La semana pasada adelanté la conclusión de mi levantamiento de la calle de Donceles: veintinueve librerías en una distancia aproximada de un kilómetro, lo que hace de ella el paraíso de los libros usados en la ciudad de México. Como sucede con algunos archipiélagos, el número de islas puede variar según suban o bajen las aguas de la economía del país, lo que hace que el dato, por fiable que sea el día de hoy, tenga algo de provisional.
Es importante aclarar que el esquema que reproduzco, con su lista respectiva, incluye los establecimientos que están sobre Justo Sierra —el nombre que toma Donceles a partir de República de Argentina—, hasta la Calle del Carmen, y también las del Pasaje Catedral, que va hasta la primera paralela al sur, República de Guatemala. Hago el recorrido en el sentido de la numeración, de poniente a oriente, empezando en el Eje Central.
1. Marconi
2. La Casona de Aura
3. El Tomo Suelto
4. El Callejón de los Milagros
5. Regia
6. Universal
7. Librería de Viejo
8. Laberinto
9. El Mercader de Libros
10. Librería Selecta (dos puertas)
11. El Gran Remate
12. Hermanos de la Hoja
13. Inframundo
14. Bibliofilia
En el Pasaje Catedral:
15. Librería Donceles
16. Asís
17. San Pablo
18. Don Bosco
19. Librería del abogado
20. San Ignacio
21. Nelly
22. Distribuidora de revistas
23. El Colegio Nacional
24. Educal
En Justo Sierra:
25. Porrúa
26. Tauro
27. Porrúa Menudeo
28. La Feria del Libro
29. Expo de Libros
Como puede suponerse, semejante riqueza no hace sino asegurar la variedad. Hay de todo: desde la librería de viejo clásica, atestada y profusa, que da la impresión de no tener fondo y que parece abrirse a espacios sucesivos que se renuevan conforme nos decidimos a explorarlos, hasta los pequeños locales especializados en derecho o religión, más parecidos a farmacias o sacristías, como si las recias calles del centro histórico fueran el último reducto del escolasticismo que rigió en México durante la colonia —y que nos hunde siempre un poco más en un mar de lodo hecho de burocracia, autoritarismo y estulticia idéntico al que está debajo de buena parte de la ciudad.
La librería que satisface mejor mis intereses y mis gustos se llama Bibliofilia y está en la cuadra más librescamente intensa de Donceles —la que va de las calles de Palma Norte a República de Brasil.
Al lado tiene su correspondiente galpón de libros comunes, llamado con toda lógica Inframundo, donde a veces salta la liebre mejor. Una y otra se complementan perfectamente: los libros que tienen valor intrínseco, objetivo, están en aquélla; en cambio en ésta pueden hallarse los que lo tienen sólo para uno, que, dicho sea de paso, son los que yo prefiero. Soy poco o nada bibliófilo, en el sentido estricto de la palabra: prefiero las ediciones en buen estado de conservación, legibles y bien anotadas, aunque sean de la semana pasada, que las rarezas y las piezas únicas.
Una vez en Donceles, ¿cómo proceder? Estoy convencido de que lo mejor es dejarse llevar de estante en estante y de librería en librería sin un plan predeterminado. Corrijo: acaso lo mejor sea llevar alguna idea, por vaga o imprecisa que parezca, y que acabará disolviéndose ante semejante universo de posibilidades.
De trescientos a quinientos pesos en el bolsillo será más que suficiente para cada incursión y casi siempre se volverá con las manos llenas y poco menos que la mitad de ese dinero intacta. Lo que me conduce a otra recomendación: llevar una mochila discreta, que habrá que dejar a la puerta de cada librería pero que al final del día va a ahorrarnos la molestia de cargar desagradables bolsas de plástico. (La última vez, me devolvieron mis cosas y me quedé con la ficha número V...).
Aunque con los precios, en general bajos, suele no notarse, las librerías de viejo tienen en México la civilizada costumbre de hacer algún descuento en los pagos en efectivo.
De trescientos a quinientos pesos en el bolsillo será más que suficiente para cada incursión y casi siempre se volverá con las manos llenas y poco menos que la mitad de ese dinero intacta. Lo que me conduce a otra recomendación: llevar una mochila discreta, que habrá que dejar a la puerta de cada librería pero que al final del día va a ahorrarnos la molestia de cargar desagradables bolsas de plástico. (La última vez, me devolvieron mis cosas y me quedé con la ficha número V...).
Aunque con los precios, en general bajos, suele no notarse, las librerías de viejo tienen en México la civilizada costumbre de hacer algún descuento en los pagos en efectivo.
Como sea, es prudente tener a mano la tarjeta de crédito, que aceptan en no pocos lugares, por si los hallazgos resultan más de los ordinarios y haya que actuar con decisión. Nada peor que dejar un libro para otro día porque es posible que jamás se vuelva a ver.
Dos asuntos más: no es mala idea llevar agua. Con todo, si se quiere hacer un alto en el camino para hacer acopio de fuerzas o para hojear los libros, recomiendo la Cafetería Río, más o menos a la mitad de la ruta.
Para la actividad complementaria, si es que no se desea tomar café, hay unos baños en el segundo piso del centro comercial que está en la esquina de Brasil, bastante limpios, de los que puede hacerse uso por unos pesos.
¿Algunos de mis hallazgos recientes? El gran estudio de María Rosa Lida de Malkiel sobre Juan de Mena (ya me ocuparé de semejante monumento ensayístico); el trabajo en dos partes de Gómez Robledo sobre Dante, tan recomendado por Almela; una bonita edición de Picardía mexicana, que acabó regalándome Mónica; como siempre, un par de libros de Alfonso Camín...
¿Quién puede negarse a comprar por unas monedas esas preciosas ediciones que se pagó él mismo, con sus portadas de época, sobre todo cuando una de ellas reproduce nada menos que el Picu Urriellu? (Véase la entrada de Siglo en la brisa de hace tres semanas llamada "Mi cuaderno botánico").
¿Algunos de mis hallazgos recientes? El gran estudio de María Rosa Lida de Malkiel sobre Juan de Mena (ya me ocuparé de semejante monumento ensayístico); el trabajo en dos partes de Gómez Robledo sobre Dante, tan recomendado por Almela; una bonita edición de Picardía mexicana, que acabó regalándome Mónica; como siempre, un par de libros de Alfonso Camín...
¿Quién puede negarse a comprar por unas monedas esas preciosas ediciones que se pagó él mismo, con sus portadas de época, sobre todo cuando una de ellas reproduce nada menos que el Picu Urriellu? (Véase la entrada de Siglo en la brisa de hace tres semanas llamada "Mi cuaderno botánico").