4. San Juan Chinameca
En esta hacienda, una de las primeras que tomó Zapata, donde más tarde salvó la vida en momentos de confusión y en la que al final acabaron tendiéndole la trampa que permitió su asesinato el 10 de abril de 1919, se siente como en ningún otro lugar el olvido del gran revolucionario mexicano. En la chimenea de la antigua hacienda pueden distinguirse a la distancia, dispuestas verticalmente, las letras de las palabras “Tierra y Libertad”; fuera de eso, todo parece comido por el desinterés y acaso hasta la burla. Da la sensación de que ante los hechos allí sucedidos se prefirió esterilizar el lugar, que parece abandonado y en el mismo silencio estupefacto que siguió a la muerte de Zapata. ¿No sería mejor homenaje al héroe y su movimiento que el edificio estuviera activo, casi como fuera, y que sus tierras dieran algo más que una bonita cancha de futbol? Por ningún lado hay letreros de las Rutas 2010 ni hay rastro siquiera de Telcel.
Las imágenes son reveladoras del museo, digno de Ripley, que hay allí: la palabra misma, “Museo”, o el resumen biográfico del héroe… A la entrada, sobre la mesa de registro, hay un tecolote muerto. Le pregunto al responsable que por qué lo tiene en ese lugar. Su respuesta es más clara de todo lo que pueda decir yo: “Para que los que vienen tengan algo que ver”. Dice que le han ofrecido hasta 500 pesos por él. Desaparece y vuelve con unas balas de cañón. Explica que son originales. Las sostiene para que se vean bien.
Me cuenta que su antecesora enloqueció y que cuando él llegó estaba todo destruido. Él cubrió con plástico las mamparas que quedaban, que muestran copias de periódico y fotos, casi todo en mal estado. Dice que no tuvo más remedio que tomar ese trabajo: se alza la manga y me enseña un brazo enflaquecido, me explica, por el polio. Lo más conmovedor es que me asegura una y otra vez que ya va a empezar la obra allí. Pero ¿cuánto tiempo falta para la fiesta de centenario?, me pregunto. Si la hacienda de Chinameca no aprovecha la cresta de los presupuestos de este año, dudo que alguien pueda volver a interesarse, por lo menos en los siguientes cien años.
Afuera está el arco exento contra el cual acribillaron a Zapata. No lejos de él, frases de políticos, contra un fondo verde jade, que nadie se acerca a leer. De pronto se interrumpen: hay un espacio en libre que parece dejado a propósito para frases que debieron colocarse en periodos políticos futuros. Creo que la última es de Díaz Ordaz, como si desde su presidencia ya nadie se tomara la molestia de fingir que Zapata sobrevive siquiera en la retórica más exterior.
Debajo del arco fatal está la estatua ecuestre más desafortunada que he visto en toda mi vida; medio enana, quizás porque el zócalo que la sostiene no está a la altura debida, lo que la hace parecer fuera de proporción. Moldeado en un color amarillento, Emiliano lleva un fusil de juguete y un bigote que parece de plastilina.
Un viejo desdentado, más criollo que indígena, que está sentado a la sombra, vende piezas sacadas de un sitio arqueológico que según me explica a remolque, como si prefiriera no engañarme, se llama Las Muñecas. Unos minutos antes alguien me ha susurrado que las fabrica él mismo “echándoles lodo”. También ofrece la película Viva Zapata, con Marlon Brando, y una reproducción de un retrato del héroe firmado por Hugo Brehme.
Luego me hace observar en el arco los restos de bala que no alcanzaron a darle a Miliano. Todo eso lo hace sin levantarse de la sombra desde la que me sonríe, irónico. Me ve con perfecta indolencia cuando me despido de él.
5. Comandancia general de Tlaltizapán
Cerrado por obra. No importa: basta pasearse delante de la puerta con gesto de contrariedad para que uno de los álguienes que descansan sentados en una banca adosada al muro de la fachada nos anime a empujar la puerta, que resulta que estaba entreabierta. Uno de ellos, el más joven, rapado al ras, con la camiseta de un equipo de futbol que le queda enorme, se pone al frente de la incursión.
Pensaba encontrar una hacienda de proporciones, acaso con capilla anexa y árboles de cien años. Para mi sorpresa no es así. El edificio, leo en Womack, era un molino arrocero. Según entramos, a la izquierda hay un gran cuarto de planta rectangular. “Es un auditorio, donde Emiliano Zapata daba audiencias”, dice mi improvisado guía. Conforme nos vamos adentrando en el patio, me da la impresión que como para irse asegurando una buena propina, añade: “Aquí no entra nadie. Nadie. Pero nadie, ¿eh? Nunca… Es que es una comandancia.” Y luego: “Ustedes, ¿son españoles?”. El aspecto de Ana y Cristina casi lo convence. Para no decepcionarlo le digo que sí. Él se fija mejor: como nuestros acentos confirman que no somos más que vulgares chilangos, añade, entrecerrando los ojos, perspicaz, capcioso: “Pero ¿dónde viven?”.
El espacio libre de la antigua comandancia es bellísimo. Qué bueno porque es lo único que vamos a ver. La arcada, baja y proporcionada. La hora del día, casi las cinco de la tarde, hace que el sol sea propicio: hace calor pero los rayos oblicuos colorean todo de un barniz agradable. Al fondo, otra estatua de Emiliano, esta vez de pie, entre dos macetas con agaves. De allá sale el encargado, un hombre viejo y corpulento, más abrigado de lo que parecería necesitarse, que nos confirma que el museo está cerrado. Siento que nos ha perjudicado que el viejo responsable y el futbolista al ras hayan entrado en controversia. Si hubiéramos caído sólo en las manos de uno de los dos, habríamos visto todo lo visible y lo invisible. Ante la duda de quién va a ganarse la propina, mejor que se larguen los turistas.
El regreso a Yautepec, una media hora de una tirada, es por un libramiento que deja a la izquierda el pueblo de Ticumán. Como maneja Ana, y Cristina se entretiene escogiendo canciones de un iPod, me abstraigo viendo por la ventana pasar las vistas más hermosas del recorrido.
México parece una vez más un enigma que ofrece solamente respuestas dolorosas y vuelvo a pensar que algunos de los mejores hombres han vivido en balde.