viernes, 31 de octubre de 2014

Ni sombra de disturbio


AUIEO ediciones, con el apoyo de la Dirección General de Publicaciones, pone a circular por estos días Ni sombra de disturbio, mi libro de ensayos sobre Ramón López Velarde. A reserva de volver con calma al tema, la bella edición merece mostrarse. Ésa es la idea de este post, conformado por una pequeña serie de fotografías del primer ejemplar que llegó a mis manos. Uno de los cinco ensayos que forman parte del libro está dedicado al enigmático poema "El sueño de los guantes negros", cuyo único manuscrito se resguarda en la biblioteca de la Academia Mexicana de la Lengua, junto con un importante grupo de papeles que pertenecieron al poeta. Ni sombra de disturbio, que forma parte de la colección Autoria, incluye una hermosa reproducción desplegable de ese documento. Los otros cuatro ensayos están dedicados a los primeros poemas de López Velarde, a su amigo asturiano Alfonso Camín, a la frase "arpadas lenguas", que Ramón utiliza en una de sus obras más conocidas, y que proviene originalmente de La Celestina, y al poema "El candil". Gracias a Marco Perilli, Gabriela Pérez y Alicia Sandoval, editores de AUIEO, y a Ricardo Cayuela y Julio Trujillo de la Dirección de Publicaciones del Conaculta.









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Más López Velarde en Siglo en la brisa:
El amigo asturiano de Ramón, http://bit.ly/b1iBm5
Fermín Revueltas ilustra El son del corazón, http://bit.ly/1ggNc03

viernes, 10 de octubre de 2014

Tezcatlipoca (Códice Borgia, lámina 17)


Hace unas semanas, para ilustrar un par de entregas sobre el extranjero Tohuenyo, de quien la leyenda cuenta que enamoró a la hija del gran Huémac mostrándole el miembro viril (“El chile de Tobeyo”, en dos partes; los enlaces, abajo), me serví de una figura del dios Tezcatlipoca que aparece en el portentoso Códice Borgia. Intrigados, algunos lectores me preguntaron de dónde procedía y qué significaba la imagen. Entonces se me ocurrió trasladar las preguntas a mi amigo Eduardo Menache, quien está cursando el doctorado en filosofía con una tesis sobre el célebre documento precolombino. Él aceptó y me sugirió que hiciera lo mismo con nuestro amigo común, el novelista y fotógrafo Mario González Suárez. Acompañados de un grupo de exalumnos de la Escuela Mexicana de Escritores, ambos mantienen desde hace largos meses un diálogo interesantísimo y fructífiero sobre el códice. ¿Qué es, qué significa y hacia qué apunta la fastuosa imagen de Tezcatlipoca que aparece en la parte inferior de la lámina 17 del Borgia? He aquí dos interpretaciones complementarias.

Tezcatlipoca (Códice Borgia, lámina 17, parte baja)

Dios ataviado de dioses (o Una grieta en el ser)
Por Eduardo Menache

La imagen es una teofanía. (1) Tezcatlipoca, el “espejo que ahuma”, aparece en majestad. Dos espejos negros y humeantes lo identifican: uno en la sien; el otro tomando el lugar de su pie mutilado. Un tercer espejo, o quizá un ojo, pende de su cuello a modo de pectoral. La pintura de su rostro, en franjas transversales negras y amarillas, es la de un combatiente joven e invierte el diseño que ostenta el dios viejo del fuego. Su única sandalia es de obsidiana. La rodela, las flechas, el lanzadardos, la bandera sacrificial, el máxtlatl con dibujos de huesos, el arreglo de sus cabellos, su tocado de plumas de garza y de quetzal, lo erigen como uno de los señores de la guerra, de la conflagración.
Es, para nosotros, uno de los dioses más oscuros y enigmáticos del panteón nahua, a pesar del lugar cardinal que ocupó en la mitología del posclásico en el Altiplano Central. Los nombres con que se le implora en himnos, rezos y alabanzas, lejos de disipar la bruma que lo envuelve, la acentúan: es el inventor de sí mismo; es noche y viento;  es aquél por quien se vive; es el enemigo de ambos lados; es dador y arrebatador de fortuna; da la gloria y se burla de los hombres; es el señor de los hechiceros y los nigromantes; es, en fin, una condensación volátil, mercurial, de los opuestos, fuerza numinosa y ambigua que desdibuja los contornos de la existencia y los sumerge en la penumbra.
La densidad simbólica de esta lámina del códice se multiplica. Sobre el cuerpo de Tezcatlipoca, sobre su vestido y sus insignias, figuran constelados los veinte signos de la cuenta ritual: desde el lagarto primigenio, lleno de ojos y de bocas y de cuyo sacrificio nacerían el Cielo y la Tierra, hasta el glifo de flor, que brota duplicado de la boca del numen. En medio de estos extremos fluyen los demás tonaltin: viento, casa, lagartija, serpiente, muerte, venado, conejo, agua, perro, mono, yerba, caña, ocelote, águila, zopilote, movimiento, pedernal, lluvia. Cada uno de estos signos es, asimismo, un dios: un dios-tiempo; un dios-destino, un dios-día. Cada uno es un rostro efímero de Ometéotl, el proto-dios dual. La sucesión ordenada de los veinte signos en trecenas, entreverados con los cuatro rumbos del universo, hilvana el devenir y modela el espacio. Son las costuras de la existencia.
El enjambre de estas conjunciones es imponente: un dios ataviado de dioses.
La extraña e inquietante belleza de la imagen provoca casi de inmediato la pregunta: ¿qué significa todo esto? Sin embargo esta interrogante, lejos de acercarnos a su comprensión, puede clausurarnos la vía hacia su misterio.  El deseo de desentrañar un símbolo religioso vivo para reducirlo y apresarlo en un coágulo de significado, mata al símbolo, y con él nosotros mismos morimos un poco. El símbolo no brota para ser descifrado, sino para ser habitado y para ser vivido. Y también para poseer y para transmutar a quien lo contempla. El símbolo da sentido, lo instaura: abre umbrales y señala sendas que deben ser recorridas, así se ignore a dónde puedan conducir. El símbolo es revelación que transforma al errante en peregrino.
El símbolo habla desde adentro de cada uno de nosotros, desde el sedimento vivo de nuestra especie que cargamos en nuestros huesos, en las entrañas, en las vísceras, en la piel, en la sangre. Es la voz de los antepasados, y cada quien la oye, o la deja de oír, desde sus límites y sus posibilidades. Cambia a cada momento, porque en cada escucha te va transformando.
¿Qué veo (o siento, o escucho, o intuyo, no sé cuál es el verbo apropiado) hoy, esta tarde, al asomarme a la lámina 17? Que el cuerpo negro de Tezcatlipoca es una grieta en el Ser. Por ella se escurren y se precipitan los destinos y los tiempos hasta volver a los abismos de la Nada y disolverse en la oscuridad, en el silencio. En esa misma disolución late, en sincronía, el pulso que hace brotar del gran Vacío los eones, las eras, los días y los destinos en que la eternidad se va desgranando en el tiempo. Es el palpitar cósmico que fluye en y a través del cuerpo del dios, encrucijada de lo oculto y lo visible.   Él mismo es el espejo y la horadación en el espejo que es el Ser, bocanada humeante de la Nada.
Sé que al rato la imagen habrá cambiado. Yo habré cambiado. Todos habremos cambiado.

Un microcosmos donde actúan los poderes cósmicos
por Mario González Suárez

La lámina 17 del suntuoso Códice Borgia viene a cerrar un fragmento del largo tratado cosmogónico que al parecer contiene. Es Tezcatlipoca, conocido también como Titlacauan, “por quien vivimos”. Tan abigarrada figura reúne el poder de los veinte signos de los días, cuyas sustancias acaban de ser escanciadas en las imágenes precedentes por cuatro grupos de divinidades, las primeras en el ojo, la segundas en la piel, las terceras en el ombligo y las cuartas en la boca.
Los signos sobre el cuerpo de Tezcatlipoca no caen al azar, como nada en el códice. El cuerpo humano es el microcosmos donde actúan los poderes cósmicos, y es un motivo recurrente a lo largo del libro, pintado por un tlacuilo que había recibido una educación y accedido a un conocimiento.
Los contenidos psicológicos, elementales y dinámicos de cada uno de los veinte signos han sido articulados en un discurso que da cuenta de cómo ha sido creado el hombre. El misterio original, la materia informe, el aire hueco, lo caliente y lo que fluye hallan su absoluta justificación y sentido cuando se conjugan y se funden para hacer posible que esa tierra del piso pueda levantarse para convertirse en palabra, en Flor, en eso que sale de la boca de Tezcatlipoca.
El estudio del códice Borgia, y de la humanidad que lo prohijó, comienza con la observación de los veinte signos del calendario, que aparecen en una inviolable secuencia de tierra, viento, fuego y agua. La meditación acerca de qué simboliza cada uno, sus nombres, sus imágenes, su elemento y sobre todo de su disposición arrojará los contornos de un universo y su movimiento. Deben dejarse rodar los signos en la mente para que comiencen a hablar.
El filósofo náhuatl —dice León-Portilla—, cercado por una sociedad violenta, sensible a la fragilidad de su cuerpo, herido por la fugacidad de lo real, asombrado del mundo en que había venido a morir, encontró consuelo y sentido a su existencia en In Xóchitl in Cuícatl, en la poesía, la cuenta del tiempo, la observación del cielo. La flor y el canto se reconocieron como la manifestación más depurada y misteriosa de la divinidad dual en la tierra, como el más valioso bien humano capaz de expresar el origen de esto que vemos, la raíz de lo que nos da un rostro y un corazón. Para estar aquí el hombre debe tener un rostro y un corazón. Conocerse y sincronizarse con lo que fluye.

(1) “Teofanía” es, degún el diccionario de la Academia, una “manifestación de la divinidad de Dios”. La nota es mía. (FF)
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Más sobre el Códice Borgia en este blog:
Códice Borgia, Lámina 61 (en la imagen de la derecha), http://bit.ly/1ixJ1NM

Más sobre Mario González Suárez en Siglo en la brisa:
Su trabajo como fotógrafo, http://bit.ly/111Qa30
Sus cinco pasajes preferidos de Bernal Díaz del Castillo, http://bit.ly/1saM07y
Las fotos que reveló para mí, http://bit.ly/Y5nRw6

Otras entregas sobre Eduardo Menache:
¿Quién es Menache?, http://bit.ly/1u71LMS
Ideas para tatuarse, http://bit.ly/1u71Wrv
Alejandría (1986-1989), http://bit.ly/1cPgFw9
Sábado de junio, http://bit.ly/1exBY4F