domingo, 8 de enero de 2012

Jaime Sabines, del natural

Desafortunadamente, hace unas semanas dejó de aparecer la revista Día Siete, la publicación que se daba los domingos con algunos periódicos de diversas ciudades mexicanas, entre ellos El Universal. Poco antes propuse a Alejandro Páez Varela, su editor, publicar el texto que comparto ahora con los lectores de Siglo en la brisa.





Fotos de Roberto Portillo

Ni un segundo se movió de su silla y si la atmósfera alrededor de él pareció aligerarse se debió a que Roberto Portillo, el fotógrafo encargado de retratarlo, colocó un ciclorama a sus espaldas, lo que nos hizo pensar que Jaime Sabines quizás cambiaría de humor. Nada más erróneo. A los 68 años de edad y a menos de cinco de su fallecimiento, aquella mañana de principios de noviembre de 1994 el poeta traía encima una especie de enojo seco, subido a la cabeza, sin vuelta de hoja. 
Un encabronamiento mal cicatrizado combinado con un hastío de muerte. Ni cuando llegamos ni más tarde, a partir de que nos ofrecieron unas sillas delante de él, nos vio con demasiada curiosidad. A su amigo Germán Dehesa, que encabezaba la visita, lo miró con una suerte de afecto remoto, como a alguien que en alguna época le hizo gracia y ahora ya no le produjera mucho interés. Durante las dos horas que duró el encuentro, Sabines no sonrió ni una sola vez. Eso sí: fumó y fumó y fumó.
Apenas si es necesario recordar los hechos que hicieron de 1994 uno de los años más movidos de la historia mexicana reciente. 
A sólo tres semanas del final de la presidencia de Salinas de Gortari y después de un año de crisis política sin precedentes (con al menos dos asesinatos al más alto nivel entre el grupo gobernante), a la que nada más llegar al poder Ernesto Zedillo iba a añadirse una profunda crisis económica, el PRI, el clan al que pertenecían ambos presidentes y también el propio Sabines, estaba en un avanzado estado de descomposición. 
Con monotonía y frases sin brillo y sin ninguna prisa el poeta se ocupó de los temas que estaban en el aire y que Germán se cuidó de sacar a la plática, a falta quizás de otros más inmediatos y amigables: la situación general de Chiapas, las acusaciones de corrupción hechas a su hermano Juan y las actividades de Samuel Ruiz, a quien el poeta señaló como el culpable de todo lo que estaba ocurriendo en el estado. Sólo interrumpió su monólogo para contestar una llamada telefónica, para lo que le acercaron un aparato inalámbrico del que luego ya no se separó.
Después se quejó del estado de su pierna izquierda, pero tampoco entonces fue expresivo: dijo que estaba harto de las operaciones y contó que cada vez se movía con mayores dificultades (la suela del zapato de ese lado era del triple del tamaño de la otra) y que ya ni siquiera le quedaba el consuelo de ir a nadar, como al parecer había hecho hasta no hacía mucho. Cuando le dijimos que el propósito de nuestra visita era que Germán conversara con él para la revista que yo dirigía, rugió más que dijo que ya no iba a conceder entrevistas y que de ninguna manera iba a hacer una excepción en favor de su amigo porque éste era un pésimo entrevistador. “Es que siempre quiere ser él y no deja ni hablar a los otros”, añadió, sin variar el tono de voz. A la sesión fotográfica, contra todo pronóstico (y lógica), dijo que sí.
Días antes, cuando Dehesa me propuso ir a ver a Sabines para hacerle aquella entrevista, me pareció que Roberto Portillo era la mejor opción para hacer las imágenes. Fotógrafo de percepción fina, era también un hombre prudente. Su cierto nerviosismo característico desaparecía en cuanto se ponía a trabajar. Por difíciles que se pusieran las cosas a la hora de fotografiar al famoso poeta —al que aquella mañana encontrábamos convertido en una especie de león enjaulado—, Roberto saldría airoso y sin mayores problemas. 
En cuanto tuvo luz verde se movió con cuidado en aquella salita como la de cualquier familia acomodada del Pedregal, y además de colocar el ciclorama a sus espaldas ubicó las luces e hizo que el poeta mirara aquí, primero, y luego acá, y luego otra vez aquí. Éste, poderoso y reseco, con la astilla encendida del cigarro invariablemente en la mano, mirando con fijeza al objetivo tal como lo prueban las fotos que acompañan este artículo, se mostró dócil a la cámara en tanto contaba que la primera vez que le hicieron un retrato fue un amigo en Ciudad Universitaria. También, que en aquel entonces las fotos que se hacían eran, así dijo, “cuadros cerrados”.
Como las notas que tomé aquel día de hace 17 años son fragmentarias, no puedo decir con exactitud si fue antes o después de hacer las fotos que ocurrió lo único que me hizo pensar que aquel titán anclado en sus amarguras tenía la sensibilidad que podía esperarse de él. ¿No era, finalmente, un hombre de cultura y letras? ¿No era uno de los poetas más leídos del país? Se refería a un viaje por tierras andaluzas, quizás acompañado de Chepita, su mujer, cuando pronunció una palabra que hizo que su gesto, el tono de su voz y la intensidad de su mirada sufrieran una metamorfosis, una palabra a la que cargó de toda la felicidad y la satisfacción que era posible vivir en este mundo: “Granada”. Entonces, siquiera por un momento, me pareció que desaparecían la salita mediocre, los interlocutores irrelevantes y la sequedad de desierto bíblico de su enojo, y un estremecimiento pasaba temblando a través de él.
Roberto Portillo le hizo ese día unos retratos que, como no tuvimos un texto apropiado para acompañarlos, quedaron inéditos. ¿Cómo pudo suceder? Germán escogió a la persona que escribiría un texto para publicar con ellas en lugar de la malograda entrevista, una muchacha cercana a él de la que he olvidado el nombre que unas semanas más tarde nos envió una selección de poemas conocidos de Sabines, lo que a esas alturas nos pareció que no tenía ningún interés. Como siempre muy profesional, Roberto entregó las diapositivas en tiempo y forma y se olvidó del asunto. Aunque la revista siguió saliendo más de seis años, nunca se presentó la oportunidad de publicar las fotos y nadie volvió a verlas hasta el día de hoy.
Hace unas semanas me lancé en la búsqueda de mi viejo amigo fotógrafo por un asunto relacionado con otras imágenes, también suyas. A pesar de que pregunté aquí y allá a algunas personas que me pareció que debían de conocerlo, nadie supo decirme ni media palabra sobre él. Algunos no recordaban ni siquiera haber oído su nombre. Escribí la petición en Facebook y Twitter, donde estoy en contacto con no pocos de sus colegas, muchos de ellos antiguos colaboradores míos, con idéntico resultado: nada. Cuando ya renunciaba a dar con su paradero, tuve algo parecido a una intuición: de pronto me vino a la mente que quizás había sido Pep Ávila, otro fotógrafo cercano a la revista, quien nos había puesto originalmente en contacto. La sensación resultó atinada: Pep me contó que hace unos años Roberto se fue a vivir al extranjero y me dio su dirección electrónica. 
Éste me contestó desde Nueva York para contarme lo inaudito: que había abandonado la fotografía para ejercer su carrera universitaria, el Derecho. De cuando en cuando, añade, hace algunos trabajos fotográficos pero sólo de los asuntos que le interesan. Casi sin querer, salen a la conversación los retratos de Sabines. En cuanto Roberto Portillo ni una sola vez.. sonrivez. de  mes fue demasiado expresivo: dijo que cada vez se mov como primicia a los lectores de este blogen cuen me confirma que tampoco él las publicó nunca, decido con su anuencia ofrecerlas como una valiosa primicia a los lectores de Día Siete.

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El artículo y las fotos, tal como aparecieron en el número 580 de Día Siete, pueden verse en http://bit.ly/nKEoTE

La foto de Salinas y compañía es de Emilio López y apareció en la portada del periódico unomásuno del 20 de octubre de 1993, según está reseñado en este mismo blog"Foto política", http://bit.ly/AeZwmp

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