión de meterse entre las cobijas de mi cama está relacionada con la búsqueda de la oscuridad y no del calor. Ni siquiera en las noches más frías de los dos inviernos que hemos compartido, se le ha ocurrido introducirse entre ellas buscando calentarse. Lo curioso es que jamás lo hace si estoy en la casa, y nunca lo ha hecho de noche. En una ocasión abrí la cama y encontré el delicioso rastro de sus garras en la cobija interior, que dan cuenta del camino que usó para abandonarla.

La máxima de todas las pasiones de Yamita es el agua. En otra ocasión me extenderé en ese curioso aspecto que sorprende a amigos gatófilos y veterinarios. De momento aquí una escena que se repite varias veces al día.

Gato y ratón.

La imagen que tuve durante algún tiempo de fondo de pantalla de mi computadora produce una simpática impresión de transparencia. Las rayas que el sol proyecta sobre la escena a través de las persianas de mi estudio ayudan al éxito del efecto.

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Más sobre Yamita en este blog:
Un año de Yamita Monogatari, http://bit.ly/PMM7Vy
2013 en diez imágenes, http://bit.ly/1ehGdEj

Fernanda Romandía en Siglo en la brisa:


miércoles, 12 de marzo de 2014

Elogio del endecasílabo


En un par de búsquedas no veo el famoso ensayo en la red, así que decido transcribirlo pensando en mis alumnos del primer curso de poesía de la Escuela Mexicana de Escritores. La idea es que sirva de apoyo a mi exposición sobre las virtudes del endecasílabo, esa extraordinaria aportación del Renacimiento que tardó un par de siglos en ser adaptada correctamente al castellano (si el adverbio paupérrimo puede avenirse en algún sentido a la poesía de Garcilaso), pero también, a escasas dos sesiones de entrar al estudio del octosílabo, para que me ayude a mostrar de la manera más gráfica posible la diferencia entre la naturaleza de los dos géneros de verso. 
Tomo el elogio damasiano de mi ejemplar del valiosísimo De los siglos oscuros al de Oro que cayó en mis manos una tarde feliz de Donceles. Una vez que lo acabo de usar, tomo la precaución de dejarlo a mano porque muy pronto publicaré en Siglo en la brisa ese otro maravilloso ensayo que tampoco veo en línea y que también forma parte de su índice, “La bella de Juan Ruiz, toda problemas”, sobre una célebre descripción femenina del Libro de buen amor. No todo lo dice Dámaso, que me parece que el elogiar el verso de once sílabas todavía deja algunas virtudes en el tintero, pero lo hace de una manera tan límpida y emocionada que vale siempre la pena volver a él.

Elogio del endecasílabo
Por Dámaso Alonso
A José García Nieto

¿Qué era lo que llegaba de Italia?
Un nuevo, maravilloso instrumento: el endecasílabo.
Del siglo XV nos habían quedado el octosílabo y el verso de arte mayor.
El octosílabo estaba maduro ya, tras la larga lección de los cancioneros. Verso ligero y gracioso, mas con insospechadas metamorfosis. Mímica ardilla, aquí, rápida, inasible; si se detiene un instante es para concentrar una hiriente agudeza. Breve barquichuelo siempre, pero allá adaptable en lentos meandros al demorado fluir de la narración. O deslumbrante juego de felices arcaduces que voltean, chispeando, ligeros afectos de gracia, delicadezas de amor. 
¡Oh, sí!; el octosílabo se adapta tan bien a las medidas humanas, que en muchas lenguas se produce y en muchas lozanamente vive. Sí, y, sin embargo, unido a la entrañada tradición popular en que nacimos, ¡le sentimos tan nuestro!: octosílabo nuestro, profundamente hispánico, en el romance y en las canciones secularmente filtradas, íntima vena de nuestra eterna expresión popular, allí donde alienten aire y garbeo españoles, soterraña, aceda sal y sangre de nuestra tierra, desde romancero hasta Lope, desde Lope hasta Federico.
Junto al octosílabo –ya nuestro para siempre–, apuntado a empresas más levantadas, quedaba, para morir enseguida, el verso de arte mayor, de vuelo lento y monótono, torpe avutarda de cuatro aletazos por renglón:
Al múy prepoténte don Juán el segúndo…

¡Cómo agobia a este verso algo como un lastre medieval, a este verso al que no sé qué diablillo irónico, vengador de la Edad Media, quiso hacer recipiente de primeras esencias renacentistas! ¡Señor, si Dante había temblado ya como un sauce primaveral, si Petrarca ya había hecho fluir su psicología amorosa por un canalillo fino y exacto, de limpias ondas musicales, y con tal propiedad que cada onda reflejaba, perfecta, cada sentimiento!
Y llegaba ahora, por fin, de Italia el endecasílabo, el instrumento de Guido Cavalcanti y de Lapo Gianni, de Dante y del Petrarca, criatura perfecta ya, y siempre virginal, cítara y arpa, dulce violín de musical madera conmovida. ¿Que ángel matizó la sabia alternancia de los acentos, la grave voz recurrente de la sexta sílaba, o los dos golpes contrastados de la cuarta y la octava, en el modo sáfico? 
¿Quién le dio la magia proteica de ser siempre uno y siempre vario, nuevo y cambiante en cesuras y libres cuasi-hemistiquios, concertado a las siete sílabas o a las cinco, lánguida criatura ondulante, en sí mismo valle y colina? ¿Y aquella gracia tornadiza de la rara acentuación en séptima, en que un pie tan donosamente se sabía invertir, en Dante o en nuestros primeros cultivadores,
…tus claros ojos, ¿a quién los volviste?
con un gusto de la variación, por desgracia pronto olvidado?
Llegaba ahora un divino instrumento, perfeccionadísimo, de maravillosas voces, registros y potencias, que unía en sí gravedad, matiz, flexibilidad, fuerza y siempre, siempre elegancia. Superior al pentámetro yámbico, que podrían oponerle los pueblos del Norte: pentámetro machacante, con sus casi inflexibles cinco golpes acentuales (aunque algún pie se invierta a veces). E incomparable con los otros metros acentuales de diez o más sílabas, todos de una música demasiado evidente. Del mejor de ellos se podría decir lo que Verlaine de la rima:
…ce bijou d’un sou
qui sonne creux et faux sous la lime!
¡Cuantos ejemplos se podrían citar! Todas aquellas zarabandas polimétricas que nuestros románticos aprendieron en Les Djinns, de Víctor Hugo, y mucho Salvador Rueda, y un poco del peor Rubén, y casi toda la bisutería modernista.
El metro de doce son cuatro corceles,
corceles latinos de espléndida tropa…
¡Galopa, galopa, galopa, galopa!

Etcétera. Dejémosle galopar… que él se despeñará. Vamos a prescindir de comparaciones, y ya allá se las hayan otros versos con sus fáciles musiquillas. Útiles a veces, bellas a veces, cuando un genuino artista los hace zigzaguear siguiendo a la expresión, en repentinos esguinces:
la blanca cigüeña
dormita volando,
y las golondrinas se cruzan, tendidas
las alas agudas al viento dorado…
Y una que torna como la saeta,
las alas agudas tendidas al aire sombrío…

O cuando una poderosa intuición las quiebra con un acorde de agua o de cristal:
Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
veíase el arpa.
Metros que han de ser manejados angélicamente, nerviosamente, y a la par con sordina y con difuminación. Y muy de tarde en tarde.
Pero de la música del endecasílabo no nos cansaremos, no nos saciaremos nunca. Manejado por un Góngora, cincela lo infinitamente complicado. Cargado de la pasión de un Quevedo, desgarra, o esculpe, apretada, la sentencia de granito. Y en Lope es variedad vital y salada donosura. Como en Garcilaso fue sedeña nostalgia, trémolo de la voz que las lágrimas apenas empañaron. Y en San Juan de la Cruz, ya lleno y luminoso de naturaleza, ya apagado en el aniquilamiento del sentido, frontera o linde con la Divinidad.
Amplio registro el del verso italiano, que si tiene una limitación es la de no servir, o malamente y a repelo, para chanzas y rudas jocosidades. Apto lo mismo para la grave, escueta sentencia escatológica:
Per me si va ne la città dolente,
per me si va ne l’eterno dolore,
per me si va tra la perduta gente…
como para hacer eterno, en la idea estremecida, el dulce y momentáneo clamor de la belleza humana:
Tanto gentile a tanto onesta pare
la donna mia quand’ella altrui saluta,
ch’ogne lingua deven tremando muta,
e li occhi non l’ardiscon di guardare.

… A España había llegado, pues, el que iba ser el más maravilloso instrumento poético, común a las tres lenguas románicas, no oxitónicas, del Occidente: el italiano, el español y el portugués, verdaderas sorelle, de voz gemela y música congenial. Por él, por el endecasílabo, hemos tenido los tres pueblos un destino poético común y el ensueño intercambiable.
¡Maravilloso instrumento el endecasílabo italiano!

Tomado de De los siglos oscuros al de Oro (Notas y artículos a través de 700 años de letras españolas) de Dámaso Alonso. Editorial Gredos, Colección Campo abierto, segunda edición, Madrid, 1964.

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Las imágenes que ilustran este post provienen de la red, de donde las tomo prestadas. La extraordinaria foto de Paul Verlaine es de Otto Wegener y la tomo prestada de la Wikipedia.

Más sobre poesía en este blog:
Pedro Salinas, http://bit.ly/waOQiL  
Lope de Vega, http://bit.ly/9ZpQ2U 
Juan Ramón Jiménez, http://bit.ly/aoVJM3
Andrés Fernández de Andrada, http://bit.ly/9xgKZQ
Macedonio Fernández, http://bit.ly/wZS9zU
César Vallejo, http://bit.ly/yNbYFH