Hace unas semanas, para ilustrar un par de entregas sobre
el extranjero Tohuenyo, de quien la leyenda cuenta que enamoró a la hija del
gran Huémac mostrándole el miembro viril (“El chile de Tobeyo”, en dos partes; los
enlaces, abajo), me serví de una figura del dios Tezcatlipoca que aparece en el
portentoso Códice Borgia. Intrigados, algunos lectores me preguntaron de dónde
procedía y qué significaba la imagen. Entonces se me ocurrió trasladar las
preguntas a mi amigo Eduardo Menache, quien está cursando el doctorado en
filosofía con una tesis sobre el célebre documento precolombino. Él aceptó y me
sugirió que hiciera lo mismo con nuestro amigo común, el novelista y fotógrafo Mario
González Suárez. Acompañados de un grupo de exalumnos de la Escuela Mexicana de
Escritores, ambos mantienen desde hace largos meses un diálogo interesantísimo
y fructífiero sobre el códice. ¿Qué es, qué significa y hacia qué apunta la fastuosa
imagen de Tezcatlipoca que aparece en la parte inferior de la lámina 17 del
Borgia? He aquí dos interpretaciones complementarias.
Tezcatlipoca
(Códice Borgia, lámina
17, parte baja)
Dios
ataviado de dioses (o Una grieta en el ser)
Por Eduardo
Menache
La imagen es una teofanía. (1) Tezcatlipoca, el
“espejo que ahuma”, aparece en majestad. Dos espejos negros y humeantes lo
identifican: uno en la sien; el otro tomando el lugar de su pie mutilado. Un
tercer espejo, o quizá un ojo, pende de su cuello a modo de pectoral. La
pintura de su rostro, en franjas transversales negras y amarillas, es la de un
combatiente joven e invierte el diseño que ostenta el dios viejo del fuego. Su
única sandalia es de obsidiana. La rodela, las flechas, el lanzadardos, la
bandera sacrificial, el máxtlatl con
dibujos de huesos, el arreglo de sus cabellos, su tocado de plumas de garza y
de quetzal, lo erigen como uno de los señores de la guerra, de la
conflagración.
Es, para nosotros, uno de los dioses más oscuros y
enigmáticos del panteón nahua, a pesar del lugar cardinal que ocupó en la
mitología del posclásico en el Altiplano Central. Los nombres con que se le
implora en himnos, rezos y alabanzas, lejos de disipar la bruma que lo
envuelve, la acentúan: es el inventor de sí mismo; es noche y viento; es aquél por quien se vive; es el enemigo de ambos
lados; es dador y arrebatador de fortuna; da la gloria y se burla de los
hombres; es el señor de los hechiceros y los nigromantes; es, en fin, una
condensación volátil, mercurial, de los opuestos, fuerza numinosa y ambigua que
desdibuja los contornos de la existencia y los sumerge en la penumbra.
La densidad simbólica de esta lámina del códice se
multiplica. Sobre el cuerpo de Tezcatlipoca, sobre su vestido y sus insignias,
figuran constelados los veinte signos de la cuenta ritual: desde el lagarto primigenio,
lleno de ojos y de bocas y de cuyo sacrificio nacerían el Cielo y la Tierra,
hasta el glifo de flor, que brota duplicado de la boca del numen. En medio de
estos extremos fluyen los demás tonaltin:
viento, casa, lagartija, serpiente, muerte, venado, conejo, agua, perro, mono,
yerba, caña, ocelote, águila, zopilote, movimiento, pedernal, lluvia. Cada uno
de estos signos es, asimismo, un dios: un dios-tiempo; un dios-destino, un
dios-día. Cada uno es un rostro efímero de Ometéotl, el proto-dios dual. La
sucesión ordenada de los veinte signos en trecenas, entreverados con los cuatro
rumbos del universo, hilvana el devenir y modela el espacio. Son las costuras
de la existencia.
La extraña e inquietante belleza de la imagen provoca
casi de inmediato la pregunta: ¿qué significa todo esto? Sin embargo esta
interrogante, lejos de acercarnos a su comprensión, puede clausurarnos la vía
hacia su misterio. El deseo de
desentrañar un símbolo religioso vivo para reducirlo y apresarlo en un coágulo
de significado, mata al símbolo, y con él nosotros mismos morimos un poco. El
símbolo no brota para ser descifrado, sino para ser habitado y para ser vivido.
Y también para poseer y para transmutar a quien lo contempla. El símbolo da
sentido, lo instaura: abre umbrales y señala sendas que deben ser recorridas,
así se ignore a dónde puedan conducir. El símbolo es revelación que transforma
al errante en peregrino.
El símbolo habla desde adentro de cada uno de
nosotros, desde el sedimento vivo de nuestra especie que cargamos en nuestros
huesos, en las entrañas, en las vísceras, en la piel, en la sangre. Es la voz
de los antepasados, y cada quien la oye, o la deja de oír, desde sus límites y
sus posibilidades. Cambia a cada momento, porque en cada escucha te va
transformando.
¿Qué veo (o siento, o escucho, o intuyo, no sé cuál es
el verbo apropiado) hoy, esta tarde, al asomarme a la lámina 17? Que el cuerpo
negro de Tezcatlipoca es una grieta en el Ser. Por ella se escurren y se
precipitan los destinos y los tiempos hasta volver a los abismos de la Nada y
disolverse en la oscuridad, en el silencio. En esa misma disolución late, en
sincronía, el pulso que hace brotar del gran Vacío los eones, las eras, los
días y los destinos en que la eternidad se va desgranando en el tiempo. Es el
palpitar cósmico que fluye en y a través del cuerpo del dios, encrucijada de lo
oculto y lo visible. Él mismo es el
espejo y la horadación en el espejo que es el Ser, bocanada humeante de la
Nada.
Sé que al rato la imagen habrá cambiado. Yo habré
cambiado. Todos habremos cambiado.
por Mario
González Suárez
La lámina 17 del suntuoso Códice Borgia viene a cerrar un fragmento del largo tratado
cosmogónico que al parecer contiene. Es Tezcatlipoca, conocido también como
Titlacauan, “por quien vivimos”. Tan abigarrada figura reúne el poder de los
veinte signos de los días, cuyas sustancias acaban de ser escanciadas en las
imágenes precedentes por cuatro grupos de divinidades, las primeras en el ojo,
la segundas en la piel, las terceras en el ombligo y las cuartas en la boca.
Los signos sobre el cuerpo de Tezcatlipoca no caen al azar,
como nada en el códice. El cuerpo humano es el microcosmos donde actúan los
poderes cósmicos, y es un motivo recurrente a lo largo del libro, pintado por
un tlacuilo que había recibido una educación y accedido a un conocimiento.
Los contenidos psicológicos, elementales y dinámicos de cada
uno de los veinte signos han sido articulados en un discurso que da cuenta de
cómo ha sido creado el hombre. El misterio original, la materia informe, el
aire hueco, lo caliente y lo que fluye hallan su absoluta justificación y
sentido cuando se conjugan y se funden para hacer posible que esa tierra del
piso pueda levantarse para convertirse en palabra, en Flor, en eso que sale de
la boca de Tezcatlipoca.
El estudio del códice Borgia, y de la humanidad que lo
prohijó, comienza con la observación de los veinte signos del calendario, que
aparecen en una inviolable secuencia de tierra, viento, fuego y agua. La
meditación acerca de qué simboliza cada uno, sus nombres, sus imágenes, su
elemento y sobre todo de su disposición arrojará los contornos de un universo y
su movimiento. Deben dejarse rodar los signos en la mente para que comiencen a
hablar.
El filósofo náhuatl —dice León-Portilla—, cercado por una
sociedad violenta, sensible a la fragilidad de su cuerpo, herido por la
fugacidad de lo real, asombrado del mundo en que había venido a morir, encontró
consuelo y sentido a su existencia en In
Xóchitl in Cuícatl, en la poesía, la cuenta del tiempo, la observación del
cielo. La flor y el canto se reconocieron como la manifestación más depurada y
misteriosa de la divinidad dual en la tierra, como el más valioso bien humano
capaz de expresar el origen de esto que vemos, la raíz de lo que nos da un
rostro y un corazón. Para estar aquí el hombre debe tener un rostro y un
corazón. Conocerse y sincronizarse con lo que fluye.
(1) “Teofanía” es, degún el diccionario de la Academia,
una “manifestación de
la divinidad de Dios”. La nota es mía. (FF)
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