domingo, 29 de enero de 2012

Luis Cernuda según García Martín

En 2003 entrevisté al crítico literario español José Luis García Martín sobre Luis Cernuda. Un año antes, un ensayo suyo había sido distinguido con el premio periodístico convocado por la comisión sevillana para la conmemoración del centenario del nacimiento del gran poeta andaluz. 
Animador incombustible de vocaciones literarias, García Martín (Aldeanueva del Camino, Cáceres, 1950) es un ensayista punzante, aficionado a la claridad tanto como a la polémica. Vive en Oviedo, la capital de Asturias, donde da clases, dirige la revista Clarín y anima la tertulia Óliver. Poeta él mismo, la mayor parte de su obra está recogida en Mudanza (Pre-Textos, 2004). También es autor de una serie de libros de memorias (Dicho y hecho, Todo al día, etc.) aparecidos en diversas editoriales, y de un hermoso estudio sobre la vida y la obra de Pessoa (Fernando Pessoa, sociedad ilimitada, Libros del Pexe, 2002).
Su trabajo sobre Cernuda, que se llama Variaciones sobre tema cernudiano, vio la luz por primera vez en Clarín (núm. 38, marzo-abril de 2002), y después del premio fue publicado en una pequeña edición patrocinada por el Ayuntamiento de Sevilla (la imagen que abre este post). En él, García Martín da voz a diversos personajes —otros poetas, algún historiador de la literatura, un profesor universitario— e incluye unas posibles traducciones inéditas de Housman halladas en un libro que fuera del autor de La realidad y el deseo
El ensayo tiene la virtud de trazar con pinceladas de aquí y de allá, y con guiños y sugerencias, un perfil fresco y humano de uno de los poetas más influyentes de la Generación del 27.
Solitariamente, tal como lo exige la pasión por Cernuda, unos años antes García Martín había hecho un viaje a la Ciudad de México tras las huellas del poeta en el exilio. Sin embargo, el taxista a quien pidió que lo llevara a Coyoacán no estuvo a la altura de su pasajero y no dio con la calle de Tres Cruces, en la que Cernuda murió en 1963. Esta entrevista, que fue hecha por escrito a partir de un cuestionario, se publicó originalmente en La Jornada Semanal.

¿Qué fue lo más valioso que dejó la celebración del centenario de Cernuda?
Tres publicaciones: un catálogo, un álbum y un epistolario. En todas esas publicaciones intervinieron la Residencia de Estudiantes, James Valender y los
mejores estudiosos de la obra de Cernuda. En el 2003 conocemos mucho mejor a Cernuda que lo conocíamos en el 2001. Creo que ese es el mejor elogio que se puede hacer a los organizadores de un centenario.

¿Cómo fue posible conciliar las celebraciones con el recuerdo de ese hombre hipercrítico que en vida fue enemigo del ruido público, un escritor desdeñado y casi secreto?
A Cernuda le habrían encantado estos homenajes, como le entusiasmó y le emocionó el número de La caña gris, publicado en 1962, y que ya le permitió entrever en vida su nombradía póstuma. Cernuda no era insensible al halago inteligente. Todo lo contrario.

¿Cuál es el origen, si es posible aventurar alguna hipótesis, de su naturaleza, llamémosla “neurótica”, la que te hace llamarlo “insoportable, ingrato, intratable Cernuda”?
No voy a aventurar ninguna hipótesis más o menos psicoanalítica. Que Cernuda fue insoportable para muchos de los que le conocieron es algo de lo que no se puede dudar: queda constancia en cartas y memorias. También fue ingrato con bastantes de los que le ayudaron desinteresadamente, como José Luis Cano, que le sirvió desinteresadamente de secretario. “Intratable” viene a ser lo mismo que  “insoportable”. Era todas esas cosas y era lo contrario: tierno, desinteresado y fiel. Díganlo amigas como Concha de Albornoz o la hija y los nietos de Altolaguirre, que fueron como su propia familia.

En la línea de la tradición hispánica a la que pertenece, ¿qué es lo que hace única a su poesía, aquello que sólo ella tiene?
Difícil resumirlo en pocas palabras. Ninguna poesía más unitaria que la de Cernuda, ninguna más variada. Comienza reflejando las cambiantes modas de su tiempo (poesía pura, neoclasicismo, surrealismo), pero resulta inconfundible desde la primera palabra. ¿Qué es lo cernudiano en poesía? No sabemos definirlo con exactitud, pero lo detectamos en cuanto aparece.

¿Es posible decir que México influyó en su poesía? Y si es así, ¿de qué manera?
México resulta fundamental en la vida de Cernuda y, por lo tanto, en su poesía. En México creyó volver a encontrar Andalucía: una Andalucía de vegetal indolencia más verdadera que la verdadera. En México encontró el amor. Y apoyos valiosos como el de Octavio Paz. Sin México Cernuda no habría llegado a ser Cernuda, “como en sí mismo al fin la eternidad le cambia”.

¿Qué lugar ocupa en su obra el libro Variaciones sobre tema mexicano?
Es un libro para algunos menor, pero lleno de encanto. Complementa los poemas en prosa de Ocnos. El México del que en él se habla está, de alguna manera, “fuera del mapa y del calendario”. Es una sucursal del Edén. Recoge la mirada del enamorado. Después vendrían los conflictos, pero esos ya quedan fueran de esas páginas luminosas y precisas.

¿Qué es lo más interesante de la recién publicada correspondencia de Cernuda, editada por James Valender, y que tú has llamado “novela de una vida”?
Precisamente lo que se deduce de esa definición: que nos permite seguir paso a paso la vida de Cernuda (y, de algún modo, la historia de su tiempo) desde sus veinte años hasta muy pocos días antes de su muerte. Cernuda no fue demasiado locuaz en sus cartas. Era elegante y discreto, sin excesivas concesiones a la intimidad, pero a veces perdía los papeles y se volvía despectivo e insultante. En su poesía está lo mejor de Cernuda. En sus cartas, lo mejor y lo peor.

¿Qué se puede esperar de la correspondencia con Octavio Paz que ha quedado fuera del volumen?
Sin duda será de mucho interés. Lo mismo que las cartas del propio Octavio Paz, pero estas serán difíciles de encontrar porque Cernuda solía destruir las cartas que recibía. Las que se han publicado en el Epistolario se deben a que algunos corresponsales guardaban copia.

¿Cuál es el mayor equívoco que provoca su poesía en la crítica?
Quizá una abusiva interpretación confesional.


¿Es posible sentir su influencia en la poesía que se escribe actualmente en España?
Luis Cernuda ha influido en sucesivas generaciones de poetas españoles. Influyó en los poetas de Cántico, que de él aprendieron el decir embelesado ante la belleza del mundo y ante la belleza humana; en los poetas del cincuenta, como Valente, Brines o Gil de Biedma, que vieron en él al cultivador de una poesía meditativa, reflexiva, a la vez elegíaca y moral; en los poetas novísimos, que reivindicaron su culturalismo y sus experiencias vanguardistas; también en los poetas de los ochenta y en los jóvenes poetas de ahora mismo, de José Luis Piquero a Luis Muñoz. Cernuda, al contrario que Lorca, es un poeta que no anula a sus discípulos; todo lo contrario, les ayuda a encontrar su propia personalidad.

¿Cómo fue tu visita a la Ciudad de México tras las huellas de Cernuda?
Muy cernudiana, sin pretenderlo: libros, paseos, anónimas sonrisas, y el tremendismo colorista de una ciudad con fama de inhumana que conmigo tuvo la delicadeza de mostrar su lado más amable.

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Café Arcadia, el blog de José Luis García Martín, está en http://cafearcadia.blogspot.com/
La revista Clarín, en la red: http://www.revistaclarin.com/

Más sobre Cernuda en este blog:
Entrevista en Oviedo, http://bit.ly/rz9k4G
Biógrafo de Cernuda, http://bit.ly/yIA0R7

La foto de Octavio Paz es de Sara Facio y la he tomado prestada de la red. También de la red son casi todas las imágenes que ilustran este post.

domingo, 22 de enero de 2012

El Maestro

En el número de la primavera antepasada de la revista Luvina conté que Gerardo Deniz vive en un departamento de la colonia Del Valle de la Ciudad de México, en compañía de su mujer, una de sus hijas y siete gatos. Con la muerte de uno de los gatos, el que mostraba signos de supremacía sobre los otros, un corpulento individuo de color blanco y negro que respondía al nombre de Pera, el número de los suyos se redujo a seis. Si contamos con que hay una gata tan temerosa que jamás abandona uno de los cuartos de la casa, a la que el poeta llama La Gatita Interior, cinco son propiamente los que circulan por el departamento. 
De esos cinco, hay tres que guardan un parecido sorprendente entre sí, al grado de que siempre los confundo: son de color blanco y negro, como era Pera, pero al revés que el desaparecido jefe de la manada son particularmente peludos, rechonchos y muy huraños. A pesar de que durante los últimos años he visitado con frecuencia ese departamento, jamás he conseguido estar a menos de un metro de ninguno de los tres. Quien haya llevado la cuenta, sabe que quedan dos gatos. Son los que motivan este post.

El primero de ellos es un ejemplar relativamente pequeño, blanco y negro como los otros, de carácter apacible y ponderado, sin duda el más simpático del grupo. Se llama, por el nombre de la nieta del poeta, Lucio. Si bien con cierto escepticismo, sólo él parece mostrar algún interés en las visitas; se tiende en la alfombra cerca del lugar en el que monologa el autor de Gatuperio; viene a afilarse las uñas en la cuerda amarrada a la pata de la mesita. Alguna vez incluso se acerca para oler la chamarra que dejé en el brazo del sillón de allá, el portafolio que descansa a mi pies, la punta de mi zapato.
El otro, el sexto de la serie, es el único atigrado. Si su nombre es Bufón no es en recuerdo del gran naturalista francés del siglo XVIII sino porque cuando llegó a la casa, tan pequeño que cabía en la mano, bufaba prácticamente a todo el mundo. Fue el último en incorporarse a la familia gatuna y es el más joven de ella; también, el más activo y revoltoso. De hecho, desde la muerte de Pera, ha hecho todo lo posible por trepar a la cúspide y convertirse en la cabeza de la tribu: bufidos, por supuesto, pero también zarpazos y correteos violentos, casi siempre contra el pacífico trío de los gatos huraños.
Es cierto que quizás la hegemonía del nuevo orden social debería recaer en Lucio: un vistazo basta para comprender que es el más sabio de los seis, el que acumula los mayores conocimientos empíricos, el único que manifiesta algo parecido a un temple moral. Pero toda su actitud es de desengaño. No parece interesarse más que en los placeres que proporciona la búsqueda del conocimiento, y en eso se parece al mayor de sus dueños humanos. Mucho menos parece dar crédito alguno a los beneficios que promete el reino de este mundo. 
Según me cuenta Almela, a Lucio le llaman la atención algunos temas que varían de temporada en temporada y en los que profundiza cuanto felinamente le es posible. El año pasado, por ejemplo, consagró sus desvelos a los conocimientos hidrológicos. Podía pasar horas enteras en el cuarto del baño, mirando concentradamente la coladera. O trepado al lavabo, tratando de comprender, siquiera por sus sonidos, la lógica de las ocultas plomerías. Con frecuencia se evadía en secreto para escuchar sin interrupciones los ruidos provenientes de las cuatro direcciones, provocados por el agua corriendo por el interior de aquellas paredes insondables. 
Sus conclusiones iban a cristalizar en la forma de un artículo que había prometido a la Revista de la Sociedad Felina de Mecánica de Fluidos e Hidrología. De un tiempo a esta fecha, en cambio, se muestra interesado en la botánica y dedica fructíferas sesiones, conforme a su espíritu científico, observando, oliendo y hasta dando algún mordisco a las plantas que la mujer y la hija del poeta cuidan con mano sabia, quizás con la mente puesta en un trabajo sobre el comportamiento de los vegetales en la vivienda humana. 
Según sigue relatando Almela, Lucio adoptó a Bufón prácticamente desde el día de su llegada. Desde muy pequeño, el gatito bufador lo seguía en sus pesquisas y trabajos de campo. Lucio fue quien le dio las primeras lecciones sobre usos y costumbres felinas, lo instruyó en los principios generales de la convivencia con los seres humanos y lo puso al tanto de la antiquísima historia de la especie, desde los egipcios y quizás aun antes, hasta los días que corren. Por sus actividades pedagógicas, el poeta acabó bautizándolo con el nombre de El Maestro.
Lo más conmovedor de la historia es que Bufón, todo intemperancias desatadas, todo arrebatos y agresividades, pasiones que se exacerbaron desde la muerte de Pera, parece entender el respeto que debe a su maestro, a quien contempla lleno de consideración, interesado siempre en sus reacciones y puntos de vista. Por si fuera poco, suele dormir a su lado, con frecuencia abrazado a su cuello. Lo que, añade Almela, de ninguna manera quiere decir que alguna vez no le haya dado alguna bofetada también a él.

Como se ve por las imágenes que publico con esta entrega, no es fácil hacer buenas fotos a los gatos que viven en el departamento de la colonia Del Valle. Distinto siempre a los otros, con una serenidad no ajena al cierto escepticismo que lo caracteriza, El Maestro hace un alto en el análisis de un bello ejemplar botánico que a últimas fechas le interesa y me permite hacerle los retratos que comparto con los lectores de Siglo en la brisa.

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Más sobre gatos en este blog:
Textos felinos, http://bit.ly/rJPY3s
Nagara, el gato de Octavio Paz, http://bit.ly/9BeKvm

Más sobre Juan Almela en este blog:
Programa especial de radio sobre Gerardo Deniz, http://bit.ly/mGzx7w
Gerardo Deniz, lector (1), http://bit.ly/hs2IA1
Gerardo Deniz, lector (2), http://bit.ly/ii4qxC



domingo, 15 de enero de 2012

Dos poemas citados por Eduardo Casar

La preciosa nota de Eduardo Casar escrita a propósito de Palinodia del rojo que incluye la revista Letras Libres en su número de este mes ("Poemas controversia", http://bit.ly/w18ZLZ), me ha dado el pretexto para este post
En ella, el autor de Parva natura cita fragmentariamente un par de poemas que antes de formar parte de mi libro no salieron en ningún otro lugar. Se me ha ocurrido enriquecer la lectura de la nota con la publicación completa de ambos textos y algunas imágenes relacionadas con ellos: una foto de Chito, felicísimo amo del canario Henry, el día de la boda de su hija Mariola; la silueta del General Artigas, subido a la base de su monumento en la Plaza de Uruguay de la Ciudad de México; un retrato reciente de mi padre. Aprovecho esta entrada para dar las gracias a Casar, admirado poeta y maestro, y a los editores de tan importante revista.

Henry

En la baldosa fría de barro,
por el pasillo a oscuras de la casa,

había que oír a Chito
cada mañana,

todavía los ojos de dormir hinchados,
sin aclarar la voz,

arriba del todo aquel mechón erguido
como una cresta matinal de gallo:

al desvelar la jaula del canario,

en la que Henry aún dormía
confiado en la vigilia de su amo,

con voces moduladas más que de ave,
los ojos fijos en la jaula

hacía de sí una jauja de sílabas,

gárrulo más que el mismo pájaro,
canoro más que el propio canario:

y al trino casi líquido de Chito,
descalzo, en el pasillo,

y al contestar de Henry
como un agua volviendo entre los líquenes,

ah jolgorio de ave y hombre,
la casa despertaba entera entonces.

¡Oh azorado Henry!
A juzgar por sus píos daba crédito,

de aquel gorjear de Chito en bata,
al sol,

al imposible sol en el pasillo a oscuras
de la casa.



Palomicas a mí
                                                       A mi padre

¿Palomicas a mí? ¡No por piedad!

Sólo ve cómo ponen el pretil:
ya no hay quien se acode luego ahí
para ver la ciudad.

Si una pluma interrumpe el haz de luz
no hay duda, es bien segura la amenaza
de infición.

Ninguna afrenta es peor
ni más ignominiosa
que su atroz deyección.

¿Y has visto cómo tienen las sendas con sus cales,
las sendas y las bancas de los parques?

Y al atán victorioso General oriental, 1
palomicas, ¿has visto cómo han puesto
al atán General?

Palomicas a mí, ánimas truncas,
¿qué castigo pagáis con ser de aquí?

Ayer ya erais así,
mañana así seréis, ay, siempre así.

Su penosa manera de rondar,
oh, muy ganosas, las palomas,
olvidadas de toda altanería
y dignidad.



1 Las frases del General José Gervasio Artigas (1764-1850), prócer máximo de la República Oriental del Uruguay (“La causa de los pueblos no admite la menor demora”, etc.), reproducidas en la base de su monumento, hacen a la luz oblicua del atardecer un logrado contraste con el desparpajo de las palomas y la feracidad del parque.

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La foto de Chito y Mariola la tomé prestada de la página de ella en Facebook. La de mi padre la hice yo mismo el primer día de 2012.

Eduardo Casar en Siglo en la brisahttp://bit.ly/wKh6TM


Más sobre Palinodia del rojo (Aldus, 2010) en este blog:
La ediciónhttp://bit.ly/gK042J
La presentación del libro, http://bit.ly/x9elgP
Una “Palinodia del rojo” anónima, en http://bit.ly/f7YVZ1






domingo, 8 de enero de 2012

Jaime Sabines, del natural

Desafortunadamente, hace unas semanas dejó de aparecer la revista Día Siete, la publicación que se daba los domingos con algunos periódicos de diversas ciudades mexicanas, entre ellos El Universal. Poco antes propuse a Alejandro Páez Varela, su editor, publicar el texto que comparto ahora con los lectores de Siglo en la brisa.





Fotos de Roberto Portillo

Ni un segundo se movió de su silla y si la atmósfera alrededor de él pareció aligerarse se debió a que Roberto Portillo, el fotógrafo encargado de retratarlo, colocó un ciclorama a sus espaldas, lo que nos hizo pensar que Jaime Sabines quizás cambiaría de humor. Nada más erróneo. A los 68 años de edad y a menos de cinco de su fallecimiento, aquella mañana de principios de noviembre de 1994 el poeta traía encima una especie de enojo seco, subido a la cabeza, sin vuelta de hoja. 
Un encabronamiento mal cicatrizado combinado con un hastío de muerte. Ni cuando llegamos ni más tarde, a partir de que nos ofrecieron unas sillas delante de él, nos vio con demasiada curiosidad. A su amigo Germán Dehesa, que encabezaba la visita, lo miró con una suerte de afecto remoto, como a alguien que en alguna época le hizo gracia y ahora ya no le produjera mucho interés. Durante las dos horas que duró el encuentro, Sabines no sonrió ni una sola vez. Eso sí: fumó y fumó y fumó.
Apenas si es necesario recordar los hechos que hicieron de 1994 uno de los años más movidos de la historia mexicana reciente. 
A sólo tres semanas del final de la presidencia de Salinas de Gortari y después de un año de crisis política sin precedentes (con al menos dos asesinatos al más alto nivel entre el grupo gobernante), a la que nada más llegar al poder Ernesto Zedillo iba a añadirse una profunda crisis económica, el PRI, el clan al que pertenecían ambos presidentes y también el propio Sabines, estaba en un avanzado estado de descomposición. 
Con monotonía y frases sin brillo y sin ninguna prisa el poeta se ocupó de los temas que estaban en el aire y que Germán se cuidó de sacar a la plática, a falta quizás de otros más inmediatos y amigables: la situación general de Chiapas, las acusaciones de corrupción hechas a su hermano Juan y las actividades de Samuel Ruiz, a quien el poeta señaló como el culpable de todo lo que estaba ocurriendo en el estado. Sólo interrumpió su monólogo para contestar una llamada telefónica, para lo que le acercaron un aparato inalámbrico del que luego ya no se separó.
Después se quejó del estado de su pierna izquierda, pero tampoco entonces fue expresivo: dijo que estaba harto de las operaciones y contó que cada vez se movía con mayores dificultades (la suela del zapato de ese lado era del triple del tamaño de la otra) y que ya ni siquiera le quedaba el consuelo de ir a nadar, como al parecer había hecho hasta no hacía mucho. Cuando le dijimos que el propósito de nuestra visita era que Germán conversara con él para la revista que yo dirigía, rugió más que dijo que ya no iba a conceder entrevistas y que de ninguna manera iba a hacer una excepción en favor de su amigo porque éste era un pésimo entrevistador. “Es que siempre quiere ser él y no deja ni hablar a los otros”, añadió, sin variar el tono de voz. A la sesión fotográfica, contra todo pronóstico (y lógica), dijo que sí.
Días antes, cuando Dehesa me propuso ir a ver a Sabines para hacerle aquella entrevista, me pareció que Roberto Portillo era la mejor opción para hacer las imágenes. Fotógrafo de percepción fina, era también un hombre prudente. Su cierto nerviosismo característico desaparecía en cuanto se ponía a trabajar. Por difíciles que se pusieran las cosas a la hora de fotografiar al famoso poeta —al que aquella mañana encontrábamos convertido en una especie de león enjaulado—, Roberto saldría airoso y sin mayores problemas. 
En cuanto tuvo luz verde se movió con cuidado en aquella salita como la de cualquier familia acomodada del Pedregal, y además de colocar el ciclorama a sus espaldas ubicó las luces e hizo que el poeta mirara aquí, primero, y luego acá, y luego otra vez aquí. Éste, poderoso y reseco, con la astilla encendida del cigarro invariablemente en la mano, mirando con fijeza al objetivo tal como lo prueban las fotos que acompañan este artículo, se mostró dócil a la cámara en tanto contaba que la primera vez que le hicieron un retrato fue un amigo en Ciudad Universitaria. También, que en aquel entonces las fotos que se hacían eran, así dijo, “cuadros cerrados”.
Como las notas que tomé aquel día de hace 17 años son fragmentarias, no puedo decir con exactitud si fue antes o después de hacer las fotos que ocurrió lo único que me hizo pensar que aquel titán anclado en sus amarguras tenía la sensibilidad que podía esperarse de él. ¿No era, finalmente, un hombre de cultura y letras? ¿No era uno de los poetas más leídos del país? Se refería a un viaje por tierras andaluzas, quizás acompañado de Chepita, su mujer, cuando pronunció una palabra que hizo que su gesto, el tono de su voz y la intensidad de su mirada sufrieran una metamorfosis, una palabra a la que cargó de toda la felicidad y la satisfacción que era posible vivir en este mundo: “Granada”. Entonces, siquiera por un momento, me pareció que desaparecían la salita mediocre, los interlocutores irrelevantes y la sequedad de desierto bíblico de su enojo, y un estremecimiento pasaba temblando a través de él.
Roberto Portillo le hizo ese día unos retratos que, como no tuvimos un texto apropiado para acompañarlos, quedaron inéditos. ¿Cómo pudo suceder? Germán escogió a la persona que escribiría un texto para publicar con ellas en lugar de la malograda entrevista, una muchacha cercana a él de la que he olvidado el nombre que unas semanas más tarde nos envió una selección de poemas conocidos de Sabines, lo que a esas alturas nos pareció que no tenía ningún interés. Como siempre muy profesional, Roberto entregó las diapositivas en tiempo y forma y se olvidó del asunto. Aunque la revista siguió saliendo más de seis años, nunca se presentó la oportunidad de publicar las fotos y nadie volvió a verlas hasta el día de hoy.
Hace unas semanas me lancé en la búsqueda de mi viejo amigo fotógrafo por un asunto relacionado con otras imágenes, también suyas. A pesar de que pregunté aquí y allá a algunas personas que me pareció que debían de conocerlo, nadie supo decirme ni media palabra sobre él. Algunos no recordaban ni siquiera haber oído su nombre. Escribí la petición en Facebook y Twitter, donde estoy en contacto con no pocos de sus colegas, muchos de ellos antiguos colaboradores míos, con idéntico resultado: nada. Cuando ya renunciaba a dar con su paradero, tuve algo parecido a una intuición: de pronto me vino a la mente que quizás había sido Pep Ávila, otro fotógrafo cercano a la revista, quien nos había puesto originalmente en contacto. La sensación resultó atinada: Pep me contó que hace unos años Roberto se fue a vivir al extranjero y me dio su dirección electrónica. 
Éste me contestó desde Nueva York para contarme lo inaudito: que había abandonado la fotografía para ejercer su carrera universitaria, el Derecho. De cuando en cuando, añade, hace algunos trabajos fotográficos pero sólo de los asuntos que le interesan. Casi sin querer, salen a la conversación los retratos de Sabines. En cuanto Roberto Portillo ni una sola vez.. sonrivez. de  mes fue demasiado expresivo: dijo que cada vez se mov como primicia a los lectores de este blogen cuen me confirma que tampoco él las publicó nunca, decido con su anuencia ofrecerlas como una valiosa primicia a los lectores de Día Siete.

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El artículo y las fotos, tal como aparecieron en el número 580 de Día Siete, pueden verse en http://bit.ly/nKEoTE

La foto de Salinas y compañía es de Emilio López y apareció en la portada del periódico unomásuno del 20 de octubre de 1993, según está reseñado en este mismo blog"Foto política", http://bit.ly/AeZwmp

domingo, 1 de enero de 2012

Trasfondo de época

Hace dos semanas, la publicación de esta foto —en la que puede verse a mi gata Isolda sentada de perfil en la silla de mi escritorio ochentero—, me lanzó por los rumbos documentales de los que se ocupa este post. Al ver con cuidado la imagen, que me sirvió para ilustrar un comentario sobre mis textos felinos, reconocí sin problema casi todos los papeles y las fotografías que se ven borrosamente en ella. Me eché un clavado a mi archivo para desenterrarlos, operación que no me llevó más de veinte minutos. 
Si no lo hice en menos tiempo fue porque tuve que situar la fecha del ejemplar de Vuelta que se ve debajo de mi silla, sobre una pila de otros papeles o directamente en la alfombra, y aun la pequeña demora me recompensó con la fecha, bastante aproximada, en la que debe de haberse tomado la foto. Lo primero fue reconocer la silueta de una Madona de Edvard Munch que aparece en la portada de aquel número. Si en el buscador de la hemeroteca digital de Vuelta no supe cómo ubicarla, una consulta en la red bastó para dar con el texto que Octavio Paz escribió sobre el pintor noruego y que el periódico argentino La Nación reprodujo en julio de 1988 (http://bit.ly/vYykuN). 
Con ese dato, salté al primer tomo de ese año que tuve a la vista, de la colección encuadernada de Vuelta que me regaló mi amigo Sergio Vela. La Madona apareció en la portada del número de abril. (Dos entregas más tarde, en junio, Krauze publicó su polémico texto sobre Carlos Fuentes). Para mí, aquel año de la revista de Paz fue decisivo: en el número de marzo, es decir el anterior al que aparece retratado en mi estudio, la revista publicó unos poemas de la serie “Fosfenos”, de Gerardo Deniz; en uno de ellos leí los primeros versos de Juan Almela que me gustaron de verdad. Lo cuento siempre con gusto: el poema se llama “Trabajeros” y habla de una casa de disfraces, El Suplente, que estaba en la calle de Rosas Moreno, en la colonia San Rafael. Deniz escribe estos versos que me fascinaron de inmediato por su exquisita sonoridad:
Allí alquilaban ropas insólitas, fraques y futraques,
atuendos de odalisca suripanta, de margrave.

Además del texto de Paz sobre la pintura de Munch, la portada del número que me interesa, el 137, de abril de 1988, anuncia el discurso de recepción del Premio Nobel de Brodsky, en traducción de Tomás Segovia. También, un par de reseñas de La economía presidencial de Zaid, unos poemas de Pere Gimferrer (traducidos por Paz y Xirau), otros de Kenneth Rexroth (en versión de Alfonso D’Aquino) y uno más de Fabio Morábito. Si ésas son las estaciones importantes de aquel número, las mías, las que se adivinan más allá de la silueta de Isolda, son las que dan color a mis días de aquel año: un par de "tumbas" europeas; el soneto de uno de mis amigos más antiguos; el retrato de un entrañable viajero en Atenas; un puñado de muchachas al sol; una hermosa playa vacía… 
Publico, en el orden de derecha e izquierda y de arriba abajo, los documentos originales que pueden reconocerse en la foto y los comento brevemente. Sólo en dos casos no pude dar con los objetos reales: una pequeña tarjeta promocional de 1988, que de todas formas comento, y la hoja de cuaderno pegada con cinta adhesiva a la que le falta la esquina inferior izquierda… Ésta, por lo que imagino, no debe de ser sino una lista de pendientes —imperiosos, si se juzga por el salto que dieron de mi agenda al librero, pero imposibles ahora de recuperar.


El cenotafio de Dante y la tumba de Borges
El primer documento, arriba a la izquierda, es la foto del primer aspecto de la tumba de Borges, a la que me referí en http://bit.ly/tlMhkl. (Las publico aquí con el orden cambiado).
Un poco más a la derecha pueden distinguirse un par de fotos, puestas una junto a la otra, que dan la imagen completa del cenotafio de Dante en Florencia (y no su tumba, que está en Rávena), con todo y su letrero: “Onorate l’altissimo poeta”. Fueron, todas, regalo de mi amigo Sergio, que las tomó en diciembre de 1986 con su famosa Kodak Retinette.

Un soneto de José Antonio Jacobo
El poema se llama “Amor con imágenes marinas” y salió en el número 6 de Alejandría (primeros meses de 1988). Como un recurso de diseño, en los tiempos en los que no teníamos casi ninguno, de tarde en tarde mandábamos ampliar algunos textos para jugar con sus tamaños. 
Siempre me ha acompañado un verso de ese soneto, escrito por quien fuera mi compañero en primero de primaria y por lo tanto es mi amigo más viejo: “agua con agua el mar la playa escombra”. En el número hay poemas, entre otros, de Charles Olson, José Luis Rivas, José Emilio Pacheco, Julio Hubard y Robert Frost. Las ilustraciones son de Xavier Villaurrutia.


Felipe Jiménez, perposa de su juvetud.e mi qur dieciocho años ebrverso de un  mi compañero en primero de primaria y por lo tanto es mi aigo mF en Atenas
“1987, sin ningún género de duda, querido Fernando”, me escribe Felipe cuando le pregunto de qué año es esta foto en la que aparece sentado delante del Partenón. 
Naturalmente, no conozco todas las fotos del álbum de mi amigo, que pasó una década y media en Europa a partir de la salida de la Preparatoria, pero ésta, en la que puede vérsele feliz, metido en una camisa cómoda de algodón, sin calcetines, bien podría ser una sólida candidata a la más entrañable de aquella etapa de su vida.

Un calendario de la “librería” Dante Alighieri
El segundo objeto en el segundo estante visible es el anverso de un pequeño calendario de 1988 que, a finales del año anterior, regaló a sus clientes mi amigo Antonio, un fósil de la Facultad que había ingresado sólo Dios sabe cuándo a la carrera de Letras Clásicas, y ahora, muchos años más tarde, había coincidido conmigo en el primer semestre de Hispánicas. 
Él fue quien me enseñó una infalible técnica para robar libros, que luego apliqué por gran éxito en innumerables ocasiones. Tenía un puesto de libros a la entrada de la Facultad, casi debajo del busto de Dante, que no era otra cosa que una sábana extendida en el piso sobre la que colocaba los volúmenes robados —por cierto con bastante idea bibliográfica—. Aquel año mandó a hacer unos pequeños calendarios que mostraban al frente a una chamacota arrodillada en la playa, mostrando un rostro angelical y una fantástica espetera. Al reverso, debajo de la leyenda “Librería Dante Alighieri”, nada menos, se leía el nombre de mi amigo seguido de la palabra “propietario”.

La imagen de los dos Sergios
Gracias a que la lista de pendientes está rota en su punta inferior izquierda, se puede ver un fragmento de una foto en la que salgo con Sergio, que nos tomó nuestro amigo el arquitecto Jorge Huft en enero de 1987. 
En la imagen que está colocada a continuación, mi amigo, gran conocedor de las culturas semíticas, aparece disfrazado de árabe. Por cierto, en el librero, a la derecha de esa foto pueden reconocerse los dos tomos de la monografía de Curtius sobre la literatura en la Edad Media latina, publicados por el Fondo de Cultura Económica.

La foto oficial de la Beca Salvador Novo
La cabeza de Isolda oculta parcialmente la foto de grupo de los jóvenes escritores que gozaron de la beca Salvador Novo en el período 1986-1987. Si en la entrada de Siglo en la brisa de hace dos semanas pusimos en tela de juicio mi aspecto ochentero, esta variante de la misma década perdida da pábulo al tema. 
La foto quizás fue tomada en el restaurante que estaba a un lado del pequeño teatro que fundó Novo en Coyoacán, en donde el Centro Mexicano de Escritores, responsable de gestionar la beca, celebró el almuerzo (como se dice en estos casos) en honor a los ganadores (como también se dice). No volví a saber nada de ninguno de los compañeros becarios, salvo del dramaturgo Flavio González Mello, que en la foto aparece colocado a mis espaldas y a quien todos los meses encuentro en las páginas de la revista Este País. Al reverso, la ampliación tiene un sello que dice: “Foto Comercial. Carlos Lazo de la Vega. México DF”.

Atardecer en Zipolite
La foto es pésima pero el lugar y quizás sobre todo el recuerdo de los días que pasé en él, durante el verano de 1987, en la compañía de Fernando, Ángeles y Eugenio, justifican que quedara bien visible en mi librero durante los meses que vinieron. Del renombre que tuvo la playa oaxaqueña en los años setenta, cuando se dice que fue un paraíso nudista, una década más tarde no quedaban sino los grandiosos atardeceres. 
Es posible que fuera un mal momento: no dejaba de estar conformada por palapas y hamacas, pero una espantosa serie de construcciones de tabique y cemento empezaban a invadirla sin orden ni concierto. Jamás volví. Como sea, nadie sabrá lo feliz que fui todo el día fumando a la sombra, con los ojos perdidos en la lejanía del mar.

Una muchacha y sus compañeras de escuela
Esta foto, ya en sí misma bastante borrosa, es quizás el documento más tardío de la colección y el único que me hace pensar que, todavía sin haber abandonado 1988, quizás estemos cerca del fin de ese año. En ella aparece un grupo de muchachas al sol, entre ellas Ángeles Eraña, que ocupa el segundo lugar contando desde la izquierda.

Un cuaderno Scribe
Tengo delante cuatro o cinco cuadernos que podrían perfectamente ser el que se ve debajo de la silla de mi estudio. Aunque ahora me cueste creerlo, en una época de mi juventud escribí versos y más versos. Menos mal que al mismo tiempo leí mucha literatura. 
De la primera página de uno de esos cuadernos, fechado en agosto de 1988, copio estas líneas de Alberti que sin duda provienen de Sobre los ángeles, un libro del que fui gran admirador:
Hubo luz que trajo
por hueso una almendra amarga.
Voz que por sonido
el fleco de la lluvia,
cortado por un hacha.

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