Como últimamente he oído la anécdota contada de manera exagerada o inexacta, hace unos días acudí a la fuente original, o quizás mejor dicho al lugar en el que supe de ella hace casi treinta años, gracias por lo menos indirectamente a un amigo con el que compartí pupitre en 1981 y al que debo la iniciación en la lectura de Borges. Por una historia que tenía que ver con remotas amistades epistolares, su existencia, que de transcurrir en el corazón de la colonia del Valle —donde sus padres tenían una cocina económica—, había dado un salto imaginativo que lo había llevado poco menos que a vivirla vicariamente en la Argentina.
Sus cuadernos, su conversación y sus pensamientos estaban repletos de imágenes relacionadas con aquel país, con el que soñaba día y noche. Toda aquella pasión hervía en el interior de una personalidad retraída y tímida como no he conocido otra. Era un espíritu noble pero desgarrado por una severa educación que antes de llevarlo al CUM lo había hecho pasar por una Academia Militar, y todavía al año siguiente, el último de la preparatoria, a pesar de su indudable vocación humanística, iba a obligarlo a inscribirse en el área de ciencias.
La segunda mañana de nuestra vecindad, mientras el profesor Crucet daba detalles sobre el aparato digestivo (sobre el reproductor hablaría a la semana siguiente, y durante los cincuenta minutos que duraron sus explicaciones se produjo un silencio que permitía escucharse las moscas golpeando las ventanas del salón de clase), mi flamante amigo sacó una foto borrosa de una carpeta llena de calcomanías de temas platenses y, a media voz para no ser descubierto, me habló de aquel viejo escritor ciego que combinaba el genio, el sentido de la ironía y la lucidez. Ese mismo día a la salida de clases fui a la biblioteca del CUM, que estaba al lado de las oficinas administrativas, arriba del auditorio, copié el primer título que vi en el fichero y unos minutos más tarde tuve en las manos por vez primera un libro de Borges.
Al lado de estas líneas puede verse la portada de la misma edición de aquel libro, que compré al finalizar el año entre el resto de todos los suyos (unos diez o doce) que había en Gandhi: El informe de Brodie. Si alguien me preguntara hoy qué leer para iniciarse en la literatura de autor de El Aleph, no sería precisamente el primero que mencionaría. El muchacho de dieciséis años que se vio en su casa con ese volumen debe de haber sentido perplejidad leyendo aquellos cuentos salpicados de lunfardo (“De puro atolondrado le refalé el anillo que él sabía llevar con un zarzo”, pág. 41), ambientados en espacios llamados pulperías o almacenes o boliches, y sin duda encontró todo menos rectilíneos los intentos “de reducción de cuentos directos” en los cuales, según confesión de su autor, un escritor en los linderos de la vejez pero conocedor del oficio imitaba al joven Kipling, para todo lo cual las lecciones literarias escolares resultaban más bien insuficientes.
Nada de eso fue un obstáculo: el personaje, al que a partir de entonces busqué por todas partes y de quien leí cuanto encontré en las librerías, quiero decir Borges mismo, el anciano que recorría el mundo asombrando con su elocuencia erudita y su sentido del humor, me había atrapado con fuerza. El paso del Concorde, que un par de veces a la semana rasgaba violentamente el cielo de la preparatoria, producía en mí menos estruendo que la lectura de aquella prosa que acabó convirtiéndose en el primer amor literario de mi vida.
Unos meses más tarde mi amigo hizo el viaje al país de sus sueños y volvió pletórico de aventuras y sensaciones, convencido de que Buenos Aires era la tierra prometida de los libros, el estímulo artístico y la vida cultural. En consecuencia con la pasión que acababa de despertarme, trajo para mí un regalo: un pequeño volumen que conservo y que fue mi primera lectura seria sobre el tema: Genio y figura de Jorge Luis Borges de Alicia Jurado, editado por la Eudeba. Tercera edición de 1980 de un trabajo publicado por vez primera en 1964, aquel libro, por cierto punto de partida del resto de las biografías del escritor argentino —sobre todo porque recoge valiosos testimonios de su madre, Leonor Acevedo—, fue la punta de una madeja que me condujo al corazón del mundo borgiano y que muchos años más tarde me llevó a entrevistar a su viuda, María Kodama, para un número especial de Viceversa (número 75, de agosto de 1999, en las circunstancias consignadas en http://bit.ly/9aenhb). En aquella ocasión también tuve oportunidad de conocer a una amiga cercana de Borges, María Esther Vázquez, con la que pasé una gratísima tarde conversando en su departamento de Palermo.
El libro de Alicia Jurado, que abre con una hermosa dedicatoria (“A JLB, que me dio tantas cosas y a quien sólo me fui dado devolverle este libro pequeño, fragmentario y conjetural”), está dividido en tres partes: una pequeña biografía, una revisión de los temas borgianos más sobresalientes y una selección antológica.
En él leí algunas simpáticas anécdotas, entre ellas una que me hizo mucha gracia y que conté a los cuatro vientos, a quien quisiera oírla, todas las veces que pude. Está al final de este párrafo: “A partir de 1970 [...] sigue llevando en Buenos Aires la vida de siempre, que dos hechos afligentes [sic] ensombrecen: la avanzada edad de doña Leonor y la crítica situación de la Argentina. La madre muere en el invierno de 1975, a los noventa y nueve años, pero ya hacía tiempo que se encontraba tullida y postrada en la cama. Mantuvo la cabeza lúcida hasta el fin, pero en la última etapa solía confundir los hechos y las personas y tuve que suspender la anotación de sus memorias, que había empezado, por temor a que me diera datos inexactos. Esa lenta desintegración debió de ser desgarradora para el hijo; recuerdo la amarga respuesta, tan típicamente suya, cuando una de esas personas sin imaginación se lamentó de que la pobre señora no hubiese alcanzado el siglo: ‘Usted exagera los encantos del sistema decimal’”. (pág. 61)
Treinta años más tarde, cuando una y otra vez oigo la anécdota salpicada de pormenores que no están en la versión en la que yo la conocí, me doy cuenta de que yo mismo, cada vez que la conté, fui añadiendo detalles que no están en el parco relato original: por ejemplo que el episodio ocurriera, por una lógica elemental, durante el velorio de doña Leonor; que quien pronunciara tan absurdas palabras de consuelo fuera un hombre (¿por qué no una mujer?) o que el hijo dijera algunas palabras de aceptación, que precisé y he memorizado como si de veras hubieran sido dichas, y que ya luego respondiera aquella frase llena de su ironía característica y su humor. Al hecho medular del episodio le han salido rasgos no consignados en la fuente original, como corresponde a la genuina literatura oral. Ahora que vuelvo a releer el primer libro borgiano que tuve en las manos (como hice también camino a Buenos Aires, en 1999), encuentro este comentario, referido a una historia en particular, por cierto tan propio del último Borges: “Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería” (pág. 64)…
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Las fotos de Borges son de Rogelio Cuéllar, que retrató incansablemente al escritor argentino en su segunda visita a México y a quien agradezco su generoso préstamo.
En este mismo blog: “Borges en los baños de San Ildefonso”, en http://bit.ly/9aenhb
Aun a riesgo de parecer que exagero yo mismo los encantos del sistema decimal, celebro la llegada a cien del número de seguidores de Siglo en la brisa. A todo ellos, muchas gracias por su interés.
Aun a riesgo de parecer que exagero yo mismo los encantos del sistema decimal, celebro la llegada a cien del número de seguidores de Siglo en la brisa. A todo ellos, muchas gracias por su interés.
Pensamos que usted era pariente del cantante o cómo está la cosa. Si sí podría enviarnos algún catálogo con su dicografía ?
ResponderEliminarFederico.