domingo, 17 de abril de 2011

Poesía y tradición

Hace unos veinte años pensé que me convertiría en crítico de poesía. Hasta puedo decir que lo fui, al menos en cierto modo. Un apretado fólder de más de una treintena de notas a máquina, todas publicadas, son mi mejor prueba. También, la enemistad de dos o tres poetas discutibles cuyo éxito desde entonces no ha hecho más que crecer. 
La temporada que pasé haciendo crítica de libros de poesía fue de un enorme aprendizaje. Entre otras cosas, entendí que esa actividad no era para mí: leer libros porque acabaran de aparecer; leer poesía para escribir sobre ella. Si todavía lo hago de cuando en cuando es porque se parece a la escritura misma de los poemas, que se ha vuelto cada vez menos perentoria, más gozosa y casual. Lo más valioso de la experiencia fue que acabé de definir qué parte de la tradición que yo había recibido como lector, aprendiz del oficio y hasta alumno de la Facultad, era la más mía, la que más me decía a mí, la más cercana a mi manera personal de leer los poemas. ¿Cuál era mi punto de partida? 
Al revés de lo que se hubiera esperado de un estudiante de letras de la UNAM, conocí la poesía de la Generación del 27 mucho antes que la de sus contemporáneos mexicanos; bebí más y mejor en el discurso entre inspirado y coloquial de Pedro Salinas, o en los deliciosos acomodos de poesía tradicional del primer Rafael Alberti, que en los nocturnos de Villaurrutia, que provocaban el júbilo de maestros y alumnos de la carrera, o en la plenitud verbal e imaginativa de Pellicer, el más poeta de nuestros poetas, según la afortunada frase de Octavio Paz. Naturalmente, el aspecto que me interesaba de la tradición común a todos los hispanoparlantes no era la que interesaba en México.
Cuando en el año 2002 me fui a vivir a España creí que encontraría con quién compartir entusiasmos y contrastar puntos de vista sobre mis poetas preferidos, por más que yo proviniera del otro lado del mar. Lo que no podía prever es que yo venía también del otro lado del tiempo. Y es que ninguna de las dos aportaciones cruciales del 27 importaban en la poesía española de hoy. Mencionémoslas siquiera de paso ya que sí importan a la idea que yo tengo de la tradición, o mejor dicho a la idea de mi tradición. La primera es desde luego la puesta al día de los valores del barroco, en torno a cuyo máximo exponente, Góngora, se dio el encuentro de poetas en mayo de 1927. La otra es la adaptación definitiva (tardía como siempre respecto de Europa: “España, país de frutos tardíos”, dice bellamente Menéndez Pidal), la adaptación definitiva, quiero decir, realmente artística, de una vieja aspiración romántica: la poesía tradicional, o de origen popular, en la culta —y que durante el siglo XIX en España y sus colonias generalmente sólo se había conseguido desbarrar.
En cuanto llegué a tierras españolas entendí que esa herencia doble estaba manifiestamente dejada de lado— herencia, quiero decir, como fuente viva para escribir de cara a ella, bebiendo de ella, incluso si se quiere hasta en contra de ella—. Manifiesta, cuidadosa, explícitamente dejada de lado: en no pocos poetas y críticos pensantes, la mención del autor del Polifemo provoca hoy mismo reprobaciones idénticas a las que solía hacérsele en el siglo antepasado. Nada digamos de otras fuentes vivas de mi interés, como el Arcipreste de Hita o el Romancero viejo o el Capitán Aldana…
No se crea que los españoles fueron a buscar muy lejos la vena principal de su tradición vigente (la tradición es una liberación o una cárcel) y no es raro que haya sido en la misma nómina del 27 donde encontraran a su maestro supremo. 
El problema es que eligieron al único que no debían, al único que no podía ser: Luis Cernuda. El español, quiero decir, que más despreció la grey de sus contemporáneos, el que buscó su soledad con desesperación y murió rumiando su amargura contra la mala madre… Pero, por encima de todo, el autor de una obra celosa y exclusiva que no se puede imitar sin que pierda su esencia. ¿Qué diría él mismo si se viera convertido en una muchedumbre que se busca, solicita, procura, elogia, beneficia, premia en nombre de sus valores estéticos, y que escribe en imitación de su bellísimo y (dentro de todo) sereno estilo sólo después de haber extirpado cuidadosamente su veneno? Sin embargo, ésa es otra historia. Lo que conviene a ésta es que en España me vi tan lejos de la tradición como me había visto en México. Y entonces, me parece, entendí: la circunnavegación me acabó llevando a una idea que tiene algo de punto de partida: la única tradición es la propia. La que escojo yo. La que recojo del río que pasa o entresaco de las piedras secas; la que copio o adivino e improviso cada vez que leo o escribo.
Tengo la impresión, de naturaleza romántica, de que el poeta es una isla que habla una lengua aislada, en principio para sí mismo. Sé que puede sonar drástico. Y sin embargo, mi leer y vivir la poesía me ha llevado a esa especie de extraña reducción. Me he vuelto, en un sentido, más flexible; en otros, mucho más radical. Que esa lengua aislada tenga el encanto, la transparencia y la expresividad que pedía el 27, sería estupendo. Que además posea la riqueza añadida de ciertos mecanismos de la poesía norteamericana, a la que tan sensible hemos sido en México, ya sería otro mérito. Que dialogue creativamente con las vanguardias, o mejor dicho con la obra de quienes partieron de ellas para inventar la expresión moderna, acabaría siendo óptimo. Cuando recuerdo aquellas notas de hace veinte años me doy cuenta de que yo no podía convertirme en crítico de poesía porque estaba buscando en los otros, estaba incluso exigiendo a los otros, los valores que quería para mí. 
Quizás por eso no se me ocurre mejor manera de acabar esta intervención que con la lectura de un poema, una forma acaso más expresiva de manifestar mi lectura de la tradición que mucho de lo que pueda yo decir. Apareció en enero en la revista Conspiratio y está dedicado a Florencia Molfino.


Mientras me como una chirimoya
A Florencia Molfino

1
Mientras me como una chirimoya, y veo por la ventana a unos gorriones
desvalijar el trueno que asoma a mi escritorio,
advierto que destruyen más que tragan,
provocando un reguero de semillas que caen en múltiplos
infinitesimales de pequeñas
cascadas,
                  que en la calle rebotan
como chispas en el taller del soldador, y entiendo que destruir
la integridad de las inflorescencias,
sin que importen derroche y estropicio, es parte
del oficio.
2
Mientras me como una chirimoya, y veo por la ventana a unos gorriones
desvalijar el trueno que asoma a mi escritorio,
me parece que ingieren unas pocas
                                                                de las muchas
que pierden, y pienso que las pocas que alcanzan
la cavidad del buche
irán de pico a cloaca
inocuas, para ser arrojadas esta tarde o la otra, en esta misma calle
o la de más allá, a fin de propagarlas,
con su aportación de abono,
intactas.
3.
Mientras me como una chirimoya, y veo por la ventana a unos gorriones
desvalijar el trueno que asoma a mi escritorio,
escupo con cuidado
las semillas que entresaco de la carne blanda,
y que no dejo de meterme en la boca porque son el corazón
de la parte más dulce de la fruta,
                                                          y al verlas en el plato, ovoides,
negruzcas, muchas, imagino el árbol
que no conozco
y agradezco, cumplidamente agradezco no tener nada que ver
con su propagación.

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Este texto fue leído el pasado jueves 14 de abril en la Casa del Poeta, en una mesa redonda llamada “Poesía y tradición” en la que también participaron los poetas Jorge Fernández Granados y Julio Trujillo. Moderó María Rivera.

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