Se
apellidaban Fernández, eran asturianos, dedicaron su vida a la familia y el
comercio; fuera de eso, Santos Fernández Bueno, mi abuelo, y Venancio
Fernández, personaje principal de Los
hijos de don Venancio, película escrita y dirigida en 1944 por Joaquín
Pardavé, no tienen nada que ver. Si acudo a esa película cuyo éxito comercial permitió
una secuela (Los nietos de don Venancio,
filmada al siguiente año), es porque son prácticamente inexistentes las obras que
tienen como tema la multitudinaria emigración asturiana a México que se extendió
entre el último tercio del siglo XIX y los años cincuentas de la centuria
pasada.
Foto Cándido García. Llanes, Asturias, 1919 |
A
principios del XXI, cuando hacía yo las investigaciones para ubicar en un
contexto más amplio la historia del éxodo de mi familia y enriquecer de así la
escritura de Oriundos (Cataria,
2018), no encontré fuentes de información por lo que tuve que hilar desde cero,
acudiendo con frecuencia al auxilio de mi propia memoria. No me quejo, desde
luego, y ahí está el resultado, que no depende de nada más, sea para bien o
para mal. Sin embargo, siempre es útil (y grato) encontrar obras, sean académicas
o artísticas, producto del estudio o de la imaginación, en las cuales lo que
hemos vivido por nuestra cuenta se analiza desde diversos puntos de vista, enriqueciendo
así nuestras propias experiencias. En el caso de la emigración de asturianos a
México prácticamente sólo tenemos esa película, y por esa causa, a pesar de
todas sus deficiencias, la hemos visto en varias ocasiones a lo largo del
tiempo y hasta hemos terminado por tomarle cariño.
La
acusación más irrebatible es que se trata de un melodrama pobre, que si triunfó
en taquilla tiene que haber sido por su mezcla de sencillez, casi simpleza, y
sentimentalismo. Basada en Los tres berretines,
originalmente una obra teatral llevada al cine en Argentina en 1933, cuando fue
una de las primeras películas sonoras de ese país, Los hijos de don Venancio mantiene las profesiones o pasatiempos a
los cuales los hijos dedican sus afanes en lugar de emplearse en el negocio
paterno, y hace que tres de los cinco vástagos del comerciante asturiano tengan
la cabeza metida en el cine, el futbol y la música (el tango, en la película
argentina).
Tal
como apunta el título de la versión escrita por Pardavé, el meollo del asunto
dramático de la película radica en la mala relación de don Venancio con sus
hijos. El personaje, encarnado por el carismático actor de Pénjamo, es viudo:
su mujer, una mexicana previsiblemente llamada Lupita, con cuyo retrato habla
para contarle sus penas y sus alegrías, lo ha dejado con la difícil tarea de
terminar de educar a sus hijos como seres maduros y conscientes, lo que no
puede conseguir porque es un hombre testarudo, malhumorado e inflexible.
El
mayor (Rafael Banquells) tiene mala suerte: es decente y trabajador pero no
consigue emplearse. Incluso se ha casado, por cierto con una mujer de la que
tenemos repetida noticia pero que extrañamente nunca aparece en escena, ni
siquiera en los momentos de reunión de toda la familia.
El segundo de los tres
hijos varones, que en la película se llama Horacio Fernández y no es otro que
Horacio Casarín (Cazarín, en los créditos), un recordado delantero de la
historia del futbol nacional, quiere ser futbolista y vive pegado a un balón,
al grado de que incluso duerme abrazado a él.
El
tercero y último, a pesar de carecer totalmente de talento para ello, como es
evidente a lo largo de la hora con cuarenta minutos que dura la película, con
ejemplos cada uno menos gracioso que el otro, desea ser músico y poeta: el pelo
revuelto, el moño al cuello, los disparates siempre a flor de boca del actor Alfredo
Varela Jr. lo hacen quizás el personaje más deformado por la caricatura y por lo
tanto el menos conseguido de cuantos aparecen en Los hijos de don Venancio.
Dos
son las hijas mujeres: la menor (Mari Lu) vive pensando en el cine y sueña
entre retratos de sus actores de preferidos: ella es quien acompaña a su padre,
al que repetidamente llama “viejo”, y lo consuela de la pésima relación que mantiene
con la mayor (Alicia Ravell), la cual se ha fugado, casado e incluso embarazado
de un joven insolente que no muestra el menor interés por el trabajo y vive
entregado al alcohol y al tabaco (Roberto Cañedo).
Santos Fernández Bueno, a la derecha de la imagen. Yo, en el centro, viviendo un predicamento del que sólo está al tanto Javier, mi primo, quien me ve con desconcierto. Foto: FFB |
Al
revés que don Venancio, Santos Fernández Bueno, mi abuelo, tenía costumbres
espartanas que se notaban en su vivienda sobria, en su manera de vestir y de
expresarse, y era perfectamente capaz de deshacerse del negocio fundado por él
mismo, como hizo en efecto, para conseguir que sus hijos no acabaran trabajando
en él y encaminarlos gracias a ello hacia los estudios universitarios que idealizaba,
entre otras poderosas razones porque él nunca los pudo tener. Pero sobre todo
no había dudas respecto al vínculo de rigor y respeto que mantenía con sus seis
hijos (tres hombres, tres mujeres), suavizado apenas por las formas menos
rígidas de su mujer, su prima Fernanda, asturiana como él aunque nacida ya en
México y devuelta a la Asturias común en plena infancia una vez que murió su
madre en los andurriales de la emigración.
(Este texto es un fragmento del ensayo completo, que puede leerse en línea, en la página de Nexos. El ensayo completo apareció impreso en el número de diciembre del año pasado de esa revista. Aquí el enlace que lleva a la revista que dirige el poeta Luis Miguel Aguilar: https://bit.ly/2R6Jlg9).
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