domingo, 30 de octubre de 2011

Silueta

Foto de Fernanda Romandía
Hay quien ve esta foto por vez primera y experimenta una extraña sensación. No es que no le guste, es otra cosa. Por la postura de la niña, porque es imposible que a esa edad se sostenga de esa forma, porque la cabeza está muy acá y la pierna izquierda demasiado no sé cómo. Y porque, de buenas a primeras, no se entiende qué tiene entre los brazos —¿una muñeca? 
Más que el simbolismo que pueda encontrársele a la imagen de la pequeña niña que abraza algo que parece más desprotegido que ella, más frágil y aun más pequeño, creo que lo que atrapa de esta foto es la silueta de este ser que todavía no ha dejado del todo el aspecto de viajero entre la existencia y la no existencia, y aparece todavía fetal y ya con luz de este mundo, todavía semilla y ya retoño rotundo de la vida humana.
Esta silueta, y lo que lleva dentro —el contorno de la pierna izquierda, el bulto del omóplato derecho, la temperatura de la piel que sentimos casi, las puntas del otro pie, allá, a lo lejos—, nos dan la sensación de rareza de la aventura humana, y no la de la infancia sino la de antes e incluso la de después. Esa aventura, que no es sino un ir de un lado al otro de la realidad, de la vigilia al sueño, del pasado al futuro, del dolor a la felicidad, de la misma manera en que vivir es un camino de ida y vuelta de la materia a la nada y del ser al no ser. Elocuente tanto como la existencia misma, esta forma de raíz con prisa y signo de interrogación y universo en tránsito, nos dice mucho de los misterios que no seremos capaces de resolver.




(La foto de mi ahijada Valeria que abre este post y el texto que la acompaña aparecieron en el número 89, de octubre del año 2000, de Viceversa. La imagen más reciente de ella misma, al lado de estas líneas, también es de Fernanda Romandía).




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Más sobre fotografía en este blog:

Nikon Coolpix 4200, http://bit.ly/lH0MJ5
Contra la fotografía de paisaje, http://bit.ly/hGvNEG






domingo, 23 de octubre de 2011

Cómo nace una familia

Las imágenes que conforman este post pertenecen al libro Cómo nace una familia, comprado por mi madre en 1973 o 1974, cuando yo andaba por los nueve o diez años. Por lo que recuerda —y me cuenta ahora—, se lo recomendaron en cierta tienda de libros y objetos religiosos que todavía está en Clavería. 
Como ya escribí en este espacio, mi madre nació poco después del final de la Guerra Civil española en una de las ciudades más frías y oscuras del franquismo, y llegó a vivir a México a los 19 años, casada con mi padre y ya embarazada de mí. Desde el primer día formó parte de una familia que no era precisamente progresista. De cuando en cuando hacía valiosos esfuerzos por comprender y alcanzar algunos adelantos de su época. Este libro representó uno de los más conmovedores. Y, a la larga, una especie de lección para mí, aunque no precisamente en el terreno para el que estaba pensado.
Y es que por mucho tiempo creí que lo importante de él era que en sus páginas había conocido el secreto del “misterio de la vida”, como entonces gustaba de llamarse, quizás no sin alguna cursilería, a la procreación; ahora que lo vuelvo a tener en las manos, prestado por una de mis hermanas, ahora que lo hojeo de nuevo y lo escaneo para compartirlo con los lectores de Siglo en la brisa, me doy cuenta de que este libro fue el primero que conocí hecho ya en el lenguaje editorial para niños que luego se puso tan en boga: un importante despliegue espacial, unas imágenes llamativas, el tamaño de letra relativamente grande. Un tipo de edición que hoy por hoy se produce sin cansancio, se promueve y se lee en muchos rincones del mundo. Es posible que Cómo nace una familia haya significado para mí, sin yo darme cuenta conscientemente, algo como una remota primera lección en un oficio, el editorial, que a la larga sería el mío.
Aunque no niego que le tengo cariño, la historia que se cuenta en él, como no podía ser de otra manera tratándose de los plúmbeos años sesenta de la dictadura en los que fue concebido, por más que fuera en la colorida Barcelona, es simple y hasta algo pazguata. ¿Cómo explicar, si no, que los personajes principales se llamen Inmaculada y Ángel? Vaya, ¿a quién se le ocurre escribir un libro para explicar cómo se hacen los niños echando mano de esos nombres impolutos y sacros?  
De todas las ilustraciones del libro, mi preferida, la que con el paso del tiempo volvió a mi recuerdo una y otra vez, es la del sublime momento del encuentro: un hombre que descubre bajo la lluvia a una hermosa mujer, que no trae paraguas. 
No es que crea que la metáfora que implica la escena sea la deseable o algo parecido; me gustan los elementos que la componen: el nubarrón encima, que por cierto se prolonga en la página contraria (que no reproduzco), el paraguas y la pipa un poco ridícula en la boca de él y el perro aspirando venturosamente a que todo corra hacia el encuentro…
De ahí saltamos a un noviazgo que culminará poco más tarde, una vez bendecidos por la Iglesia, en una cama en la que Inmaculada y Ángel no harán bulto. (Ese detalle, por lo visto, es fundamental: hace poco hojeé en la casa de una amiga otro libro del mismo género y en él también la cama aparece sin una arruga, como acabada de hacerse, igual que si nadie hubiera estado nunca en ella). Es cuando llegamos al momento clave, cuando todo está a punto de suceder. 
Damos vuelta a la página ¿y qué encontramos? ¡Un campo con flores! Porque las flores son esenciales para captar con precisión qué son las semillas. Una vez conocido ese concepto estamos preparados dar el salto que sigue, mucho más riesgoso y confuso: la gallina…
Publicado por Editorial Fontanella, el libro, del que reproduzco algunas páginas en el orden que ocupan en el libro, está firmado por Adolfo Castaño y José Ramón Sánchez, autores respectivamente de los textos y las ilustraciones. El ejemplar que tengo delante pertenece a la segunda edición, de marzo de 1969, y está pensando, como afirma en una nota, para niños de 6 a 11 años.










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En la foto, que debe de ser de finales de 1966, mi madre aparece llevando en brazos a mi hermano José María. Gracias a él por facilitármela.

Más sobre libros y lectura en este blog:
Un paseo por las librerías de viejo de Donceles, http://bit.ly/dkkFRR
Lecturas setenteras, http://bit.ly/nXOb4c
Lecturas españolas, http://bit.ly/eNXK9W
Mi vuelta al mundo en 80 días, http://bit.ly/eFBUXr

domingo, 16 de octubre de 2011

Primera tumba de Borges

Quien visite la tumba de Borges, en el cementerio ginebrino de Plainpalais, se encontrará con una imponente estela de piedra en la cabecera de una cama de vegetación cuidadosamente podada. En ella podrá distinguir, además de los años de nacimiento y muerte del gran escritor argentino, un bajorrelieve, dos epitafios (uno en anglosajón y el otro en antiguo nórdico) y una “dedicatoria” en español que alude a uno de sus cuentos. 
Las cosas no siempre fueron de esa manera: por lo menos durante el año que siguió a su entierro, que se llevó a cabo el 18 de junio de 1986, la tumba no fue más que un modesto rectángulo de tierra salpicada de flores, sin más adorno que una cruz de madera clara, en la que podía leerse el nombre de Borges escrito a mano. En diciembre de aquel año, Sergio Vela hizo un alto en el viaje que hacía con un amigo por diversas ciudades europeas, expresamente para visitar Plainpalais y hacer las fotos que conforman este post. Veinticinco años más tarde me cuenta que las imágenes fueron captadas con una vieja Kodak Retinette de su propiedad, una tarde particularmente fría y lluviosa. 

Yo no me resisto a preguntarle cuál es la especie a la que pertenece el inquietante árbol que asoma a la tumba. Ésta es su respuesta: “Lo único que sé es que se trata de una rareza, casi una teratología que destacaba por su deformidad y su falta de follaje. 
"Desnudo, en invierno, es feísimo. Lo fotografié porque me parecía más triste que nuestro duelo, y creo que estaba bien donde se hallaba”. Después de un cuarto de siglo de atesorar estas imágenes, gustosamente las comparto ahora con los lectores de Siglo en la brisa.

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La tumba, hoy: http://bit.ly/o67n24

Más sobre Borges en este blog:
La foto de Rogelio Cuéllar en los baños de San Ildefonso, http://bit.ly/9aenhb
Los encantos del sistema decimal, http://bit.ly/oTSBh1

domingo, 9 de octubre de 2011

Alejandría (1986-1989)



El inesperado reencuentro con la carta de Proust que traduje y publiqué parcialmente en 1987 (en las circunstancias consignadas en http://bit.ly/r1f7H2), me llevó a hojear algunos ejemplares de la vieja Alejandría. A mediados de los años ochenta, un grupo de amigos y yo, estudiantes todos de la Facultad de Filosofía y Letras, fundamos una revista literaria de periodicidad trimestral. 
Si al principio iba a llamarse, no sin alguna pedantería, Hégira, la revista terminó adoptando el nombre de la ciudad que mandó construir Alejandro de Macedonia en el lugar al que se refieren unos versos de la Odisea, según relata famosamente Plutarco. (Arriba de estas líneas puede verse a Fernando Rodríguez Guerra, uno de sus fundadores y quien propuso el nombre). La palabra estaba llena de evocaciones y sugerencias literarias: por supuesto que la ciudad misma, con su célebre biblioteca, pero también algunos autores como Cavafis o Lawrence Durrell. 


Alejandría publicó su primer número en el verano de 1986 y el último casi tres años más tarde, cerca de la Semana Santa de 1989. El primero y más duradero de sus consejos editoriales estuvo conformado por Mario Saavedra, Fernando Rodríguez Guerra, Eduardo Menache, José Antonio Jacobo, Alberto López García y un servidor. 
Para el número 8, el último de la serie, quedaron fuera algunos consejeros y aparecieron otros cuya presencia da cuenta de algunas amistades para entonces ya establecidas: Ricardo Cayuela, Julio Hubard, Alberto López de Haro y Pablo Soler Frost. Todavía hubo un proyecto de una entrega más, del que conservo un fólder vacío (que reproduzco a la derecha) con los dibujos que hizo Pablo en él hace más de veinte años, durante una de las últimas reuniones. 


Aunque también hubo sitio para la narrativa y hasta para el ensayo, Alejandría fue esencialmente una revista de poesía de autores primerizos y quizás por eso no debe extrañar la enorme profusión de poetas traducidos que aparecen en sus páginas: William Blake, Leopardi, Stephen Spender, Verlaine, Ritsos, Quasimodo, Eliot, Ungaretti, Robert Frost, Charles Olson, Gustaf Sobin, John Donne, Valerio Magrelli… 
Otra característica digna de reseña fue su interés por la imagen; así, cada número fue ilustrado con dibujos de diversos artistas plásticos, entre ellos Salvador Pinoncelly, Vlady, Diego Rivera, César Martínez Silva o Rubén Ortiz. En un artículo futuro me referiré a las ilustraciones del número 6, nada menos que una colección hasta entonces nunca publicada de dibujos de Xavier Villaurrutia que nos prestó el gran Luis Mario Schneider, lo que me dará ocasión de relatar cómo lo conocí a él. 
El último número de Alejandría fue presentado el 15 de marzo de 1989 (el día de los idus de marzo de aquel año, fecha que apunta a la novela de Thornton Wilder en la que aparece la antigua ciudad egipcia): una mesa redonda que tuvo como escenario la Casa Universitaria del Libro y en la que participaron los poetas David Huerta, Roberto Tejada y Jaime Moreno Villarreal. La idea de este post es reproducir las ocho portadas de su historia, acompañadas de algunas páginas interiores.

Número 1. Verano de 1986. Dibujos de Cynthia Martínez


Número 2. Otoño de 1986. Dibujos de Salvador Pinoncelly



Número 3. Invierno de 1986-1987. Dibujos de Vlady


Número 4. Primavera de 1987. Dibujos de Víctor Salomón


Número 5. Verano de 1987. Dibujos de Diego Rivera


Número 6. Invierno de 1987-1988. Dibujos de Xavier Villaurrutia


Número 7. Otoño de 1988. Dibujos de César Martínez Silva


Número 8. Primavera de 1989. Dibujos de Rubén Ortiz


domingo, 2 de octubre de 2011

Entrevista en Oviedo





(En 2004, la escritora mexicana Mayra Ibarra me propuso hacer una entrevista para la sección cultural de La Nueva España, el diario de mayor circulación en Asturias, donde ambos vivíamos. La entrevista no interesó al periódico y quedó inédita. Si la recupero siete años más tarde, con un par de retoques mínimos, es porque sigo pensando casi todo lo que expresé en ella.)


Por Mayra Ibarra
Desde hace dos años, FF (México, 1964) vive en Oviedo donde ha desarrollado una importante conciencia crítica sobre el quehacer poético mexicano y español, consiguiendo un intercambio estético entre las dos tradiciones. 
Con las revistas Alejandría (1986-1988), Milenio (1990-1992) y Viceversa (1992-2001), realizó una fundamental labor editorial; aquellos años significaron una mirada crítica a los ámbitos literario y cultural de la ciudad de México. Con las publicaciones de los libros de poesía El ciclismo y los clásicos (1990) y Ora la pluma (1999) fue considerado por la crítica mexicana como un poeta neobarroco. La carga paródica, la inocente malicia y la frescura libresca de su poesía lo hacen, en palabras de Gonzalo Celorio, heredero de Ramón López Velarde.

―¿Cómo ves la poesía que se escribe en Oviedo?
―Más bien conservadora, escrita sobre un eje hepta-endecasilábico sin ofrecer casi ninguna variación, de un tono en general previsible que tiende hacia la evocación y la nostalgia. Hay otras tendencias, pero la que más se ve publicada y premiada va por esa línea. Me parece que Oviedo es un fortín de la estética dominante de época que impera en España.
―¿Y a los poetas que la escriben?
―No conozco a todos los escritores que publican en Asturias pero entre los que he tratado hay algunos, no sólo de poesía, que me interesan. 
Xuan Bello [al lado de estas líneas], a pesar de su apariencia de nostálgico incurable, es un autor inteligente que ha adoptado una solución moderna trenzando textos multirreferenciales, aparentemente sometidos a una suerte de ruralidad pero que resultan una manera cosmopolita de mirar al mundo. José Luis García Martín es un poeta de cuerda sutil y registro sofisticado que cumple un papel esencial como animador literario entre las nuevas generaciones… De José Luis Piquero me interesa un libro llamado Monstruos perfectos; algunos poemas tienen una sinceridad desgarrada sin renunciar a la impecabilidad de su factura. Pelayo Fueyo hace una poesía que se encamina hacia el desnudamiento pero proviene quizás de ciertos lenguajes herméticos. Cuando lo leo pienso que la poesía sirve como un espejo: puedes mirarte en ella pero también puede acabar cortándote. 
De Silvia Ugidos me gusta sobre todo un par de poemas de Las pruebas del delito en los que dialoga con Antonio Machado con verdadera creatividad.
―¿De qué modo te sientes cercano a esta poesía?
―Toda mi vida he tenido un ojo puesto en la tradición española. Desde muy joven me sentí, naturalmente, influido por la poesía de este país. En esos años era estudiante de Letras y me entusiasmaba sobre todo la Generación del 27. Cuando llegué a Oviedo tenía la esperanza de que esa parte mía hispánica pudiera hallar aquí un diálogo que en México no había tenido. 
Pero la tradición española que a mí me interesa no es exactamente la que interesa aquí. Del 27, por ejemplo, me parece que influyen aspectos más bien periféricos y que su vena principal, la revaloración del barroco y la exploración de la poesía de origen popular, aquí ya no influye como debería. A mí me siguen interesando más Lorca y Alberti que Guillén o Cernuda.
―¿Qué dirías de la influencia de Cernuda en España?
―Cernuda tenía un sentido de rebeldía a flor de piel que conectaba con su temperamento. El resultado de su influencia, evidente en algunos poetas que lo han leído hasta el cansancio, suele estar carente de esa rebeldía esencial. 
Me parece que de Cernuda se toma sobre todo su parte “confesional” y meditativa que paradójicamente resulta lo más exterior. Los poetas que siguen en su estela se han quedado con su plumaje pero han terminado diluyendo su veneno.
―¿Alguna diferencia entre la poesía que se escribe en México y en España?
―En Latinoamérica bebemos de muchas fuentes al mismo tiempo, lo mismo de Neruda que del Arcipreste de Hita o Lorca, mientras que en España, desde mi punto de vista, se ha impuesto una tradición secundaria, un poco de traspatio, lejana de la vía principal —que pasa por Fernando de Rojas, que venía desde antes del Arcipreste y que continúa en el Siglo de Oro, que salta luego al modernismo y la vanguardia. 
Es increíble pero ninguna de esas experiencias estéticas parece gravitar sobre lo que mayormente se escribe y premia en la actualidad. A veces tengo la sensación de que se escribe como si nada de eso hubiera sucedido.
―¿Consideras que tu trabajo queda un poco entre las dos orillas?
―Aquí o allá, me siento muy ligado a España y la tradición hispánica. De mis cuatro abuelos, tres son asturianos y el cuarto es andaluz, por eso cuando me refiero a mi identidad tengo que decir “español” todavía con más precisión que “asturiano”. Creo que lo que hago tiene una fuerte raigambre española. 
Es cierto que para el mexicano medio, que es más bien reconcentrado y solemne, mis poemas resultan quizás algo altisonantes. Sin embargo vengo aquí [a España] y tampoco soy exactamente de este lugar, porque la vivencia de la hispanidad aquí es ya otra. Con todo, por provenir de América, quizás me he alimentado de ciertos valores hispánicos históricos que allá siguen vigentes y que en la España moderna han perdido sentido.
―No en vano tu tendencia neobarroca…
―Sí, bueno, el barroco quizás ofrece unos recursos adecuados para expresar la crisis de identidad que supone la cultura española trasplantada a América. 
Los españoles que van para allá [a México, se entiende] y queman las naves ya no pueden volver porque ya no son de aquí, pero también se dan cuenta de que la realidad americana es algo impetuoso e inmenso que los desborda. Los códigos del barroco resultan eficaces para definir una identidad que está en vilo. Me entusiasma esa tradición, la barroca, que en general aquí es vista y oída como una rareza. En ese sentido, también en eso es como si no hubiera habido Generación del 27, cuyos poetas, no debe olvidarse, coincidieron alrededor de Góngora con la intención de darle su verdadero lugar en la tradición de nuestra lengua.



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Las fotos de Xuan Bello y Silvia Ugidos las tomé yo mismo en septiembre de 2004 en Oviedo, mientras el grupo de la Tertulia Óliver, encabezada por el poeta y crítico José Luis García Martín (en la foto de la izquierda), grababa un documental sobre la obra de Víctor Botas.


La foto de mis abuelos paternos fue tomada durante su viaje a México, a finales del verano de 1933.

El blog de Mayra Ibarra, doctora en literatura por la Universidad de Oviedo, está en www.lacoctelera.com/reinasycopas


La foto en la que aparezco con ella fue tomada en febrero de 2003, en Santa Eulalia de Morcín, durante una comida en la casa de nuestros amigos Gregorio y Charo.