domingo, 25 de diciembre de 2011

Danza de Clori

Escribí el poema en algún momento entre 1991 y 1992, durante la temporada que pasé como teaching assistant del Departamento de Lenguas Modernas de la Universidad de Bucknell. Siempre me ha parecido que los boscosos alrededores del campus y el río de nombre indígena a cuyo margen fue construido, están en un hermoso verso que quizás recuerdo incompleto o que he retocado sin darme cuenta. 
Lo que ahora no puedo establecer es si es del poeta Jack Wheatcroft, en traducción de David Huerta, o del propio David: “Los árboles deciduos sobre el lánguido Susquehanna”. Como en otras épocas de mi vida, durante parte de aquel tiempo fui víctima de la consabida cristalización sobre la que escribió Stendhal, quien como todo el mundo sabe fue cónsul francés en Civitavecchia, y mi poema da cuenta de uno de los desengaños que acabaron con los síntomas de tan imaginativo padecimiento. 
Si no lo había publicado hasta ahora es porque, escrito después de 1990, no alcanzó a entrar en El ciclismo y los clásicos; nueve años más tarde, cuando junté los poemas que acabaron conformando Ora la pluma, me pareció que no participaba del tono general de la nueva serie. Sin parientes cercanos o lejanos ni congéneres de ninguna especie, quedó inédito hasta el día de hoy. Esta semana releí la biografía de Stendhal de Consuelo Berges, en cuyas traducciones conocí en los años ochenta al genial milanese, por lo que publico finalmente el poema como lo que fue desde el principio: una modesta ofrenda a él.

Cuenta cómo Clori bailó la danza de su felicidad, de qué manera él se refugió en la cocina y las consecuencias de ello

Durante la reunión Clori pasaba                       
ligera, complaciendo
con su plática instruida a los amigos              
de la Universidad; luego bailó
toda la noche:
                    ella quería
publicar su contento de una forma
definitiva, inapelable.

Y es verdad que bailaba                          
con tal coordinación de los etíopes
ritmos, y tal conocimiento
de algunas melodías,
que su baile causó la admiración
del público que estaba allí reunido.

Pero yo vi que le dolía bailar:
Clori metía los brazos
como si se estuviera clavando unos puñales
de flores dolorosas
                              e invisibles.
Bailaba para sí, para la propia
recompensa de su alma,
y aunque bailó con todos
a mí me pareció
que no estaba bailando con ninguno.

Por eso me propuse
tomar confinamiento en la cocina,
que si es verdad que por sus riscos                          
de muebles afilados
muy rara vez asoman las gacelas,
es en esencia sitio de aprovisionamiento                     
y Providencia asegurada;
                                          hallé
refugio allí, si no el consuelo
que ya estaba buscando
aquella parte de la noche,
pues un rato después
me puse a conversar interesada-
mente con un señor que había vivido
algunos años en la India, enfrente
de una ventana abierta no tanto por dejarnos
mirar las temblorosas     
irradiaciones de las altas horas,                              
como por dar ventilación al aire
insalubre,
               y salida a los efluvios
maléficos que causan las fritangas.

Pero ni entonces pude sacudirme
el griterío y las pruebas
de la felicidad de Clori:
                                      aquí
la veía venir con la varita
mágica, el agua simple
transformando en un vino inverosímil;
allá la vi pasar llevada en hombros
por una contagiada muchedumbre
—cosa, por cierto, rara entre la gente
de la Universidad,                                  
la cual es enemiga de la fáciles                 
distracciones, y todo ha de juzgarlo
con ceño duro y argumentos fríos.
           
De aquella noche me quedaron tristes
las memorias, pero no porque
la pena de perder a Clori,
en una multitud que la aclamaba,
fuera mucha;
                      sucede que contraje,
más bien, unos catarros indios,
unas sudoraciones y una especie
extraña de la tos
ferina,
          y me sentí tan mal,
y a tanto me llevó la calentura,
que encontrándome solo,
no me pude vencer, y de dormirme
no más miraba el teatro de mis fiebres,             
donde yo aparecía derrumbando
una maciza torre
¡alzada con el mucho hacer cerebro
de las cosas de Clori,
y el vano imaginar de la cabeza!

“Caso ejemplar es éste de cristalización
en estado avanzado”,
habría opinado el cónsul,
                                          alcanzándome
la caja de pañuelos desechables,
si le hubiera contado mis tristezas.
“No existe solución. Te lo mereces”.

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La foto bajo la nieve en la que aparezco con el poeta Wheatcroft fue tomada en el campus de Bucknell por Xavier Pascual Aguilar.

Más poemas en este blog:
 “En el acto de regalar un gato sordo, en escritura culta —que es en la que ellos entienden” (de Ora la pluma), http://bit.ly/rJPY3s  
Cinco poemas de El ciclismo y los clásicos, http://bit.ly/nM5zT1  
“Milagro en la playa” (de Palinodia del rojo; post alusivo y poema), http://bit.ly/u2fwEd
 “Paloma y no” (audio), http://bit.ly/lKlTwP

domingo, 18 de diciembre de 2011

Textos felinos

En cada una de las dos colecciones de poemas que publiqué con anterioridad a Palinodia del rojo, hay un texto de tema felino. El primero de ellos, llamado “Cuenta la extraña transformación de su gata Isolda”, apareció en la revista Los Universitarios y no mucho después en El ciclismo y los clásicos (Cuadernos de Malinalco, 1990). 
Como ya conté en este lugar, el aspecto pródigo en carnes y pelos y el dibujo de orejas y patas traseras de la hermosa persa que me acompañó en mis años de estudiante, me hizo imaginarle un pasado en el que no fue gata doméstica sino coneja silvestre. A diferencia de algunos casos célebres de la literatura clásica, no fue el deseo la causa de su repentina mutación sino… un susto. Quien quiera volver a leerlo, está en http://bit.ly/nM5zT1
El segundo de mis textos gatescos apareció en Ora la pluma (El Tucán de Virginia, 1999). Lo escribí cuando me vi obligado a regalar un joven persa, de un blanco casi albino, que poco antes me habían regalado a mí, en una de las épocas menos sedentarias y más intranquilas de mi vida, es decir en el peor momento para adoptar un gato. Como al parecer todos los ejemplares de esa raza y color, Spencer, nombre que le pusimos pensando ingenuamente que algún día sería capaz de responder a él, era sordo como una tapia. El veterinario que lo tenía en venta, quizás malaconsejado por la necesidad de deshacerse de él, no mencionó ese detalle, como también se calló su verdadera edad. Tampoco dijo que padecía unas feas llagas en la boca y que estaba invadido de ácaros… Todo eso tuvo jodido al pobre de Spencer hasta que conseguí curarlo con una serie de baños, hartos polvos y ungüentos, malos momentos míos y peores de él. A finales de 1995, cuando ocurre esta historia, yo pasaba poco tiempo en mi casa por lo que el gato veía morir las horas en casi completa soledad. 
Debido a su sordera y quizás también a la inseguridad que debía de provocarle lo accidentado de su corta existencia, por todas partes echaba unos indiscriminados, agrios y especiosos chisguetes de orina. Al final no tuve más remedio que buscarle otra casa. Escribí el texto (y lo dediqué a quienes lo adoptaron) como si se tratara de una lista de indicaciones y advertencias. Ahora que conozco de nuevo, afortunadamente en condiciones más propicias, la indescriptible felicidad de convivir con un gato, lo comparto con quienes leen Siglo en la brisa.

En el acto de regalar un gato sordo, en escritura culta —que es en la que ellos entienden
A Conchita y Esteban
Aunque herederas de mi torpe encéfalo, estas anotaciones
—producto de mi observación a ratos
luengos—,
harán que no sólo por tu señas
contigo sepa Clorinda a qué atenerse.

Comparado a lo extraño de la raza, ¿es algo el mucho escollo
de la salud
—las llagas en la boca, el pelaje cadizo, la tropa indomeñable
de los ácaros— debido a las industrias en conjunto
de un amo desidioso y un mal médico?

Mas, a decir verdad, la punta de la lengua siempre afuera
e incluso la sordera, característica del gato
iranio (si es albino),
¿qué restan de virtud, qué menguan en belleza a un aristócrata
pincel, relamido e impoluto como tú?

Sin mucha explicación, le dirás a Clarinda que viniste en la carreta
de Zoroastro,
una noche a principios de noviembre.

Venías del universo aquel en que folgabas aguardando
turno…
¿Qué cogitabas en tu arriate cósmico?
Contigo y tu alma a solas en la nada, ¿cuáles esencias contemplabas?

A esta vida, ¿quién lo duda?, se viene a dar placer a la manía
gatuna
de andar aquí y allá, de asomarse a los vanos
y correr por la alfombra tras las sombras, e interpretar inopinados
efluvios de escalera…

Con recursos platónicos, probarás a acertar
los nombres de las cosas:
una pértiga, un gong, una quimera.

Cuando asomes al patio, esperarán en balde tu audiencia
las estrellas.
Y no serás oidor de pleitos de azotea.

¿Recogerás espigas en el silencio de Dios?
¿Llegarás a arcipreste de la luna?

“Diablo mundo”, dirás, “que a todos maravillas”
al sospechar que de estos valles
(sonoros o silentes)
no hay réplica en el cielo de los gatos.

De Ora la pluma, El Tucán de Virginia, México, 1999.
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El gato que aparece en todas las fotos es Isolda. Por supuesto, la persona que la lleva en los brazos en la segunda de ellas soy yo mismo, con un turbador aire de época.




Más poemas en este blog:
“Milagro en la playa”, http://bit.ly/u2fwEd
“Palinodia del rojo”, http://bit.ly/j00ELk
“Paloma y no”, http://bit.ly/lKlTwP
“Milagro en el supermercado”, http://bit.ly/99948L

domingo, 11 de diciembre de 2011

El azul pintado más hermoso del mundo

Nunca frecuenté ni gocé ni aprendí tanto de la pintura como en 2001, cuando tuve la inmensa fortuna de pasar cinco meses en Londres. Naturalmente, mi destino preferido era la National Gallery, el célebre museo que está en uno de los costados de la Plaza Trafalgar. 
No creo que sea posible conocer como se debe ese fantástico espacio, que reúne una enorme cantidad de piezas extraordinarias, sino dedicándole toda la vida. En sus salas pueden verse muchas de las grandes obras maestras del arte pictórico universal, de La Virgen de las rocas de Da Vinci a la Venus del espejo de Velázquez, de la Santa Catalina de Alejandría de Rafael a la Alegoría con Venus y Cupido del Bronzino, por mencionar las primeras que vienen a mi mente. 
Además de un fascinante cuarto dedicado a Rembrandt, la pinacoteca londinense posee un par de obras inconclusas de Miguel Ángel (una de ellas es uno de los emblemas del museo) y una misteriosa pieza de Giorgione, ese pintor del que se conservan no más de seis o siete obras atribuidas “casi con seguridad”, lo que no impide que sea considerado uno de los artistas más influyentes de la historia del arte en Occidente. 
En sus paredes cuelgan no pocas pinturas que han fascinado a la mentalidad moderna, como el retrato del matrimonio Arnolfini de Van Eyck o uno de los tres cuadros que Van Gogh pintó para la recámara en la que iba a hospedar a su amigo Gauguin, famosamente conocido como Los girasoles.
Ante la riqueza de semejante colección, lo normal es cada quien arme su propia visita, la interprete y disfrute a su modo. Yo me recuerdo, por ejemplo, una tarde en que afuera nevaba copiosamente, en busca de los óleos de Hogarth, por los días en los que acababa de descubrir la ópera de Stravinski que toma como punto de partida una serie de grabados del satírico inglés del siglo XVIII, y pocos días antes de acudir a verla en escena en el English National Opera. O delante de un simpático cuadro de Gainsborough sobre el que voy a escribir algún día, llamado El señor y la señora Andrews
Pero si me preguntaran cuál es la obra que más perduró en mi memoria durante la década que ha pasado desde mis días londinenses, no dudaría en referirme a Baco y Ariadna de Tiziano, una espectacular tela de más de metro y medio por casi dos metros que tiene el azul pintado más hermoso que he visto en toda mi vida. En ninguna de mis visitas dejé de acudir a admirarla con verdadero deleite: unas veces me dirigía directamente a ella; otras, me la encontraba al pasar de camino en busca de alguna pintura específica. 
Había una tercera forma de encuentro, acaso la más feliz de todas: como de cuando en cuando me gustaba perderme entre las salas del museo, me sucedía que poco antes de internarme en una de ellas, o al salir al encuentro de dos pasillos, veía un ribete del cuadro desde el que su bellísimo azul me hacía un guiño y entonces no era capaz de resistirme a su llamado y volvía a colocarme delante de él, para contemplar, de nueva cuenta pero siempre como si fuera la primera vez, la infinita sabiduría de su composición, la hermosura de sus colores y la rica sucesión de sus formas animales y humanas. 
Una noche, al final de una de mis visitas, compré una postal con una reproducción de Baco y Ariadna y desde entonces la he tenido a la vista. Durante todos estos años, casi cada día me he maravillado con el dibujo lleno de dinamismo y expresión de la figura que hace Baco suspendido en el aire. Conservo la guía del museo, en la que leo que Tiziano pintó la tela entre 1522 y 1523, a sus cuarenta años, "como parte de una serie de cuadros destinados al studiolo de Alfonso d'Este en el castillo de Ferrara". Copio la parte final de la nota como una forma de compartir con los lectores de Siglo en la brisa mi entusiasmo por este óleo del admirable pintor veneciano del siglo XVI.
“La historia de Baco y Ariadna, muy poco representada antes, la cuentan los poetas Ovidio y Catulo, y Tiziano debió recibir algunos extractos juntos con el lienzo y los bocetos [hechos previamente por Fra Bartolomeo o Rafael, los encargados originales del proyecto, que murieron sin llevarlo a término]. Hasta entonces nunca habían cobrado vida los textos y los mitos paganos de un modo tan espléndido ni con tal variedad de colores caros, imposibles de encontrar fuera de Venecia. 
Ariadna, después de ayudar a Teseo a vencer al Minotauro, fue abandonada por él en la ‘orilla donde suenan las olas’ de la isla de Naxos, y el barco de Teseo se aleja por la izquierda. ‘Entonces, por toda la orilla suenan címbalos y tambores, golpeados por manos frenéticas’, éstos anuncian al dios Baco que llega en su carro tirado por guepardos con el ruidoso séquito de ménades, sátiros con patas de cabra —uno de ellos ‘ceñido por serpientes que se retuercen’ — y Sileno borracho agarrado a su asno de largas orejas. ‘La voz, el color y Teseo, todo ha abandonado’ a la aterrorizada Ariadna cuando el dios salta para llevarla como esposa. Ella se convertirá en la constelación que vemos arriba en el cielo. Recortados contra un magnífico azul ultramar, el dios y la muchacha se mueven al mismo impulso, el que hace eco el golpe de címbalo de una ménade que funciona como la imagen en el espejo de Ariadna, incandescente con su túnica de un rojo anaranjado sobre la mitad terrosa del cuadro. El perrillo de Tiziano ladra nervioso al pequeño fauno que se pasea orgulloso con un jazmín en el pelo, arrastrando una cabeza destrozada de ternero junto a una flor de alcaparra, símbolo del amor”.

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The National Gallery Companion Guide, de Erika Langmuir, fue editada por la National Gallery Company en 1994. La edición en español, llamada simplemente Guía, es de 1998. Mi ejemplar, de una nueva edición revisada, pertenece a la reimpresión de 2001.

Las dos imágenes de la obra de Tiziano que reproduzco las he tomado de El placer de la imagen, que está en http://bit.ly/rzWKrj. Allí se describen los valores estéticos de la obra.

Más sobre pintura en este blog:
El museo imaginario de Marcel Proust, http://bit.ly/gRyN9Y
Retrato de muchacha con pug, http://bit.ly/dBkSIV

domingo, 4 de diciembre de 2011

Carlos Mijares en Michoacán

Hace dos semanas, aprovechando el puente del 20 de noviembre, viajé a Michoacán para conocer algunos de los edificios más significativos del gran arquitecto mexicano Carlos Mijares Bracho. Al revés de lo que ocurre en el extranjero, en nuestro país las ediciones sobre su trabajo han sido escasas y por lo tanto lamentablemente limitada la divulgación de su obra y su pensamiento. Sin embargo, siempre existe la posibilidad de hacer un corto viaje para sumergirse en el fascinante mundo de arquerías, bóvedas, trompas, muros paralelos y celosías, siempre compuestos para ese tabique aparente que Mijares tomó del lenguaje constructivo popular y elevó a una profunda reflexión personal sobre la historia de nuestra arquitectura. 
Estos días pongo punto final a un pequeño ensayo con mis impresiones sobre su trabajo para una revista mexicana de arte que dedicará un número monográfico al tema. Si bien mi texto se ocupa mayormente de la soberbia Iglesia Episcopal que está en Las Lomas de Chapultepec de la ciudad de México, desde mi punto de vista su obra maestra, mi viaje ha sido crucial para entender la progresión de su arquitectura hasta llegar a ella.
Las fotos que conforman este post pertenecen al templo inconcluso de Lázaro Cárdenas, el atrio de la iglesia y la capilla del panteón de Jungapeo y el templo de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de Ciudad Hidalgo, siempre en el oriente del estado de Michoacán. En dos casos me he permitido incluir el retrato de la persona con la que conversé delante de los edificios, de quienes escuché respectivamente un par de divertidos equívocos: el encargado del cementerio, don J. Rosario Luna Barrera, quien nunca dejó de llamar, con toda consideración y respeto, "ingeniero" a Mijares, y una devota del templo de Ciudad Hidalgo, una mujer de más de noventa años llamada Soledad que me aseguró que la iglesia era obra de un arquitecto español. 


1. Iglesia inconclusa en Lázaro Cárdenas, municipio de Jungapeo





2. Edificio de servicios parroquiales y atrio de la iglesia de Jungapeo





3. Capilla del panteón de Jungapeo






4. Templo de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro en Ciudad Hidalgo







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Más sobre arquitectura en este blog:
A las vueltas con Vladimir Kaspé, http://bit.ly/sSM2Ql