En cuanto
suelto en Facebook que estoy en contacto con él, un auténtico alud de antiguos
amigos, de la mayoría de los cuales no he sabido nada en décadas, me asalta con
diversos niveles de vehemencia y premura para solicitarme sus datos. Todos quieren
saber su paradero, escribirle unas líneas, hablarle por teléfono.
Lo entiendo
perfectamente: desde el momento en que lo conocí en la preparatoria hace más de
treinta años, me di cuenta de su grandísimo carisma, y ahora que nos hemos
reencontrado, casualmente primero hace tres años en el vestíbulo de la Sala Nezahualcóyotl, y luego una y
otra vez para oír música o comer y beber, y por último para hacer un largo viaje
en coche cargado de simbolismo, confirmo que la primera de sus virtudes sigue
intacta en él.
Menache
conserva además ese cierto aire de misionero iluminado del siglo XVI, poco menos que arrebatado por su idea del mundo y sus visiones, pero la edad le ha echado encima una serenidad
que hace que parezca más bien un filósofo sin época definible o precisa, un
viajero del tiempo sin más raíz ni destino que su propia interioridad, invariablemente
metido en una camisa de manta con un caballito de mezcal o un café en la mano, que prodiga sus muchos saberes desde la complejidad de su espíritu y la
sencillez de su conversación.
Menos todavía ha cambiado su mirada: los ojos
claros, chispeantes y llenos de inteligencia, enmarcados por una sonrisa que
nunca se desdibuja en su cara y una capacidad de sorpresa y entusiasmo que
nunca dejan de sorprender.
Ya allá en
1981, cuando ambos teníamos quince o dieciséis años, Menache destacaba por la claridad
de su pensamiento en el ambiente un tanto plúmbeo de la escuela marista en la
que estudiábamos. Entre otras cosas, se declaraba indigenista acérrimo y se
refería con risueña indignación al imperdonable crimen que habían cometido los españoles contra la
civilización mexica.
Por si fuera poco, manifestaba su gusto por la lengua náhuatl,
a cuyo estudio se dedicaba desde mi punto de vista de entonces como una excentricidad. (Pasados
unos años, por supuesto, me di cuenta de que él era el único sensato, el único
que tenía razón.) Si nunca estuve en su casa, en unas de esas dilatadas
partidas de póker que evocan otros amigos, recuerdo que era un gran melómano y que
releía Pedro Páramo todos los años al
acercarse el día de muertos.
En contra
de lo que aconseja el vulgar sentido común, Menache abandonó hace no mucho una brillante
carrera diplomática que lo llevó a vivir en lugares como Pekín, Dubai y La
Habana para volver a la Facultad de Filosofía y Letras, en donde actualmente estudia
el doctorado con una tesis que intenta penetrar en el significado del Códice
Borgia, quizás el más portentoso de todos los documentos mexicanos antiguos, echando
mano de sus experiencias con el peyote y los hongos –aquello que Wasson llamaba,
me parece que con expresión afortunada, “enteógenos”, algo así como "el dios adentro de nosotros"–. Al revés de lo que pudiera
pensarse, Menache dio en la Universidad con una serie de maestros sensibles
a su heterodoxo acercamiento, y sus ideas han encontrado felizmente eco.
No mucho
después de reencontrarnos tuve la oportunidad de confirmar cómo su magnetismo se
ha mantenido tal y como era a principio de los años ochentas. Como Mario
González Suárez, director de Escuela Mexicana de Escritores, comentara en una
junta de planeación que necesitábamos un maestro de mitología mexicana, me
permití proponer su nombre. El resultado fue aun más positivo de lo que yo
mismo pude calcular: la llegada de Menache a la escuela supuso una pequeña
revolución, y los estudios de temas prehispánicos cobraron de pronto un enorme interés
en la comunidad de escritores de la que formamos parte.
Mi viejo amigo ha
contagiado su pasión de las más diversas maneras, propiciando lecturas,
discusiones y viajes entre un círculo creciente de seguidores que lo consideran
como lo que es, un genuino maestro. A últimas fechas, el grupo de sus primeros
alumnos de la EME, encabezado siempre por él, dedica largas reuniones fuera de clase a estudiar
con detenimiento los textos y las ilustraciones del Libro Rojo de Jung.
El día que nos encontramos en la Sala Nezahualcóyotl, de manera inopinada, sin
más preparativos ni prólogos, me invitó a acompañarlo a Huautla, a donde va una o dos veces todos los años desde hace más de una década, y unas semanas más tarde
emprendimos el viaje. De lo que viví de camino a la sierra huautleca y mi
experiencia nocturna en el pueblo de María Sabina, así como en general de mis
propios experimentos con los hongos, hablaré en un post futuro.
De momento baste con contar que “velamos” en la casa
de su amigo José Luis García, uno de los chamanes de Huautla a los
que había retratado Juan Miranda en los años noventa y que aparecieron en el libro que yo edité en 1997, Curanderos
y chamanes de la sierra mazateca (Gatuperio Editores).
Lo más
curioso de mi reencuentro con Menache tardó en llegar: hace sólo unos días encontré
un poema que escribí en 1999, del que redacté las primeras líneas al despertar de
un sueño, y en el cual, como me doy cuenta ahora y había olvidado, aparece mi amigo
entre otros conocidos de los tiempos de la preparatoria. El texto, que ahora no me parece tan defectuoso como cuando tomé la decisión de mantenerlo inédito, refiere la muerte de un compañero nuestro que ocurrió casi delante de mis propios ojos. El mismo Menache, que no deja de percibir la parte inquietante del
asunto, hace la cuenta: si nos dejamos de ver en 1982 y nos reencontramos en
2011, el sueño ocurrió cuando llevábamos unos 17 años sin vernos y poco más de una
década antes de volvernos a ver. Lo que aduzco como prueba irrefutable de que
mi entrañable colega ha estado vivo en mi recuerdo todo este tiempo, cosa que
él parece aceptar.
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El retrato en el que Menache posa delante de una pared de piedra, igual que el que ilustra estas líneas, es de Mario González Suárez. Las fotos en blanco y negro proceden de la memoria del curso 1981-1982 del Centro Universitario México, de la que conservo un ejemplar. La foto en Huautla de Jiménez, Oaxaca, es del 26 de
agosto de 2011.
Más sobre Eduardo Menache
en este blog:
Códice
Borgia, lámina 61 (detalle), http://bit.ly/1ixJ1NM
Alejandría (1986-1989), http://bit.ly/1cPgFw9
Sábado de
junio, http://bit.ly/1exBY4F
Qué hermoso relato tan lleno de recuerdos gratos. Qué ser tan maravilloso debe ser ese maestro amigo tuyo. Que gran suerte la de ambos por hallarse en el camino ¡salud, por ustedes!
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