domingo, 27 de marzo de 2011

El museo imaginario de Marcel Proust

A José María, cotidiano amante de la pintura
Es uno de los libros que he comprado con más gusto durante los últimos años. Al verlo en una librería parisina, una de las veces que estuve en Francia organizando la participación mexicana en el Salón del Libro de París, lo abracé con reconocimiento agradecido, igual que si hubiera estado al tanto de su existencia mucho antes de saber de él. 
Se trata de la edición francesa de una obra publicada originalmente en inglés en 2008 con el nombre de Paintings in Proust. A visual companion to In Search of Lost Time (Thames & Hudson). Ideado por Eric Karpeles, un pintor norteamericano que ha escrito sobre plástica, poesía y estética, el libro es una pequeña enciclopedia de las alusiones pictóricas de la gran novela proustiana. Al lado de cada obra, que reproduce a colores y página completa, explica el contexto en que se hace la referencia y copia la cita exacta de Proust. El propósito de esta entrega es hacer un pequeño ejercicio en español de la misma idea.
La lista de mis siete citas, tomadas todas del libro de Karpeles, deja fuera las más obvias: la Vista de Delft de Veermer, delante de la que muere Bergotte; la Séfora, hija de Jetro, del fresco de Botticelli que está en la Capilla Sixtina y que sirve de pretexto para que Swann se enamore de Odette; la Olimpia de Manet… En cambio, he preferido fijarme en algunas referencias concretas de las que no tenía ningún recuerdo: obras de Piranesi o Whistler, el Bronzino o David…
Álvaro Mutis escribió en un viejo artículo en la Gaceta del Fondo, en el que comparaba la relectura de En busca del tiempo perdido con la de los Hermanos Karamazov, que cada vez que regresamos a la novela de Dostoievski nos parece que los personajes han cambiado con el tiempo, lo que nos permite percibirlos de maneras diferentes y sucesivas, mientras que al volver a Proust tenemos la certeza de que se han mantenido iguales y que somos nosotros quienes no hemos dejado de cambiar. Si eso es verdad, quizás vaya siendo hora de volverlo a leer.
Hago las transcripciones de la edición de Alianza de bolsillo, que tengo delante; es la misma en la que después de un par de intentos frustrados, quizás sobre todo gracias a que oí a un genuino pero temeroso proustiano susurrar a mi padre que de ninguna manera fuera yo a leerla (por la crudeza, creo que quería decir, con la que están expuestas algunas verdades sexuales), leí los siete volúmenes de la novela a lo largo de cinco meses de 1985. Como es bien sabido, la traducción de los tres primeros tomos de esa edición es del poeta Pedro Salinas, con la ayuda final de Quiroga Plà; la del resto, a partir de Sodoma y Gomorra, de Consuelo Berges. Me he permitido “corregir” los feos leísmos y laísmos peninsulares; si bien hace tiempo dejé de pelearme con ellos, siquiera porque los usa Celestina, en esta ocasión he preferido evitárselos a mis lectores —mexicanos la mayoría de ellos—. La edición es la séptima, de 1984.

Vista de la Piazza del Popolo y perspectiva del Corso en Roma, de Piranesi, 1750
En el mismo París, en uno de los barrios más feos de la ciudad, sé yo de una ventana por la que se ve, después de un primero, un segundo y hasta un tercer término de tejados amontonados de varias calles, una campana morada, a veces rojiza, y en ocasiones, cuando la atmósfera tira una de sus mejores “pruebas” , de un negro filtrado en gris que no es más que la cúpula de San Agustín, y que da a esa vista de París el carácter de algunas de Roma, por Piranesi.
Por el camino de Swann, páginas 85-86.

La cabalgata de los Reyes, de Benozzo Gozzoli, 1459
Esa manía de Swann de encontrar parecidos en la pintura era cosa defendible, porque hasta lo que nosotros llamamos la expresión individual es —como puede uno observar con tanta tristeza cuando está enamorado y quiere creer en la realidad única del individuo— muy general y ha podido encontrarse en diferentes épocas. Pero de haber hecho caso a Swann, la cabalgata de los Reyes, ya tan anacrónicos cuando Benozzo Gozzoli metió allí a los Médicis, aún lo sería mucho más porque de ella formarían parte los retratos de una infinidad de hombres contemporáneos no ya de Gozzoli, sino de Swann, esto es, posteriores en más de quince siglos a la Natividad y en más de cuatro al mismo pintor. Según Swann, no faltaba un solo parisiense notable en aquella cabalgata, lo mismo que en ese acto de una obra de Sardou en que por amistad al autor y a la intérprete principal, y también por moda, todas las notabilidades de París, médicos célebres y abogados, salieron a escena uno cada noche, para divertirse.
A la sombra de las muchachas en flor, página 127.

Armonía en azul y plata, de Whistler, 1865
No obstante el engreimiento del jefe del comedor de los Guermantes, Francisca había podido, desde los primeros días, hacerme saber que aquéllos no habitaban su hotel en virtud de un derecho inmemorial, sino de un arrendamiento bastante reciente, y que el jardín a que daba el hotel por la parte que yo no conocía era bastante pequeño y semejante a todos los jardines contiguos; y supe, en fin, que allí no se veía ni caza señorial, ni molino fortificado, ni salvitas, ni palomar sobre columnas, ni horno de señorío, ni castillete, ni puentes fijos o levadizos, ni siquiera volantes, como tampoco obeliscos, cartelas, murales o mugas. Pero lo mismo que Elstir, cuando al perder su misterio la bahía de Balbec se había convertido para mí en una parcela cualquier intercambiable con cualquier otra de las cantidades de agua salada que hay en el globo, le había devuelto de pronto una individualidad al decirme que era el golfo de ópalo de Whistler en sus armonías azul plata, así el nombre de Guermantes había visto morir bajo los golpes de Francisca la última mansión salida de él, cuando un viejo amigo de mi padre nos dijo un día, hablando de la duquesa: “Ocupa la posición más importante del barrio de Saint-Germaine; su casa es la primera del barrio de Saint-Germaine”. Desde luego que el primer salón, la primera casa del barrio de Saint-Germaine era bien poca cosa al lado de las otras mansiones que yo había soñado sucesivamente. Pero en fin, ésta —y había de ser la última— aún tenía algo, por humilde que fuese, que estaba más allá de su propia materia, una diferenciación secreta.
El mundo de Guermantes, página 31.

La comida, Leon Bakst, 1902
Pero, muy a menudo, las nuevas dueñas de casa son simplemente, como ciertos hombres de Estado que forman su primer ministerio pero que llevaban cuarenta años llamando inútilmente a todas las puertas, unas mujeres que no eran conocidas en la sociedad pero que llevaban mucho tiempo recibiendo, a falta de otra cosa, a “unos pocos íntimos”. Claro que no siempre era este el caso, y cuando, con la prodigiosa eflorescencia de los bailes rusos, reveladora sucesivamente de Bakst, de Niyinski, de Benoist, del genio de Stravinski, apareció la princesa Yurbeletief, joven madrina de todos estos grandes hombres nuevos, llevando en la cabeza una inmensa pluma trémula desconocida por las parisienses y que procuraban imitar todas, se pudo creer que esa criatura maravillosa la habían traído en sus equipajes, y como si más precioso tesoro, los bailarines rusos…”.
Sodoma y Gomorra, página 169.

El Círculo de la rue Royale, de James Tissot, 1868
Para la generación siguiente, Cartier es ya una cosa tan informe que casi se le engrandecería emparentándolo con el joyero Cartier, cuando él hubiera sonreído de que unos ignorantes pudieran confundirlo con ése. En cambio Swann era una notable personalidad intelectual y artística y aunque no “creó nada”, tuvo la suerte de durar un poco más. Y sin embargo,  querido Charles Swann, a quien tan poco conocí cuando yo era tan joven y usted estaba tan ceca de la tumba, si se vuelve a hablar de usted y si pervivirá quizá, es porque el que usted debía de considerar como un pequeño imbécil lo ha erigido en héroe de una de sus novelas. Si en el cuadro de Tissot que representa el balcón del Círculo de la rue Royale, donde está usted entre Galliffet, Edmundo de Polignac y Saint-Maurice, se habla tanto de usted, es porque hay algunos rasgos suyos en el personaje de Swann.
La prisionera, página 214.

Retrato de hombre joven, Bronzino, ca. 1530
Pero, en este punto, monsieur de Charlus se apartaba un poco de la regla habitual. Como lo admiraba todo en Morel, sus éxitos con las mujeres no le hacían sombra, y aun le causaban la misma satisfacción que sus triunfos en los conciertos o en el juego del écarté. “Pero, ¿sabe, amigo mío?, es un mujeriego —decía en un tono de revelación, de escándalo, quizá de envidia, sobre todo de admiración—. Es extraordinario —añadía—. Las furcias más famosas no tienen ojos más que para él. Eso se ve en todas partes, lo mismo en el Metro que en el teatro. ¡Es un fastidio! Cada vez que voy con él a un restaurante, el camarero le trae cartitas tiernas de tres mujeres por lo menos. Y siempre bonitas, además. Y no es extraño. Ayer lo estaba mirando y las comprendo, está guapísimo, parece una especie de Bronzino, es verdaderamente admirable”. Pero a monsieur de Charlus le gustaba mostrar que amaba a Morel, convencer a los demás, quizá convencerse a sí mismo, de que Morel lo amaba.
La prisionera, página 233.

Madame Récamier de David, 1800
Acabé por comprender que un hombre enorme, altísimo, muy gordo, con el pelo enteramente blanco, al que yo encontraba más o menos en todas partes y cuyo nombre no supe nunca era el marido de madame de Saint-Euverte. Había muerto el año anterior. En cuanto a la sobrina, ignoro si la causa de que escuchara música en aquella postura sin moverse por nadie era una enfermedad de estómago, de los nervios, una flebitis, un parto próximo, reciente o fracasado. Lo más probable es que, orgullosa de sus bellas sedas rojas, pensara hacer en su chaise longe el efecto de una madame Récamier.
El tiempo recobrado, páginas 394-395.

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La imagen que abre este post es un retrato de Franz Xavier Winterhalter, pintor al que Proust alude, si bien hablando de una vieja mujer, en la página 134 de A la sombra de las muchachas en flor.




Eric Karpeles en la red: http://www.erickarpeles.com/
El libro, en sus versiones inglesa o francesa, puede adquirirse en www.amazon.com

domingo, 20 de marzo de 2011

Borges y el prestigio del sistema decimal

Como últimamente he oído la anécdota contada de manera exagerada o inexacta, hace unos días acudí a la fuente original, o quizás mejor dicho al lugar en el que supe de ella hace casi treinta años, gracias por lo menos indirectamente a un amigo con el que compartí pupitre en 1981 y al que debo la iniciación en la lectura de Borges. Por una historia que tenía que ver con remotas amistades epistolares, su existencia, que de transcurrir en el corazón de la colonia del Valle —donde sus padres tenían una cocina económica—, había dado un salto imaginativo que lo había llevado poco menos que a vivirla vicariamente en la Argentina. 
Sus cuadernos, su conversación y sus pensamientos estaban repletos de imágenes relacionadas con aquel país, con el que soñaba día y noche. Toda aquella pasión hervía en el interior de una personalidad retraída y tímida como no he conocido otra. Era un espíritu noble pero desgarrado por una severa educación que antes de llevarlo al CUM lo había hecho pasar por una Academia Militar, y todavía al año siguiente, el último de la preparatoria, a pesar de su indudable vocación humanística, iba a obligarlo a inscribirse en el área de ciencias.
La segunda mañana de nuestra vecindad, mientras el profesor Crucet daba detalles sobre el aparato digestivo (sobre el reproductor hablaría a la semana siguiente, y durante los cincuenta minutos que duraron sus explicaciones se produjo un silencio que permitía escucharse las moscas golpeando las ventanas del salón de clase), mi flamante amigo sacó una foto borrosa de una carpeta llena de calcomanías de temas platenses y, a media voz para no ser descubierto, me habló de aquel viejo escritor ciego que combinaba el genio, el sentido de la ironía y la lucidez. Ese mismo día a la salida de clases fui a la biblioteca del CUM, que estaba al lado de las oficinas administrativas, arriba del auditorio, copié el primer título que vi en el fichero y unos minutos más tarde tuve en las manos por vez primera un libro de Borges. 
Al lado de estas líneas puede verse la portada de la misma edición de aquel libro, que compré al finalizar el año entre el resto de todos los suyos (unos diez o doce) que había en Gandhi: El informe de Brodie. Si alguien me preguntara hoy qué leer para iniciarse en la literatura de autor de El Aleph, no sería precisamente el primero que mencionaría. El muchacho de dieciséis años que se vio en su casa con ese volumen debe de haber sentido perplejidad leyendo aquellos cuentos salpicados de lunfardo (“De puro atolondrado le refalé el anillo que él sabía llevar con un zarzo”, pág. 41), ambientados en espacios llamados pulperías o almacenes o boliches, y sin duda encontró todo menos rectilíneos los intentos “de reducción de cuentos directos” en los cuales, según confesión de su autor, un escritor en los linderos de la vejez pero conocedor del oficio imitaba al joven Kipling, para todo lo cual las lecciones literarias escolares resultaban más bien insuficientes. 
Nada de eso fue un obstáculo: el personaje, al que a partir de entonces busqué por todas partes y de quien leí cuanto encontré en las librerías, quiero decir Borges mismo, el anciano que recorría el mundo asombrando con su elocuencia erudita y su sentido del humor, me había atrapado con fuerza. El paso del Concorde, que un par de veces a la semana rasgaba violentamente el cielo de la preparatoria, producía en mí menos estruendo que la lectura de aquella prosa que acabó convirtiéndose en el primer amor literario de mi vida.
Unos meses más tarde mi amigo hizo el viaje al país de sus sueños y volvió pletórico de aventuras y sensaciones, convencido de que Buenos Aires era la tierra prometida de los libros, el estímulo artístico y la vida cultural. En consecuencia con la pasión que acababa de despertarme, trajo para mí un regalo: un pequeño volumen que conservo y que fue mi primera lectura seria sobre el tema: Genio y figura de Jorge Luis Borges de Alicia Jurado, editado por la Eudeba. Tercera edición de 1980 de un trabajo publicado por vez primera en 1964, aquel libro, por cierto punto de partida del resto de las biografías del escritor argentino —sobre todo porque recoge valiosos testimonios de su madre, Leonor Acevedo—, fue la punta de una madeja que me condujo al corazón del mundo borgiano y que muchos años más tarde me llevó a entrevistar a su viuda, María Kodama, para un número especial de Viceversa (número 75, de agosto de 1999, en las circunstancias consignadas en http://bit.ly/9aenhb). En aquella ocasión también tuve oportunidad de conocer a una amiga cercana de Borges, María Esther Vázquez, con la que pasé una gratísima tarde conversando en su departamento de Palermo.
El libro de Alicia Jurado, que abre con una hermosa dedicatoria (“A JLB, que me dio tantas cosas y a quien sólo me fui dado devolverle este libro pequeño, fragmentario y conjetural”), está dividido en tres partes: una pequeña biografía, una revisión de los temas borgianos más sobresalientes y una selección antológica.
En él leí algunas simpáticas anécdotas, entre ellas una que me hizo mucha gracia y que conté a los cuatro vientos, a quien quisiera oírla, todas las veces que pude. Está al final de este párrafo: “A partir de 1970 [...] sigue llevando en Buenos Aires la vida de siempre, que dos hechos afligentes [sic] ensombrecen: la avanzada edad de doña Leonor y la crítica situación de la Argentina. La madre muere en el invierno de 1975, a los noventa y nueve años, pero ya hacía tiempo que se encontraba tullida y postrada en la cama. Mantuvo la cabeza lúcida hasta el fin, pero en la última etapa solía confundir los hechos y las personas y tuve que suspender la anotación de sus memorias, que había empezado, por temor a que me diera datos inexactos. Esa lenta desintegración debió de ser desgarradora para el hijo; recuerdo la amarga respuesta, tan típicamente suya, cuando una de esas personas sin imaginación se lamentó de que la pobre señora no hubiese alcanzado el siglo: ‘Usted exagera los encantos del sistema decimal’”. (pág. 61)
Treinta años más tarde, cuando una y otra vez oigo la anécdota salpicada de pormenores que no están en la versión en la que yo la conocí, me doy cuenta de que yo mismo, cada vez que la conté, fui añadiendo detalles que no están en el parco relato original: por ejemplo que el episodio ocurriera, por una lógica elemental, durante el velorio de doña Leonor; que quien pronunciara tan absurdas palabras de consuelo fuera un hombre (¿por qué no una mujer?) o que el hijo dijera algunas palabras de aceptación, que precisé y he memorizado como si de veras hubieran sido dichas, y que ya luego respondiera aquella frase llena de su ironía característica y su humor. Al hecho medular del episodio le han salido rasgos no consignados en la fuente original, como corresponde a la genuina literatura oral. Ahora que vuelvo a releer el primer libro borgiano que tuve en las manos (como hice también camino a Buenos Aires, en 1999), encuentro este comentario, referido a una historia en particular, por cierto tan propio del último Borges: “Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería” (pág. 64)…

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Las fotos de Borges son de Rogelio Cuéllar, que retrató incansablemente al escritor argentino en su segunda visita a México y a quien agradezco su generoso préstamo.
En este mismo blog: “Borges en los baños de San Ildefonso”, en http://bit.ly/9aenhb



Aun a riesgo de parecer que exagero yo mismo los encantos del sistema decimal, celebro la llegada a cien del número de seguidores de Siglo en la brisa. A todo ellos, muchas gracias por su interés.

domingo, 13 de marzo de 2011

Recados memorables

Entre 1983 y 1995 viví en San Jerónimo, en una pequeña casa en la esquina que hacían las calles de Luis Cabrera y Porfirio Díaz. Mientras la primera era una avenida amplia y de doble sentido, de elegantes curvas y verdes camellones, la segunda era una callecita minúscula, un callejón casi que a los pocos metros, a causa de una subida violenta (y quizás mal calculada) se volvía prácticamente vertical. 
Si la avenida llevaba el nombre de un destacado ideólogo revolucionario, la pequeña calle recordaba a la figura política máxima durante treinta y cinco años en México, el dictador cuyo régimen había antecedido y en buena medida provocado la Revolución: sus diferencias —por más que hicieran esquina, o precisamente por eso— eran una manera satisfactoria de dejar muy claro el resultado de la disputa histórica. Por la callecita, en la planicie anterior a la subida, se entraba a la derecha al conjunto al que pertenecía la casa. 
La nuestra, que era casi idéntica a las otras siete, se reconocía por la imponente bugambilia cuidada por mi padre que no era sino un adelanto del mundo de buen gusto y plantas que había en su interior.
Los doce años que viví en ella son, naturalmente, los de muchas memorias entrañables: lecturas infinitas, Isolda, tres o cuatro amigos, una serie de fiestas de cumpleaños en la época de lluvias… 

Son también los años de las grabaciones de una contestadora telefónica, una Radio Shack modelo Duofone que mi padre compró al poco de cambiarnos y que estuvo largamente en uso. Funcionaba con dos cintas que se insertaban en compartimientos paralelos: mientras en una estaba la grabación que contestaba a nuestro nombre, y que variábamos según temporadas y ocurrencias, en la otra quedaban registrados los recados. 
Como ésta era limitada y de cuando en cuando era necesario borrarla para volver a ponerla en uso, un día me pareció que era una lástima perder algunos mensajes que eran memorables por su peculiaridad, su sentido del humor o hasta su misterio, así que tomé la precaución de trasladarlos a una tercera cinta. Este post recoge algunos de los mejores.

Jose
Como ya he contado en este espacio, la amistad con mi primo fue algo que se decidió quizás antes incluso de que se produjera nuestro nacimiento, cosa que ocurrió con cuatro meses de diferencia, entre febrero y junio de 1964. También conté que en la casa de San Jerónimo nos encerrábamos largamente a fumar, a conversar y oír música. De las tres grabaciones que tengo de su voz, ésta es mi preferida porque tiene la economía y el ritmo de una lograda interpretación radiofónica —lenguaje en el que él acabaría haciéndose experto—. Sin embargo, lo que más me gusta es la alusión con la que remata, inexplicable y cargada de misterio.
La grabación puede oírse en http://bit.ly/hmvXVT

Santos
Cerca del final de su vida, mi abuelo vivió pequeños y grandes despistes. Esta grabación recuerda uno de ellos. Estábamos en una comida un viernes en un jardín en el Pedregal cuando vi que palidecía. Me acerqué al lugar donde explicaba a mi padre y mi abuela que no era capaz de recordar dónde había puesto cierto objeto valioso por lo que necesitaba volver inmediatamente a su casa, en Polanco. Pero era viernes en la tarde: había que atravesar la ciudad en el día y a la hora de más tráfico de la semana. Con todo, me ofrecí a llevarlo yo. Esa noche al volver a casa encontramos este curioso (y, a siete años de su muerte, entrañable) mensaje.
http://bit.ly/fiUAoF

Oralia
De acuerdo con su nombre, aquella mujer originaria de Tapachula que trabajaba en la casa de mi madre, era toda redondez: pequeña y gordita, con ojos como dos canicas, subrayados por unas profundas ojeras. Toda su personalidad se iba en risas y relajos, lo que no parecía convenir a una dolencia cardiaca que no supo o no pudo cuidar y que tristemente acabó llevándola a la tumba poco después de cumplir cuarenta años. Tal como revela este divertido testimonio, en que la falsa percepción de un error la obliga a repetir un mensaje que ya ha transmitido, era un persona colmada de vida y luz.
http://bit.ly/ej3BDT

Fernanda
Como empecé a hacer los traslados en un cassette usado y luego no hice nada por sustituirlo, de cuando en cuando se cuelan fragmentos de su contenido original. En ese caso se trata, si no me equivoco, de la cantante Lolita. La irrupción sirve de prólogo para dejar paso a la voz de mi abuela que lamenta, no sin molestia, que en lugar de que alguno de nosotros le conteste lo haga “ese aparato que tienen ahí”. Al final, como prueba de la perfecta aclimatación de tan inteligente asturiana de México, Fernanda remata con la frase “ni modo”, clave de la filosofía nacional.
http://bit.ly/hvIYlf

Francisco
Un queridísimo amigo de otros tiempos me dejó este mensaje lleno de enojo justificado, cansado de que no le devolviera la llamada. Sólo unos años antes, él fue quien me habló por vez primera de Borges, tal como contaré a detalle la semana entrante. También, con quien hice el primer viaje a Zacatecas para conocer en persona el cielo cruel y la tierra colorada de los poemas de López Velarde. Lamentablemente nuestra amistad se acabó, bien sé que por mi culpa, al grado de que nunca volví a saber de él —y eso a pesar de un par de serios intentos por conocer su paradero.
http://bit.ly/gX6Oph

Alberto
El arquitecto Kalach dejó una misma tarde este par de recados sucesivos por la época en la que yo armaba en su despacho una revista universitaria de literatura. La originalidad y la abstracción, si puedo llamarla así, del resultado, dan cuenta bastante de la personalidad de mi admirado amigo.
http://bit.ly/g0v6ju

El licenciado De la Garza
Hasta el viernes anterior a su muerte, ocurrida un domingo en una calle de Coyoacán cuando cayó fulminando por un infarto, el licenciado Rafael de la Garza fue el abogado de un par de asuntos familiares. En su recado agradece a mi padre haber intercedido por él con un funcionario de Bancomer —que su generación siempre llamó “Banco de Comercio”—. Era un hombre calvo, de piel blanca y considerable corpulencia que al hablar se acariciaba unos estupendos bigotes de morsa. Tal como puede apreciarse en la grabación, su expresión estaba llena de la retórica y las finezas características de una manera de entender el mundo propia de este país.
http://bit.ly/hnedh7

Pili
Diez o doce años menor que yo, mi prima Pili me hablaba de cuando en cuando desde chiquita para consultarme diversos asuntos: ideas para una tarea, el significado de una palabra extraña, el título de un libro. 
Como además ella es ahijada de mi padre, siempre tuvo con él una particular relación de afecto. No puedo escuchar este simpático mensaje sin que se me aparezca en la mente su imagen de esos años: chimuela, con los ojos rasgados y coletas. Su padre, José Luis Fernández Irigoyen, conocido por propios y extraños como Chito, es el adulto recién despertado que en la primera página de Palinodia del rojo celebra la llegada del día con profusión de silbidos y trinos delante de la jaula del canario Henry.
http://bit.ly/gUcJU3

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La selección completa (y aumentada) de recados memorables que conforman esta entrega puede oírse en http://bit.ly/hjVnmP

El retrato del abuelo común es de mi primo, el fotógrafo y editor cinematográfico José Luis Fernández Tolhurst. Más imágenes suyas, en http://bit.ly/dMpJeN

Algunas entradas afines a este post:
Viaje alrededor de mi escritorio, http://bit.ly/dWllU5
Cosas que se van, http://bit.ly/hh6mG9

domingo, 6 de marzo de 2011

Alfonso Camín en la muerte de López Velarde

Hace poco más de un año publiqué en la Revista de la Universidad un ensayo sobre la relación entre Ramón López Velarde y el poeta español Alfonso Camín. Ese texto es parte de un libro de temas velardianos que he ido escribiendo, quizás con excesiva parsimonia, a lo largo de la última década. Antes que ése, escribí y publiqué dos trabajos más: el primero, sobre una frase que mi poeta mexicano preferido tomó de la tradición (“Su lengua es como aquellas otras / que el candor de los clásicos llamó lenguas arpadas” [el subrayado es mío], del poema “Para el zenzontle impávido…”), que conseguí saber de dónde venía y qué significaba realmente gracias a la estudiosa Rosa María Lida de Malkiel. 
El otro se ocupa de un poeta de la España finisecular que fue esencial en la formación del primer López Velarde, Andrés González Blanco, y de las opiniones de Octavio Paz sobre “La suave Patria”. Yo conocía poco menos que de memoria el texto que Paz dedicó al poeta de Fuensanta, que está en Cuadrivio y leí por primera vez de camino a Zacatecas en 1984; hace unos años, viviendo en Asturias, quise releerlo y en una edición más reciente, que saqué de la Biblioteca Pérez de Ayala de Oviedo, encontré con sorpresa una versión aumentada del texto original. En ella, Paz comenta a detalle lo que le gusta y disgusta del gran poema velardiano, lo que me da oportunidad de hacer mis propias reflexiones, algunas divergentes y opuestas a las de él.
En el tercer texto de la serie, el que motiva este post, ensayé un retrato de Alfonso Camín, un emigrante asturiano muy conocido en la colonia española en México, que llegó a Veracruz probablemente en los años finales de la Revolución. López Velarde, poco antes de morir, cosa que ocurrió el 19 de junio de 1921 —cuatro días después de cumplir 33 años—, le dedicó al español un pequeño poema que en las ediciones de su obra suele aparecer justo por delante de “La suave Patria”: “Alfonso, inquisidor estrafalario, / te doy mi simpatía porque tienes / un algo de murciélago y canario”. La idea de aquel trabajo era responder a la siguiente pregunta: si López Velarde dedicó a Camín aquellos versos cargados de simpatía y afecto, ¿era posible, teniendo a la vista los archivos personales del asturiano que custodia la Biblioteca Pérez de Ayala, hacer un recorrido por los textos con los que éste le correspondió? 
Hacia el final de aquel trabajo, que apareció en enero de 2010 en la Revista de la Universidad, me referí a una foto del entierro de López Velarde en la que puede reconocerse a Camín. En la edición conmemorativa de los cien años de su nacimiento, Minutos velardianos, publicada por la UNAM en 1988, esa imagen salió con un pie que tiene un par de injustificables y divertidos errores. Publico la famosa foto, que no salió en la revista universitaria, acompañada del fragmento del ensayo que le corresponde.

Un “alma brava y generosa que amó reciamente a Ramón”
En el juego literario escrito a propósito de la vida de López Velarde, Guillermo Sheridan, sin duda al tanto de quién y cómo era Alfonso Camín, lo hace responsable del mal momento que alguien hizo pasar en público al poeta mexicano, según la anécdota referida sin dar nombres por Pedro de Alba en sus Ensayos (reeditados por el INBA en 1988). 
Uno de los amigos de la tertulia le preguntó sobre su frustrado romance con Margarita Quijano y el poeta “guardó un silencio hosco y una actitud imperativa para que no se tocara ese punto, se despidió a poco precipitadamente y por varios meses no dirigió la palabra al indiscreto”. No me hace dudar el que Pedro de Alba diga que se trataba de “un gran amigo nuestro” sino que lo describa como “un genial poeta”, lo cual no estoy seguro que se ajuste a Camín. Lo que es indudable es que éste manifestó su admiración por el autor de “La suave Patria” y quiso estar cerca de él, siempre que pudo, a su manera. Un ejemplo: según consigna Allen W. Phillips, lo hizo figurar como colaborador de Castillos y leones, que el asturiano dirigió entre 1920 y 1921, aunque no haya un texto suyo en sus páginas.
En un artículo de 1946, y luego en un apunte a máquina en hoja suelta, tal como los encontré y leí entre los papeles de su legado (que custodia la Biblioteca Pérez de Ayala), Camín refiere que formó parte de la primera guardia de honor en torno al féretro de López Velarde cuando lo velaron en el paraninfo de la Universidad Nacional. Sin embargo, su nombre no aparece en el enlistado, muy reproducido, de las primeras diez guardias de ese día. Quizás revivió el momento tal y como le hubiera gustado que sucediera porque dice que fue conformada por dos mexicanos (el rector Vasconcelos y Fernández Ledesma) y dos españoles (el actor Julio Taboada y él). 
Posiblemente el asturiano haya participado en alguna guardia informal anterior a las oficiales, aunque parece poco probable que haya sido con la presencia del rector.
En cambio, Fernández Ledesma contó (El Universal, 21 de junio de 1924) un significativo episodio ocurrido en ese mismo lugar: “En la terrible noche del 19 de junio de 1921, cuando el féretro que guardaba los restos de Ramón López Velarde recibía en el peristilo de la Universidad Nacional los honores de guardia de todo el México intelectual y artístico, el poeta español Alfonso Camín, alma brava y generosa que amó reciamente a Ramón, me dijo, desde uno de los sitiales del claustro, a grandes voces pero con los ojos cuajados: ‘Mi último honor para Ramón será darle lo que más íntimamente ha convivido en mis malos y buenos días: mi capa, con la que quiero envolver su ataúd…’. Me conmovió hondamente el gesto de mi amigo pero alguien, que había escuchado las ardorosas palabras del asturiano, invocó neciamente no sé qué conveniencias exteriores que en la confusión de aquellos minutos y de los que siguieron, no pudo rectificar. Así fue como el bello impulso de Camín no llegó a consumarse”.
Camín también estuvo, y en primera fila, en el entierro de su amigo en el Panteón Francés, tal como aparece en la foto más divulgada de esa mañana. La imagen reproduce el momento en el que Alejandro Quijano, en el extremo derecho de la foto, pronuncia su discurso en representación del Ateneo de Abogados; para entonces Alfonso Cravioto ha leído ya el suyo a nombre de la Universidad y poco después se escucharán las palabras de Fernández Ledesma. Al lado de éste, a la izquierda de la foto, aparece Alfonso Camín, serio, erguido, con ambas manos apoyadas en el bastón, entre las que tiene el sombrero chambergo del retrato de Cansinos * 
[Este retrato escrito, citado unos párrafos antes en este texto tal como apareció en 2010, dice así: “Pequeñito pero finchado, tartarinesco, con su aire jaquetón, su garrota y su puro, su gran chambergo bohemio, su carilla de zorro, en los que los ojos chiquitines brillan llenos de malicia aldeana y su gran chalina, es una mezcla curiosa de candor y picardía”].
Es exagerado el despropósito al que puede llegar el olvido al que se echa a un escritor: en la edición conmemorativa de los cien años del nacimiento de López Velarde hecha por la Universidad, llamada Minutos velardianos, se reproduce esa imagen, y Camín, según el pie de foto, aparece convertido nada menos que en José Vasconcelos. 
Compartían aire hispánico y bigotito, lo que debe haber engañado a quien pensó que podía identificar a ojo a los personajes de una foto tomada casi setenta años atrás. Claro que uno no deja de sospechar que todo el asunto se debe a una broma escapada al editor porque a continuación dice que quien está al lado de Camín, que no es otro que Fernández Ledesma, es ¡“Adolfo López Mateos, futuro presidente de México”!



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* En una entrevista concedida a Beatriz Reyes Nevares más de cuarenta años después [del entierro] —Siempre, 11 de agosto de 1965—, Camín ubica en el cementerio el episodio de la capa, que vuelve a aparecer, así, en diabólico vaivén: aquel día, dice, “eché mi capa sobre la tierra del sepulcro. Quería cubrir con ella sus restos. Alguien la quitó. No sé si fue don Alejandro Quijano”.

El retrato de Camín lo he escaneado de un ejemplar de su libro de poemas Quousque tandem…?, publicado en México en 1920, que compré en Donceles. Cuando di con él, el librito estaba desencuadernado y tenía en una de las primeras páginas esa foto, que no tiene precio. En el óvalo dibujado que la enmarca pueden verse el chambergo, con una pluma de ave, y el bastón, que Cansinos irónicamente llama “garrota”.

La foto del joven Camín la he tomado prestada del blog de Albino Suárez (http://albinosuarez.blogspot.com/), especialista en la vida y la obra del asturiano.

Los ensayos ya publicados que forman parte de mi libro de temas veladiarnos son los siguientes:
1. “La maestra del mundo. Una divagación (harto) subjetiva entre dos ediciones celestinescas —más un añadido velardiano”, que apareció en la revista Nexos, en marzo de 2005 (...).
2. “De vuelta por el camino de la pasión”, que salió en el número 11, de enero de 2005, de la Revista de la Universidad (http://bit.ly/f37DXM ).
 3. “Entre el canario y el murciélago. El amigo asturiano de López Velarde”, que fue publicado en el número 71, de enero de 2010, de la Revista de la Universidad (http://bit.ly/b1iBm5 ).

Minutos velardianos. Ensayos de homenaje en el Centenario de Ramón López Velarde fue publicado por el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM y la Comisión Conmemorativa del Centenario de Ramón López Velarde en 1988. Tiene un prólogo de Elisa García Barragán y reúne textos, entre otros, de Luis Miguel Aguilar, José Joaquín Blanco, Gonzalo Celorio, Beatriz Espejo, Felipe Garrido, Carlos Monsiváis, Vicente Quirarte y Luis Mario Schneider.