No tengo ni la menor idea de qué hacía aquella mañana al fondo del Colegio México, del otro lado de los dos patios, más allá de la cancha de futbol, cuando entré por vez primera en una biblioteca.
Sé que ocurrió, cuando mucho, en cuarto de primaria porque al año siguiente me cambiaron de escuela. También sé que estaba solo y que nadie me condujo hasta allí. La experiencia es de tal forma autónoma en mi memoria que puedo decir que no me recuerdo entrando en esa biblioteca ninguna otra vez. A lo mejor influyó que el lugar no era agradable: no creo que tuviera ventanas, y si las tenía estaban cerradas a piedra y lodo por lo que la biblioteca aparece en mi memoria encerrada, a oscuras y sin ninguna ventilación.
Me acuerdo, eso sí, del placer que sentí cuando no hubo ninguna dificultad para que me prestaran un libro, uno que escogí yo mismo, una versión resumida y con dibujos de La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne. ¿Qué fue lo que me llamó la atención? ¿El título, que el siempre juguetón Julio Cortázar había cambiado hacía poco, aunque yo me tardaría siglos en saberlo, por La vuelta al día en 80 mundos? ¿La portada, en la que un confiado Phileas Fogg se encamina con naturalidad hacia el otro lado del universo conocido, seguido por un Passepartout que no es capaz de ir a la velocidad de su nuevo amo, y que al tiempo que se sostiene el sombrero para no perderlo, lleva como puede un maletín de viaje y unos cuantos paquetes? ¿O las escenas de locomoción esbozadas a sus espaldas: un carro tirado por caballos, un ferrocarril, un vapor…?
En la casa de mis padres no había propiamente biblioteca. Entre algunos libros aislados, había una edición en rústica de los cuarenta y tantos tomos de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós y otra en pastas duras de un par de obras eruditas de Menéndez Pelayo, compradas por mi padre en alguno de los paseos que hacía por la Lagunilla con mi tío abuelo Florentino, un hombre enamorado de lo viejo que pasó treinta años en México y que de cuando en cuando compraba libros, quizás más como objetos relacionados con la añorada España que por ser libros, esto es, objetos para ser leídos, mundos que estaban allí para ser descubiertos con sólo animarse a intentarlo. Había también, y si lo recuerdo es porque su presencia constituye un misterio felizmente nunca aclarado, un ejemplar suelto de una edición en dos tomos de una obra cuyo nombre insólito, subrayado por su anómala soledad, me sugería mundos extraños: la Ciropedia de Jenofonte.
Hace no mucho, cuando rebasé la edad de su flemático protagonista, volví a leer la novela de Verne. Aunque no recuerdo casi nada de mi remota primera lectura, la sensación de haberla leído en otra ocasión se mantiene intacta en mí y aparece entremezclada con los retratos, las atmósferas y las situaciones del libro como si formaran parte de una misma cosa. No recuerdo que Fogg haya despedido a su ayudante porque el agua para su afeitado no hubiera estado en la temperatura exacta; no recuerdo la persecución del inspector Fix, que está convencido de que aquel loco que aparentemente huye, por cierto siempre hacia el oriente, es el autor de un robo que ha conmocionado a Inglaterra; no recuerdo el rapto de la princesa india ni que Passepartout, bajo los efectos del opio, hubiera perdido la consciencia en un tugurio poniendo en riesgo la empresa de atravesar el mundo en ochenta días.
Sin embargo todo eso aparece entre las sensaciones de mi lectura como iluminado con un resplandor que no dudo en llamar mágico, igual que si sucediera en el ámbito de un sueño, y yo, sobre todo yo, yo leyendo, yo sentado o de pie o tendido en una cama, yo viajando o sin moverme de mi lugar, yo más que cualquiera los personajes y mucho más que los países exóticos y los obstáculos increíbles, yo más que nadie o nada fuera parte de ese sueño que ocurría dentro de mí.
Hace unos diez años, cuando habían pasado unos treinta de aquella única visita a la biblioteca del Colegio México, me encontré en una librería de Donceles un ejemplar idéntico a aquel primer libro, aunque se tratara de una edición posterior a 1974, cuando, como máximo, ocurrió aquel episodio. Ese primer ejemplar que no era mío, del número 6 de la colección Clásicos de Oro Ilustrados, que repasé con las manos y los ojos y que puse sobre la mesa y admiré a la distancia aun antes de leerlo, y que luego leí, y que todavía después tuve que devolver en una forzosa segunda visita a la biblioteca que para nada recuerdo, estaba ahí, sonriéndome, entre otros miles de libros, bajo el bendito baño de polvo de las librerías de viejo.
Por supuesto que no pude resistirme frente a ese tesoro y lo compré por sesenta pesos —una cantidad ya entonces apenas simbólica—. Y ahora, debo admitirlo, tengo algunos más, cuatro o cinco iguales, porque en mis pesquisas por cuanto depósito de libros de segunda mano se me pone delante nunca he sido capaz de no volverlo a comprar. Es una de esas cosas que no puede uno sino querer para sí, todas las veces, de manera imperiosa, siempre.
¿Qué pasa por mi cabeza en ese momento, que se repite idéntico? ¿Qué mensaje recibe mi corazón, más poderoso que cualquiera de mis pensamientos, que me devuelve a la biblioteca del Colegio México, al fondo de la escuela, más allá de los dos patios y la cancha de futbol, aquel día de mis nueve años cuando me atreví a cruzar llevado por nadie aquel umbral a oscuras? ¿Se trata, como me parece, de volver a alimentar aquella primera ilusión de ser yo, de ser plenamente yo en la lectura, viviéndome tanto como soñando?
Por supuesto que lo más emotivo de la lectura de la novela de Verne es su desenlace, que debe de haberme gustado muchísimo porque me hizo sentir por vez primera la emoción de la buena literatura. Phileas Fogg vuelve a Londres poco después del momento marcado como límite para la conclusión de su empresa… En rigor, apenas unos minutos después de la hora fijada. En silencio, con perfecta dignidad, se encierra en su casa a rumiar su derrota. No mucho después se entera de que aquel día no era domingo, como él pensaba, sino sábado. Por una razón que no tarda en aclararse con lógica, se da cuenta de que en su viaje alrededor del mundo —que ha hecho siempre con rumbo al este— ha ganado un día, por lo que no ha llegado unos minutos después de la hora, sino un día antes. El problema es que lleva casi veinticuatro horas metido en su casa con la certeza de haber perdido la apuesta, así que de pronto se ve en riesgo de perderla de verdad.
Sale de su casa como un rayo, se trepa al primer coche que pasa y vuela al Club Reforma, en donde los señores Stuart, Fallentin, Sullivan, Flanagan y Ralph posan la mirada en el reloj del salón de lectura. Flemático, erguido, triunfante, Phileas Fogg hace en ese momento su entrada, unos minutos antes del momento fijado, y consuma así el prodigio de su vuelta al mundo en ochenta días.
_____________________________
Este texto fue leído en la ceremonia de inauguración del XI Encuentro Nacional de Salas de Lectura de la ciudad de Mazatlán, el 2 de octubre de 2008, delante de un nutrido grupo de responsables de salas y promotores de la lectura de todo el país, cuando yo era Director General de Publicaciones de Conaculta.
Sobre el XI Encuentro Nacional de Salas de Lectura, organizado por Laura Athié y Nora Rangel, http://bit.ly/dSxolS
El número cero de la revista Milenio, antecesora de Viceversa, que apareció en noviembre de 1990, estaba dedicado a la literatura de aventuras. En la portada, como ilustración a un texto de Gerardo Deniz llamado “Breve introducción al estudio de mi Verne”, aparecía una imagen en alto contraste del gran novelista francés.
Sobre las librerías de viejo de la calle de Donceles, en este mismo blog: http://bit.ly/dkkFRR