sábado, 11 de enero de 2020

Dos recortes de periódico (1983-1963)

Ya que abro la caja de Pandora, esta vez para localizar un recorte de periódico de hace dos décadas, cedo a la tentación de atrapar al vuelo algo de lo que intenta salir del encierro de años y aletea delante de mis ojos, un pasado impreso en todo género de documentos susceptible de ser revivido a través de la reconstrucción memorística. Recortes, folletos, páginas enteras de diarios y revistas hacen lo posible por que les preste mi atención y quizás hasta mi pluma. 
Sucede, por ejemplo, con un recorte de periódico de 1983 que incluye una fotografía hecha en Radio UNAM: en ella acompaño a mi padre y Ángeles Lagos, quienes se han conocido hace apenas unas semanas. Él, que en la imagen tiene 49 años (siempre treinta más que yo, que aquel día tengo 19), lleva el bigote que lucía cuando aquello ocurrió: con una excepción, al regreso de un viaje a Centroamérica, jamás lo había llevado y poco más tarde lo desechará nunca volver a él. 
Obra de Felipe de la Torre.
Estamos en la inauguración de una exposición del pintor Felipe de la Torre en las instalaciones de la estación universitaria, en Adolfo Prieto número 133, colonia del Valle, donde Ángeles trabaja. Hace poco, ella me ha invitado a escribir guiones para radio, medio en el cual hago mis primeras incursiones sin sospechar que un cuarto de siglo más adelante volveré a él. Me he estrenado con un par de guiones sobre dos personajes a los que conozco y admiro: Buñuel, que ha muerto el 29 de julio pasado, y Borges, que tres años después seguirá el mismo camino y a cuya obra dedico todo género de afanes, desvelos y entusiasmos. Para recordar aquel día del inicio de su noviazgo, Ángeles y mi padre han adquirido una pieza del expositor, que luego estará en los espacios que van a compartir a lo largo de más de treinta y cinco años.
Sigo removiendo papeles de la caja llena de notas de prensa y toda suerte de recortes de periódicos y revistas, hasta que un sobre de plástico transparente me llama la atención: a través de él, poco más que una adolescente, luminosa y bellísima, me sonríe mi madre. ¡Precioso retrato! Es el clásico, digamos, de la época: la inclinación de la cabeza, el peinado, el corte de las cejas. ¿Habrá sido hecho en Dolsé, casa fotográfica de Oviedo, ciudad de donde fue remitida con anticipación a México? La foto ilustra una nota publicada el jueves 19 de septiembre de 1963, en la Sección B (de Sociales), del diario Excélsior.
Como nos enteramos por ella, Otilia y Fernando, mis futuros padres, se han casado cinco días antes, el sábado 14, en efecto, como titula la nota, en Oviedo, la capital de Asturias. (Se ve que el encabezado es el acostumbrado para esos casos ya que en el recorte complementario podemos leer: “Rosario Hernández se casó en Jalapa”.) Transcribo la nota para comodidad de quienes quieran leerla completa:

En una brillante ceremonia que se llevó a cabo ante el altar mayor de la iglesia del Corazón de María, en Oviedo, Asturias, España, enlazaron sus destinos la guapa señorita asturiana Otilia Figueroa Martínez y el conocido arquitecto hispanomexicano nacido en esta capital, Fernando Fernández Bueno. La novia, hoy señora de Fernández Bueno, es hija de doña Otilia Martínez viuda de Figueroa, dama muy estimada entre las mejores familias de aquella capital astur. El novio es hijo del comerciante español aquí radicado, don Santos Fernández Bueno y de doña Fernanda Bueno de Fernández, que gozan de muchos afectos en los medios sociales de la colectividad española de México, y quienes ese trasladaron oportunamente a aquella población para estar presentes en la ceremonia y firmar las actas matrimoniales como testigos de la misma. El acontecimiento fue celebrado con espléndida comida que se sirvió en uno de las mejores hoteles de Oviedo, terminada la cual la feliz pareja partió en viaje de luna de miel por las principales capitales europeas. En los próximos días de diciembre próximo los nuevos esposos vendrán a esta capital, donde establecerán su residencia.

La nota me hace sonreír, desde luego. Como responde a una suerte de modelo prestablecido (poco menos que un “machote”, como diríamos en México, con palabra procedente del náhuatl, según leo en el diccionario), la nota de Excélsior resulta verosímil, pero no siempre es verdadera. En términos generales la información es la correcta, por supuesto, pero la nota deja sin referir algún detalle importante, incorpora ciertas imprecisiones y divulga una mentira. 
Nada dice, por ejemplo, de la pertinaz lluvia que cayó la tarde de la boda. El 14 de septiembre de 1963, a la hora de la salida de la ceremonia religiosa, se precipitó sobre sobre la capital de Principado una tremenda tormenta de agua. Me niego a aceptar que aquél haya sido un augurio de que el matrimonio iría a romperse, como efectivamente ocurrió, 17 años más tarde, ya que en la Asturias de entonces diluviaba con extraordinaria frecuencia. Véase, para ello, el papel que juega en La Regenta, la gran novela de Clarín, quien da a la temporada de lluvias el lugar que merece en la división de las partes de su libro. 
En Oviedo, en 2014. Foto de FFB
Mucho deben de haber cambiado las cosas en los últimos quince o veinte años porque cuando yo viví en Oviedo, a principios de siglo, ya no llovía como en los tiempos de Ana Ozores, los cuales, no me cabe ninguna duda, se prolongaron hasta el día en que mis padres se encontraron. Además, si aquella superstición que relaciona la lluvia con el fracaso de los matrimonios tuviera algo de verdad, casi ninguno habría sobrevivido de cuantos se celebraron bajo los intensamente pluviosos cielos asturianos desde los tiempos del Rey Fabila.
Playa de Poo, Llanes (Asturias), verano de 1976.
¡Cómo se hubiera reído tiernamente mi abuela materna, doña Otilia Martínez Díaz, del modo en que la describe el periódico mexicano! “Dama muy estimada entre las mejores familias de aquella capital astur”. Desde luego que lo era, faltaba más, pero esas palabras no hacen justicia a su situación. 
Gema, hermana de mi madre, carga a mi hermano José
María. Luego seguimos mi abuela Otilia y yo.
La foto, en la casa de ellas, en Ciudad Naranco,
Oviedo, en el otoño de 1967.
Como viuda de José María Figueroa Monís, quien hasta su muerte, en 1958, esto es cinco años antes, había sido director de la Cárcel Provincial de Oviedo, estaba pasando una difícil temporada: ya vivían, ella y los hijos que le quedaban sin casarse, en Ciudad Naranco, el barrio que se extiende en las faldas del monte de ese nombre que limita a la ciudad por el norte, pero habían pasado una mala época cuando, al poco de morir su marido, ella y ellos tuvieron que abandonar la Casa del Director de la Cárcel sin los medios apropiados para trasladarse a un lugar acorde con el papel que él había jugado en la sociedad ovetense de la época, y se vieron orillados a alquilar durante unos meses un departamento en un séptimo piso en Ventanielles, en un edificio que no había sido acabado de construir y que aún no tenía en uso el ascensor. El padre de mi madre, por lo visto, jamás aprovechó su relevante posición en el mundo oficialista asturiano y al morir no dejó ni una peseta en el banco. 
Mi abuelo materno, José María
Figueroa Monís.
Sólo caben dos teorías: o pensaba que iba a vivir cien años, y que nunca tendría que abandonar a la casa de la Cárcel, o poseía los más crudos agravantes de su andaluza nacionalidad (había nacido en Huelva, en 1902) y jamás le pasó siquiera por la cabeza el extravagante proyecto de prever ni mínimamente el futuro de su mujer y los cinco hijos que había tenido con ella. Como sea, nunca se hizo de ninguna propiedad, por modesta que resultara, a donde pudiera trasladarse en los tiempos de su jubilación. Al faltar él, su viuda y sus cinco vástagos, todos ellos muy jóvenes (a su muerte, mi madre tenía catorce años), se vieron en un verdadero predicamento. Mi abuela Otilia, quien murió en diciembre de 1976, el mismo año que pasamos con ella un inolvidable primer verano en España, se mantuvo a duras penas durante los veinte años que sobrevivió a su marido mayormente de una modesta pensión como viuda de un funcionario de prisiones. Su hija Oti, en México, a donde se trasladó a los diecinueve años ya embarazada de mí, daba clases de corte y confección a algunas amigas y conocidas para mandarle algún dinero a su madre, con que ella pudo ayudarse para las cosas que más le hacían falta.
Menos importante pero no por ello menos inexacto, por otro lado, no celebraron mis padres y sus familias respectivas y demás invitados la fiesta de su boda “en uno de los mejores hoteles” de la ciudad, como afirma la nota del diario mexicano, sino en los bajos del Teatro Filarmónica, el cual estaba y sigue estando en la calle Mendizábal, precisamente delante del estudio fotográfico Dolsé, en un elegante salón de banquetes que llevaba el inusitado nombre de Alaska. Otro día volveremos para probar el menú.
Lo más gracioso de todo el asunto es el final de la nota de Excélsior: “la feliz pareja partió en viaje de luna de miel por las principales capitales europeas”. ¡Qué bonito suena! Imagina uno París, Viena, Praga, Berlín… La verdad es que mis padres, quizás de acuerdo con el espíritu espartano del comerciante don Santos Fernández Bueno, padre de él, quien nueve meses y un día después de la boda pudo ser llamado mi abuelo, Oti y Fernando no fueron de luna de miel más lejos que al puerto de Gijón, a 35 kilómetros de Oviedo. Se hospedaron en el Hotel Hernán Cortés, nada menos, donde esa misma noche o cuando mucho la siguiente fui concebido. En mi escritorio vive el platito de un servicio de café que conmemora la feliz estancia. Pero ésa es otra historia.
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Guillermina. Foto:
Javier Niembro Fernández
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