domingo, 27 de enero de 2013

FRG sobre El ciclismo y los clásicos


La semana pasada se presentó la nueva edición de mi plaquette de 1990. Como he contado aquí, las más de dos décadas que han pasado y los apenas 350 ejemplares de los que constó el tiro me hicieron pensar que valía la pena dar un segunda oportunidad a mis primeros poemas. Como en su momento muy poca gente los vio, me pareció buena idea invitar a hablar de ellos a dos de las personas que sí lo hicieron, dos de mis mejores amigos, quienes mejor que nadie podrían comentarlos y de paso evocar las circunstancias en las que fueron escritos. 
Uno es el conocido director de escena Sergio Vela; el otro, el lingüista y maestro universitario Fernando Rodríguez Guerra, a quien voy a referirme. Aunque coincidimos en la preparatoria, y en el último año incluso estuvimos en el mismo salón, no fue sino hasta la Universidad que nos hicimos amigos, gracias indirectamente a unos versos de Borges. Como casi nunca había conversado con él, cuando me abordó un mediodía a la salida de la Facultad para preguntarme si tenía bien copiada una cuarteta del poeta argentino, del que para entonces yo era un seguidor entusiasta, ésa que dice

¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago,
que con fuego y con sal borró el latino [,]

no me di cuenta, por la simple razón de que no estaba al tanto del gran lector que era Fernando —y menos de su notable memoria—, de que aquélla no era sino una manera extraordinariamente fina y sensible de iniciar una relación de amistad (amistad, por cierto, que por estos días cumple nada menos que treinta años). 
Además de todo lo que hemos compartido (amigos, inacabables sobremesas, viajes, publicaciones), no exagero si digo que a Fernando le debo infinidad de lecturas cruciales. Le debo, por ejemplo, la poesía de Lope de Vega y en cierto sentido toda la del Siglo de Oro español. Recuerdo que al poco de empezar a tratarlo conseguí la antología de poetas de la edad dorada hecha por Blecua para Castalia en dos tomos (el primero dedicado al Renacimiento y el segundo al Barroco), a la que mi flamante amigo volvía una y otra vez. Y le debo otras cosas que sería prolijo y quizás inadecuado contar aquí.
La noche del pasado 17 de enero, Fernando leyó una concisa nota sobre mis viejos trabajos que me recordó otra todavía más concisa que también sobre ellos leyó hace más de dos décadas, en una mesa redonda en el Claustro de Sor Juana, por los días en que El ciclismo y los clásicos estaba por publicarse o acababa de aparecer. 
Por azar, buscando otra cosa (unas fotocopias de la epístola de Aldana a Arias Montano con notas, uno de mis poemas preferidos de toda la poesía en español, que es bien posible que también le deba a Fernando), esta misma semana me di de bruces con ella.
Con ambas notas delante, no se me ha ocurrido nada mejor que publicarlas juntas. En los dos textos separados en el tiempo por más de veinte años que copio a continuación Fernando menciona sólo cuatro de los muchos gustos del refinado lector y cinéfilo que ha sido siempre: Tarkovski, la Generación del 27, Cavafis (al lado de estas líneas), Gimferrer. Y sobre todo habla con la empatía y el cariño profundo que nos ha unido toda la vida.

Partir no es poca cosa [ca. 1990]
En una de sus últimas entrevistas, Andrei Tarkovski se defendía de quienes criticaban la belleza formal de sus películas diciendo que “si en algún lugar el medio es el mensaje, ese sitio es el arte”. 
Escribo por delante estas ideas porque creo que de alguna manera resumen el quehacer poético de FF. Para Tarkovski, como para Fernando, la capacidad comunicativa de los medios —el cine, la poesía— está en relación directa con la perfección formal que alcancen ellos. No es pues casual la preferencia de Fernando por un grupo de poetas cuyo trabajo del lenguaje —desde y para el hombre— renovó la lírica española durante el siglo XX: la Generación del 27. Como ellos, su optimismo esencial, su confianza en el trabajo poético y el vivir profundo que él engendra, provienen de la íntima certeza de la inseparabilidad del hombre y la poesía. Por encima de los lugares comunes, el sentimentalismo y la chabacanería en que navega gran parte de nuestra mal llamada poesía joven, los poemas de Fernando intentan remontar el amorosamente arduo camino de la verdadera poesía, la poesía sin adjetivos, y en esta empresa —como dijo Cavafis sabiamente— partir no es poca cosa.
Texto leído en el Claustro de Sor Juana alrededor de 1990.

La lección de todos los poetas [2013]
Conozco la práctica totalidad de los poemas que integran El ciclismo y los clásicos desde que se escribieron, hace más de 20 años; conozco también, con más o menos detalle, las circunstancias y situaciones que dieron lugar a cada uno de ellos, y creo también haberlos discutido con su autor, en una época en la que práctica poética ocupaba un lugar central en la vida no sólo de Fernando, sino también de algunos otros. 
De modo que soy, en algún sentido, una especie tío de estos poemas. Por ello me pareció natural aceptar la invitación de su autor para acompañarlo en esta mesa.
Pero al releerlos, como ocurre a veces con las personas a las que hemos dejado de ver durante largo tiempo, me parecieron distintos, diferentes; más luminosos y precisos. Por encima de la anécdota o del motivo, que en aquél entonces ocupaba mucho espacio en mi apreciación de los poemas, lo que ahora más me sorprendió en ellos es la precisión de su artificio poético.  
Se trata en su mayor parte de breves piezas de orfebrería verbal que muestran la bien aprendida “lección de todos los poetas”, para usar un verso de Novo, y la alusión a los clásicos del título no es gratuita: de los poetas del Siglo de Oro  y su empleo de la eufonía y la exploración sonora, hasta los autores de la Generación del 27 y el verso libre tan querido por la ellos, los poemas de El ciclismo conforman un rico muestrario de recursos poéticos.
Armado con este arsenal, como si fuera una cámara, Fernando recorre gozoso, pluma en ristre, atrapando instantes y ensayando canciones, elaborando auténticas miniaturas y postales, a través de una mirada irónica y distante, en las que el verdadero protagonista es el verso, el lenguaje y sus posibilidades expresivas. 
Hacia el final de El ciclismo, Fernando parece abandonar la cámara instantánea y embarcarse en un registro más amplio, más narrativo, que anuncia lo que vendrá después en Palinodia del Rojo: la insólita combinación de un lenguaje poético acendrado y una ambición narrativa que lo vuelve perfectamente distinguible en nuestro confuso panorama poético.
Pero regreso a El ciclismo: a pesar de haber compartido muchos de los viajes físicos o emocionales que son el trasfondo de este poemario, y que son también sólo parte del poso vivencial de una ya muy vieja amistad, me emociona enormemente constatar que esos hechos poéticos, siguen ahí, de pie, más vivos y luminosos, confirmando las certezas poéticas de Fernando. Y es que como dice Gimferrer en una entrevista recientísima: “lo que importa es la eficacia poética, no sus alusiones”.
Texto leído el 17 de enero de 2013 en La Casa del Poeta.

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La presentación de la segunda edición de El ciclismo y los clásicos, que apareció en la colección Fervores de la editorial Parentalia, se llevó a cabo en La Casa del Poeta el jueves de la semana pasada. En ella participaron, al revés del orden en que aparecen en la foto que abre este post, mis amigos Sergio Vela y Fernando Rodriguez Guerra, y el editor Miguel Ángel de la Calleja. La foto es de la editorial, a la que doy las gracias por permitirme reproducirla.

La foto de Borges es de Rogelio Cuéllar y la de Salvador Novo, de Tomás Montero Torres. La que tiene las imágenes de Père Gimferrer la tomo prestada de la página del diario español El Mundo (http://mun.do/L4n7TV), que la publica sin indicar autoría.

Maestro de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México desde hace varios lustros, Fernando Rodríguez Guerra se desempeña actualmente como coordinador del Centro de Lingüística Hispánica del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Desde hace por lo menos una década y media tiene un libro de poemas inédito llamado Actos de habla.

Más sobre Fernando Rodríguez Guerra en este blog:
Alejandría (1986-1989), http://bit.ly/Vo3Aom
Contra la fotografía de paisaje, http://bit.ly/Y5nRw6
Nagara, el gato de Octavio Paz, http://bit.ly/TAg6AJ

Más sobre El ciclismo y los clásicos en este blog:
Notas de Gonzalo Celorio y Eduardo Milán, http://bit.ly/WVnlUp
Cinco poemas comentados, http://bit.ly/NwnEzY
Algo sobre su primer editor, Luis Mario Schneider, http://bit.ly/QsWTvt

domingo, 20 de enero de 2013

Stendhal en palabras de Menéndez Pelayo


Me gusta también cuando se equivoca: ni siquiera entonces dejan de brillar las virtudes que hicieron de él uno de los máximos historiadores de la literatura española y sin ningún género de duda el más sabroso y entrañable de sus comentaristas. La erudición siempre útil, las ideas acendradas por la reflexión personal, la intención de equilibrio y la emotividad puestas en cada uno de sus juicios hacen que ciento veinte años después de haber sido expresadas por escrito mantengan el calor y el nervio de la vida, a veces más que las obras de las que se ocupó. 
A continuación comparto con los lectores de Siglo en la brisa el cuerpo principal de las discutibles y apasionadas opiniones de Marcelino Menéndez Pelayo sobre Stendhal —que entresaco del apartado “Las direcciones excéntricas” del capítulo dedicado al Romanticismo en Francia de su invaluable Historia de las ideas estéticas en España—. Después de leer lo que don Marcelino pensaba del autor de Le Rouge et le Noir (era “una curiosidad única, más curiosa que simpática ni admirable”; no tenía estilo “sino una manera impertinente y afectada”; había en su obra sobre todo “charlatanismo” y era “uno de los pensadores más radicalmente inmorales y ateos y una de las almas más secas que han existido”…), al leer todo esto siento que conozco más al gran polígrafo montañés, pero sobre todo, al ver lo que fue capaz de provocar en su propio siglo, me parece que conozco más a Stendhal. Por sobrepasar los límites de esta entrega, dejo fuera las reflexiones pelagianas sobre el Henri Beyle melómano y viajero pero quien se interese en ellas puede consultarlas en el enlace de dicha fundación, que copio más abajo.

Juicio sobre Stendhal
por Marcelino Menéndez Pelayo
De Stendhal puede decirse que ganó todas sus batallas después de muerto. Entre los que le conocieron y trataron más íntimamente (sin excluir al mismo Mérimée), ninguno llegó a adivinar y presagiar tan rara fortuna; ninguno, excepto Balzac, que saludó La Cartuja de Parma con un enérgico ditirambo. 
Mientras la mayor parte de las reputaciones del período literario de la Restauración palidecen o están ya eclipsadas, se lee hoy a Stendhal, pseudónimo de Enrique Beyle, como se leería a un contemporáneo; se le ha convertido en jefe de escuela: Taine le ha llamado “gran novelista y el primer psicólogo de nuestro siglo”, y los naturalistas le traen y le llevan como a precursor suyo, aunque lo cierto es que se les parece muy poco. En rigor, no se parece a nadie; se resiste a toda imitación; es un tipo literario, una curiosidad única, más curiosa que simpática ni admirable.
Pero extraordinariamente curiosa, bajo el aspecto psicológico sobre todo. Puede disputarse que Stendhal (1783-1842) sea en rigor artista, por más que fuese notabilísimo crítico de artes, caprichoso y arbitrario sin duda, pero sincero, convencido y lleno de pasión en sus gustos buenos o malos. Pero como productor de obras de arte (si se exceptúan sus narraciones cortas) no tiene estilo, sino una manera impertinente y afectada, una negligencia petulante que divierte en las primeras páginas y llega a impacientar después. Beyle estaba lleno de manías, siendo en él una de las más arraigadas la de no querer pasar por hombre de letras, sino por hombre de mundo que se divertía en escribir como quien fuma un cigarro (frase suya) sin caer en la puerilidad de tomar por lo serio lo que escribía. Tenía, además, sus peculiares teorías sobre el estilo; le quería sencillo, desnudo, casi ideológico. Es célebre aquella frase suya “antes de ponerme a escribir una novela, leo por algunos días en el Código civil para formarme el estilo”. 
Sin tomar al pie de la letra ésta y otras semejantes humoradas, contradichas muchas veces en la práctica por el mismo autor, es cosa clara que el ideal literario de Stendhal, derivado de su procedimiento psicológico, era el más contrario que puede imaginarse a la furia colorista de Balzac, de Flaubert y de Zola. Evidentemente, no son de la misma escuela. Nacido Stendhal en el siglo XVIII, y saturado hasta los tuétanos de la filosofía analítica de Condillac y de su lengua de los cálculos, aspiraba a hacer del lenguaje literario, no la visión más o menos brillante, más o menos fantasmagórica de la realidad, sino un sistema de notación, lo más exacta y precisa que le fuera dable, de los fenómenos de la sensación, a los cuales él reducía toda la vida del espíritu. Es evidente que el estilo de los naturalistas no ha nacido ni podido nacer de esta álgebra gramatical, sino que es la última exageración del sistema opuesto; es decir, de la retórica pintoresca de los románticos, tal como la profesaron, sobre todo, Teófilo Gautier y su escuela.
Cabe en el estilo que adoptó Beyle, cierto grado de belleza literaria, el cual consiste o debe consistir en aquella transparencia y lucidez que hace que no se interponga nube alguna entre el pensamiento y su expresión, sino que juntos lleguen a la comprensión del lector, desterrando totalmente de su ánimo la idea del estilo, y haciéndole descansar sin esfuerzo en la contemplación de las cosas mismas. 
Pero cabalmente, este género de belleza es el que menos veces logra Stendhal, culpa en parte de la complicación refinada de su pensamiento, mucho más sutil que el de los ideólogos antiguos; y en parte del desdichado prurito de afectación y singularidad que él llevaba a todas las cosas y que le hacía dar tormento a su propio espíritu, forzándole a increíbles contorsiones. Dotado, por naturaleza y por estudio, de sagacidad extraordinaria para sorprender los más ocultos repliegues de la conciencia moral, se inclinó con preferencia, y como por sabio dilettantismo, al estudio de los más monstruosos y excéntricos, al cultivo de todas las rarezas psicológicas, de los maquiavelismos oscuros, de las perversidades e infamias más preternaturales e inusitadas, de todos los casos raros de clínica mental. 
Los héroes de Stendhal, en sus novelas largas (Le Rouge et le Noir y La Chartreuse de Parme) , son personajes tan extrañamente concebidos, tan negros y misteriosos, dotados por el autor de maldad tan estrambótica y trascendental, que ni ellos ni el psicólogo que los analiza pueden hablar como todo el mundo. Digámoslo claro: hay en el arte de Stendhal mucho ingenio, pero todavía más charlatanismo. 
Charlatanismo de todas especies: hipocresía vuelta del revés, hipocresía de inmoralidad y de ateísmo (por más que fuera Stendhal, sin necesidad de violentarse, uno de los pensadores más radicalmente inmorales y ateos y una de las almas más secas que han existido), afectación de profundidad y de desdén aristocrático, afectación de incoherencia y falta de lógica, afectación de escribir mal; en suma, toda especie de afectaciones. La época era propicia a ellas, y después del satanismo elegante de Byron y del hastío inconsolable de Chateaubriand, Stendhal no quiso ser menos, e inventó para sí propio, aunque por de pronto con menos éxito, el tipo del materialista alma de cántaro con visos de Maquiavelo frustrado. Stendhal, que en su juventud había sido Comisario de guerra, o cosa tal, en los ejércitos imperiales, y que luego pasó su vida bastante obscuramente en los consulados de Italia, se creía diplomático formidable; hombre de excepcionales talentos para la guerra y para la acción política, si no se lo hubiesen estorbado las circunstancias, y sobre todo la caída de Napoleón, que era su ídolo, la única creencia y la única superstición de su vida. 
A sus personajes predilectos les infundió este mismo carácter y estas mismas quiméricas pretensiones, poniéndoles en la frente el sello de especial predestinación que llevan todos los héroes románticos. Ni Julián Sorel ni Mosca tienen nada de personajes naturalistas: es cierto que su actividad se consume en luchas microscópicas, en intrigas subalternas, en crímenes tan horribles como estrafalarios; pero todo el empeño del autor es presentarlos como seres superiores, que serían capaces de conmover el mundo, si no los encadenase la fatalidad de los tiempos a esa acción oscura y sin gloria. 
Es en el fondo, aunque presentada de diverso modo, la misma fatalidad que aqueja y persigue a los héroes de Byron, y responde en cierto modo a la singular conmoción que toda aquella juventud debió de sentir ante el espectáculo verdaderamente inaudito (y para los contemporáneos mismos, envuelto ya en los vapores de la leyenda y del mito) de la grandeza y de la catástrofe napoleónica. En ninguno fue tan honda esta impresión como en Stendhal: las mejores páginas de La Cartuja de Parma , las primeras, dan testimonio de ello.
[…]
Stendhal, en cuanto escritor brutal y cínico, se asemeja a los naturalistas por la predilección con que busca, estudia y representa toda fealdad moral; y también porque en filosofía profesa como ellos el mecanismo y el determinismo más groseros; porque excluye del alma humana todo afecto limpio y generoso. Esa será, sin duda, “la nota verdadera y nueva que Stendhal encontró en la novela”, según expresión de Zola. 
El cual no tiene razón en añadir que Stendhal haya sido el primero que ha visto al hombre “desnudo del oropel de la Retórica y fuera de las convenciones literarias y sociales”; porque Stendhal tiene su retórica propia, bastante fastidiosa y monótona por cierto, y no pueden darse personajes más convencionales, o, por mejor decir, más imposibles literaria y socialmente, que los suyos. El mismo Zola [arriba de estas líneas] confiesa que son “curiosidades cerebrales”, y no otra cosa. Por otra parte, Stendhal en sus novelas (no tanto en sus viajes) carece, no solamente de abundancia pintoresca, sino hasta de sentido de la realidad exterior. 
Y aunque no crea en Dios, ni en la espiritualidad del alma, ni en el deber moral, ni en otra cosa alguna, sino en el placer físico, procede en sus análisis, no como fisiólogo, sino como ideólogo; no como materialista de ahora, sino como materialista del siglo pasado, extraño a las ciencias experimentales, y, por el contrario, muy familiarizado con los procedimientos de las matemáticas y de lo que llamaban “gramática general”. La novela de Stendhal es, pues, un mundo aparte, tan lejano de la novela naturalista, como puede serlo el Adolfo de Benjamín Constant. Tampoco se encuentra en Stendhal el desprecio de la fábula complicada, que ha llegado a ser dogma entre los naturalistas. Sus novelas tienen mucha acción, y acción interesante; sobre todo La Cartuja de Parma es una novela de aventuras, un verdadero embrollo, lleno de lances inesperados y sorprendentes como los de un cuento de Bandello.
Resulta, pues, que Stendhal, por cualquier lado que se le mire, no es realista, en el moderno sentido de la palabra, sino romántico materialista, combinación rara, pero no única, puesto que se dio también en Merimée y en algún otro. Con Merimée tiene también el punto de contacto del exotismo literario (que en Stendhal se reduce a italianismo), la predilección por la pintura de acciones feroces y sanguinarias, de pasiones violentas y rápidas que estallan y matan en un punto mismo, sin que la impasibilidad del narrador se altere en lo más mínimo al contar los más grandes horrores. Tales son esas famosas novelas italianas de Beyle [...], que si estuviesen mejor escritas, si el autor hubiese poseído el arte del diálogo, la graduación de los efectos dramáticos y la perfección sobria y nerviosa de estilo que en Merimée admiramos, podrían competir sin desventaja con las más felices narraciones de este insuperable cuentista. Pero el arte incompleto y, por decirlo así, cojo, de Stendhal, hace que su perpetua ironía trascendental se vea más al descubierto, y resulte más desabrida y antipática.
En teoría, no fue Stendhal menos romántico que en la práctica. Tiene sobre otros muchos críticos de su escuela el mérito de la prioridad, puesto que desde 1814 estaba en la brecha; tiene además la ventaja de haber poseído conocimientos de la literatura extranjera, y especialmente de la italiana e inglesa, que eran todavía rarísimos en Francia. 
Y, por último, fue el primer crítico de esta nación que salvó los límites del horizonte literario propiamente dicho, y pudo tratar con igual competencia de música, de pintura y de poesía, lo cual le daba indudable superioridad de criterio estético. Estas ventajas estaban contrapesadas por su pobrísima filosofía, que le llevaba a negar todo carácter absoluto a la idea de belleza, y a erigir en única ley y norma de arte el relativismo de las sensaciones. Stendhal, pues, no pasa de ser un crítico empírico, pero generalmente de buen gusto y de mucho ingenio; aunque deslucido por el afán de presentar sus ideas en forma descosida, paradójica y extravagante, con lo cual, huyendo del escollo de la pedantería dogmática, viene a caer en otro género de pedantería escéptica y mundana, que le perjudica bastante.
[…]
Cuanto dice Stendhal sobre la naturaleza de la ilusión dramática, sobre la risa y lo cómico, sobre la influencia de los hábitos de conversación y de sociedad en la literatura francesa está muy bien pensado, y hoy mismo merece leerse. Pero lo más notable de Stendhal como crítico literario, es, sin duda, la idea de que todos los grandes escritores fueron románticos en su tiempo, y que sólo un siglo después de su muerte, cuando las gentes empiezan a copiarlos, en vez de abrir los ojos e imitar a la naturaleza, se convierten en clásicos. Si los románticos hubieran penetrado todo el alcance de estas palabras, quizá se hubiesen abstenido de sustituir una imitación a otra, y ni el drama pseudo-shakesperiano, ni la falsa Edad Media, ni el orientalismo convencional, ni el exotismo hubiesen existido. […] 
En una nota escrita en sus últimos tiempos, y añadida a su Historia de la Pintura, dice con visible despego que “los románticos ganaron su causa a fuerza de ser buena; que fueron instrumento ciego de una gran revolución que hizo pasar el arte desde la miniatura amanerada de una sola pasión a la pintura en grande de todas las pasiones; pero que fueron como el sable de Scanderbeg, hirieron y mataron, pero no tuvieron ojos para ver lo que mataban ni lo que había que poner en su lugar”. Sus obras están llenas de indicaciones despreciativas contra Chateaubriand […], contra Víctor Hugo y contra toda la pléyade romántica de 1830. En cuanto a sí propio se jactaba de que no sería comprendido ni estimado en su justo valor hasta 1890, y ya hemos visto que se equivocó en muy pocos años. Falta saber si el entusiasmo actual durará o llegará a reducirse a más justos límites. Me parece notar ya síntomas de cansancio. Pero aunque la secta de los stendhalianos desaparezca (y en ello ganarán mucho el arte y la moral), no es fácil que los libros de Stendhal vuelvan a caer en la categoría de rarezas: están preñados de ideas buenas y malas, y sólo el libro sin ideas es el que definitivamente muere.

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La mayoría de las imágenes que ilustran este texto fueron tomadas de la red.

Aunque tengo la edición de la colección Boreal de la editorial argentina Glem, comprada por mi padre en La Lagunilla, por razones de rapidez y facilidad he preferido copiar el texto de la página de la Fundación Ignacio Larramendi, en la que están las obras completas de Menéndez Pelayo. El juicio sobre Henri Beyle está en http://bit.ly/UXNfkO

Más sobre Stendhal en este blog:
Evocación de Gerardo, http://bit.ly/XnwFem
Danza de Clori, http://bit.ly/T1pBIV

Más sobre Menéndez Pelayo en este blog:
De viaje con María Rosa Lida de Malkiel, http://bit.ly/Uynw4I
Fin de año en Donceles, http://bit.ly/Yfs2cy
Manojo de refranes celestinescos, http://bit.ly/13QdekL
Ocios de 1946, http://bit.ly/JImW1Q

domingo, 13 de enero de 2013

Siete imágenes del Códice Laud


Los facsimilares nos dan la ilusión de enriquecer nuestras bibliotecas con objetos únicos igual que si fuéramos grandes coleccionistas del Renacimiento, de los que según Highet el primero fue Petrarca. 
Entre mis adquisiciones más recientes destaca un antiguo documento mexicano que debo al buen gusto de una joven florentina: el Códice Laud. Es uno de los poquísimos códices prehispánicos que han llegado a nosotros: una tira de casi cuatro metros de largo y dieciséis centímetros de ancho pintada por los dos lados que se dobla en forma de biombo cuyo original se conserva en la Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford. El documento lleva el nombre de su dueño en el siglo XVII, William Laud, arzobispo de Canterbury, un hombre poderoso y controvertido que alcanzó la cumbre de la iglesia anglicana y fue decapitado en enero de 1645. 
Muchas veces se ha referido cómo el códice acabó desvinculándose de su origen al grado de que fue conservado en un estuche de cuero que llevaba una etiqueta que decía Liber Hieroglyphicorum Aegyptorum MS, es decir Libro manuscrito de jeroglíficos egipcios.
El Laud pertenece al grupo que Eduard Seler llamó Borgia —por el célebre documento de ese nombre—, compuesto por aquellos códices elaborados antes de la llegada de los españoles que están hechos en piel de venado y cuyos complejos simbolismos se relacionan con el tonalpohualli, el famoso ciclo de 260 días, por lo que eran usados con fines adivinatorios1. La edición que ha llegado a mis manos pertenece a la serie Códices Mexicanos cuyos responsables son la Akademische Druck-und Verlagsanstalt y el Fondo de Cultura Económica. Es de 1994 y está conformada por el facsimilar mismo, impreso en Austria, y un estudio explicativo de más de trescientas páginas cuyo título, La pintura de la muerte y de los destinos, da una idea del contenido del códice.
Estoy muy al tanto del desdén con el que los conocedores se refieren a esas ediciones hechas por una comisión técnica internacional. León-Portilla, por ejemplo, dice que algunos de los facsimilares no están muy conseguidos, como el Borgia mismo o el Vaticano A, y que las interpretaciones que los acompañan son con frecuencia discutibles: “Pretenden [...] los autores que están revelando el sentido oculto o esotérico que consideran propios de estos códices” (Códices, Aguilar, México, 2003, pág. 218).
Como sea, desde que tengo la edición conmigo casi no ha pasado un día sin que me dé un paseo por sus fascinantes láminas. Confío en que quienes se interesen en él acudan a la información que hay disponible a través de diversos medios. Yo me conformo con decir que si bien se ignora el lugar de su origen, si nadie tiene idea precisa de qué significa y no se sabe exactamente cómo llegó a Europa, hay algo en el Códice Laud que está más allá de cualquier conjetura: su extraordinaria belleza. He escogido algunos detalles de los que más me gustan para compartirlos con quienes siguen Siglo en la brisa. Su perfección, su claridad y su fuerza estética hacen que no deba añadir nada más.








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1 “Eran instrumentos de adivino, que le permitían conocer la influencia de determinado día o de otro espacio de tiempo con respecto a determinada acción proyectada”. Eduard Seler, citado por Nelly Gutiérrez Solana en Códices de México, Panorama, tercera reimpresión, México, 1999, pág. 27.



Más sobre arte en este blog:
Sobre Baco y Ariadna de Tiziano, http://bit.ly/V3HU0F
Carlos Mijares en Michoacán, http://bit.ly/P3xWqu
El museo imaginario de Marcel Proust, http://bit.ly/V3ICep