viernes, 28 de junio de 2019

Almas gemelas: Deniz y Miret


Únicos y singulares como lo fueron por separado, lo normal es que su relación haya resultado única y singular, al menos como acaso ninguna otra en la historia de la literatura mexicana. Se conocieron cuando eran poco más que unos niños, en el Instituto Luis Vives de la Ciudad de México, en 1945, a los once años de Juan Almela y trece de Pedro Fernández Miret. Se parecían sus historias: habían nacido en España (el primero en Madrid, el segundo en Barcelona), cosa que ocurrió durante los agitados y confusos años de la Segunda República (uno en 1934, el otro dos años antes); eran hijos de personajes públicos comprometidos con la circunstancia histórica y habían viajado con sus padres a México, a donde llegaron con tres años de diferencia (Almela en el vapor Nyassa, en 1942; Miret en el Sinaia, en 1939) y ambos terminaron inscritos en aquel instituto, el Luis Vives, fundado por exiliados en la capital de su país de acogida.
A partir de entonces y a lo largo de una década, particularmente desde 1949, fueron amigos íntimos. En septiembre de 1955, sin que mediara conflicto de por medio, dejaron de tratarse. En lo que les quedaba de vida no volvieron a verse, con una sola excepción: una tarde de agosto de 1986, cuando Eduardo Mateo Gambarte y José de la Colina, amigos comunes que los habían conocido y tratado por separado, los invitaron a comer con el propósito de reunirlos una vez más. 
Eduardo Mateo Gambarte, uno de los responsables 
de reunir, siquiera una tarde, a Deniz y Miret. Foto: internet.
Habían transcurrido treinta y un años desde su último encuentro. Pasaron la tarde juntos y rememoraron anécdotas, viejos profesores, músicas, amigos, lecturas. Se despidieron prometiéndose reunirse de nuevo muy pronto, cosa que no ocurrió pues ninguno de ellos hizo el esfuerzo inmediato de intentarlo y de ese modo fueron pasando las semanas y los meses. Luego, un par de años largos. Dos años y cuatro meses después, la muerte se adelantó: uno de ellos, Miret, falleció inesperada y repentinamente; fue en la ciudad de Cuernavaca, el 22 de diciembre de 1988, el mismo mes en que también moriría su viejo colega adolescente, aunque veintiséis años después. El día de la muerte del primero de ambos amigos, Miret tenía 56 años; Almela, 54.
Pedro F. Miret. Foto: archivo de la familia Miret Schussheim.
Juan Almela (Gerardo Deniz) en Chapultepec. Foto: FF
Éste lo dijo de muchas maneras, en la conversación espontánea y por escrito, formal e informalmente: Pedro Fernández Miret, o Pedro F. Miret (como firmó sus libros), o Pere a secas (como era llamado en el Luis Vives y él lo llamó siempre), fue un personaje esencial en su vida. En una ocasión, en el texto que dirigió para hablar de sus gustos musicales a uno de aquellos amigos responsables de haberlos reunido, el calagurritano Mateo Gambarte, dijo que, al conocer a Pere, le pareció que había dado con su “alma gemela”. 
Pedro F. Miret. Foto: archivo de la familia Miret Schussheim.
Sin duda se refería, en este caso en concreto, por tratarse del lugar en donde escribió esas palabras, a que Miret era la persona idónea para compartir la música de la que ambos eran vehementes aficionados, que Almela había descubierto también por su parte, asimismo en la radio familiar, igual que Pere a través de la XELA, pero la frase, me parece, puede usarse para describir también el impacto que causó en ellos aquel orbe de experiencias que compartieron y acabó marcando la obra de los dos.
Portada de Esta noche... vienen rojos y azules (1964),
primer libro de Miret. Ejemplar en venta en la librería La Murciélaga
(5000 pesos).
Porque ahí está lo más extraño de todo, lo que hace singular y única esta amistad entre dos hijos de exiliados en México que vivieron cada uno por su lado una infancia solitaria y compartieron después los cruciales años formativos: ninguno de ellos imaginó que acabaría escribiendo literatura. 
Primer libro de Deniz (1970).
Ejemplar de mi propiedad.
Al menos es lo que contaba Almela: en el mundo que fue de los dos, en las experiencias que vivieron uno al lado del otro, muchas de ellas primeras experiencias, nunca asomó siquiera en ninguno de los dos la idea de poner por escrito nada, y mucho menos con intereses literarios. Originalísimos escritores, autores de libros de primer interés en los diversos géneros en los cuales se especializaron, raros en diversos modos y medidas, Gerardo Deniz y Pedro Fernández Miret se hicieron escritores de manera relativamente tardía (Almela publicó su primer libro en 1970, a sus 35 años; Pere lo había hecho a sus 32, en 1964). Antes anduvieron por otras rutas y caminos (el poeta, como bien sabemos, intentó hacerse científico; el narrador, por su parte, estudió arquitectura, dibujó y pintó, hizo cine), y acabaron construyendo por separado, y acaso en paralelo, una obra francamente notable que comparte algunos rasgos, ciertos paisajes, determinadas atmósferas.
Aunque no son muchos los críticos que han comentado la literatura de Miret, su número resulta suficiente como para darnos una idea exacta de sus principales virtudes, y para medir con precisión el tamaño y la naturaleza de sus aportaciones. Algunos de ellos profetizaron en otra época una suerte de boom de su literatura, que nunca ha ocurrido. Esos mismos críticos entusiastas acaso se conformarían con algo que es menos y al mismo tiempo es más: si no la gran circulación de su obra, si no los grandes tirajes, la consagración de su autor como parte de la tradición del cuento mexicano y su presencia en ella como un relevante autor de las letras mexicanas del siglo XX.
José de la Colina, amigo de Deniz y de Miret, responsable de haber reunido a los viejos amigos por una única vez. En la imagen, el día que visitó mi programa de radio. Foto de Jonathan López Romo.
Luis Ignacio Helguera, José de la Colina, Javier Perucho, Christopher Domínguez Michael, Mario González Suárez son algunos de sus nombres. Y desde luego, Gerardo Deniz. Vamos a ver algo de lo que dicen aquellos antes de volver al punto de partida de esta historia, quiero decir al año de 1945 y las aulas del Instituto Luis Vives de la Ciudad de México, en el momento en que se encontraron dos personajes singulares y únicos cuya relación no pudo resultar sino fiel a esa caracterización.
Apunte de Juan Almela. Archivo: FF
(Primeras páginas de "Almas gemelas: Deniz y Miret", uno de los quince capítulos del libro sobre Gerardo Deniz que escribo con el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. A finales del mes próximo haré la última entrega al Fonca. Más detalles, pronto.)
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Gracias a Maia Fernández Miret por su permanente buena disposición y su constante ayuda en mi trabajo de investigación.

Más sobre Pedro F. Miret en este blog:
Entrevista con José de la Colina, https://bit.ly/2MqROoV

viernes, 21 de junio de 2019

Tendido eléctrico

Iba rumbo al norte, en camión, tristeando. Era la hora del atardecer. De pronto, al advertir que el último cable del tendido eléctrico, el que corre más alto que los otros, era ligeramente más delgado que los demás, recordé que en una fecha más feliz, en otra carretera, alguien me explicó que ese cable no lleva fuerza eléctrica para que los pájaros puedan posarse en él. En medio de la nostalgia de la que iba bañado, una sonrisa subió a mi rostro al recordar ese comentario. 
De eso trata “Tendido eléctrico”, uno de los cuatro poemas extensos que forman parte de Oscuro escarabajo (los otros tres son “El maestro de ética” [la liga, al calce], “Termino de nadar” y “Al visitar un convento mexicano del siglo XVI”). Luego, en años más recientes, he visto con frecuencia ese género de tendido eléctrico con el último cable invariablemente más fino, puntuado a veces de tramo a tramo con una boya de color naranja. En febrero de 2018, de camino a Querétaro, pensando en publicar alguna vez este post, tomé las fotos que ahora lo acompañan.


Tendido eléctrico

Distraído, a la ventana
de un camión de pasajeros,
      del lado del atardecer,
por una carretera rumbo al norte,
poso los ojos en los cables del tendido eléctrico
que corre en paralelo por la carretera
         –cuatro cables de luz
suspendidos de poste en poste
y de arriba a abajo,
     en sucesivas
e incesantes ondulaciones–
       y los ojos,
sin proponérmelo siquiera,
van siguiendo su concatenación,
su bajar y subir
y después su volver a bajar,
una tras otra,
      una detrás de la otra,
como si fuera un ave que aleteara para dejarse caer,
aleteara y se dejara caer
y se impulsara una vez más solamente para dejarse caer,
y así de poste en poste,
una y otra vez,
una y otra vez
                       –y la mirada un cable
a su vez proyectado invisible en la distancia,
sin flujo ni poder,
o no con brío,
          detrás del cual no hay pensamiento genuino,
apenas un flotar vagabundo y melancólico
para el que el viaje,
      y el observar vacío,
y la nula intención de sacar las menores conclusiones,
son un remedio poco o nada eficaz
de todo aquello que me alcanza
y anega
             –aunque el mirar
sin consciencia
o consecuencia en cierto modo me consuele
de aquel hueco que se abre suavemente en nosotros,
al fondo, al despedirnos, en las estaciones,
                                                                      y nos jala hacia adentro
sin importar que se abra el horizonte afuera
o corra en paralelo por la carretera–,
cuando, de pronto, como una pequeña descarga,
benigna si se quiere
       pero descarga al fin
eléctrica, igual que si en la torre de luz de mi conciencia,
arriba, en la atalaya en donde estoy sin mí,
llegara un pulso a descifrar, en clave,
un mensaje secreto,
       en el momento en que distingo
que el más alto de los cables, el que pierdo de vista
de cuando en cuando,
es también el más tenue,
                                       una línea perceptible apenas
que corre arriba de las otras
de modo algo más grácil
 y liberado,
recuerdo lo que supe en otra fecha, un mediodía del sur,
bajo otro sol,
        una tarde feliz en otra carretera,
que el cable superior es más delgado
porque no lleva luz y no conduce nada,
es inocuo al tacto,
    y ha sido ideado así
en consideración a los pájaros, a las generaciones de las aves
sucesivas e incesantes,
las parvadas de Dios nunca conformes
con pasar de largo
     sin algún género de reposo
o de contemplación
      –y una emoción
se abre paso desde el sitio en donde estaba adormecida,
y llega a mí, me invade
y tiñe la mirada y tiñe el aire,
tiñe la hopalanda de las catenarias de cada uno de los cuatro cables
y su ondular danzante,
                                   los árboles en fuga
y el pasar del paisaje,
distraído como voy, o iba,
el pensamiento vagabundo y melancólic­­­­o,
               del lado del atardecer,
a la ventana de un camión de pasajeros,
por una carretera rumbo al norte,
 hasta encender la línea misma
del horizonte, más allá de los cables de los postes,
por los montes azules,
un resplandor de luz en donde el sol
se pone.

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Más sobre Oscuro escarabajo en este blog:
Primer ejemplar, https://bit.ly/2SWcER8
La edición, https://bit.ly/2EKrpCL
La presentación, https://bit.ly/2IR0NlU
Un poema seguido de una entrevista, https://bit.ly/2V2lttd

El maestro de ética, https://bit.ly/2NMSLK8