A José María
Vi la serie una sola vez, hará unos veinte años, y
nunca he conseguido sacármela de la cabeza. Tanto es así que a todo el que me contaba
que se daba una vuelta por el Museo Dolores Olmedo, le preguntaba por ella: una
sala, decía yo, una sala no muy grande, de forma rectangular y oscurecida a
medias, dedicada exclusivamente a una serie de obras de pequeño formato, las
más conmovedoras de todas las que conozco de Diego Rivera. Las respuestas solían
variar, según quien fuera mi interlocutor; a la mayoría era imposible sacarlos
de la impresión que les producían los xoloscuincles y los pavorreales rondando
alegremente por los jardines de la vieja Hacienda de la Noria. Jamás tuve una
respuesta satisfactoria, que correspondiera, digamos, a mi vivo interés,
ninguna que confirmara que mi recuerdo no era una nueva mala pasada de mi
descabalada memoria.
En esta ocasión, el recuerdo me ha fallado sólo en un aspecto,
más o menos esencial –y eso, según se vea–. Y es que, si atendemos a su naturaleza, nadie podrá perdonarme con facilidad que recordara que eran
acuarelas, cuando en realidad son óleos. Pero si lo pensamos un poco más, el
error quizás tenga algo de certero: a pesar de estar hechas con trazos
decididos y tonalidades francas, con la fuerza de quien está acostumbrado a pintar con derroche de expansión expresiva, conservan esa cierta delicadeza
que solemos adjudicar a la técnica de la acuarela –o al menos en la memoria, quiero
decir, con el paso de los años–. En este caso, la delicadeza quizás podría
explicarse por dos razones.
La primera: las dimensiones relativamente pequeñas de cada una de las obras: 29.1 por 40.8 centímetros. La segunda: Diego pintó la serie cuando ya estaba enfermo de cáncer. En efecto, el vitalísimo pintor mexicano copió del natural las apasionadas puestas de sol de Acapulco durante los últimos meses de su vida, cuando sabía que su final estaba cerca.
La primera: las dimensiones relativamente pequeñas de cada una de las obras: 29.1 por 40.8 centímetros. La segunda: Diego pintó la serie cuando ya estaba enfermo de cáncer. En efecto, el vitalísimo pintor mexicano copió del natural las apasionadas puestas de sol de Acapulco durante los últimos meses de su vida, cuando sabía que su final estaba cerca.
Grandes, poderosos, profundos atardeceres, reproducidos
en una tela más bien pequeña, que transmiten la emoción de quien se despide
de la vida, cegado por el último fulgor del sol –cegado, claro, es un decir… (De
paso: imposible no recordar aquel bello endecasílabo del último Octavio Paz:
“con mirada de sol que se retira”.)
En aquella sala del museo de Xochimilco dedicada en exclusiva a ella, la serie de veinte pequeños óleos produce una honda impresión que bien puedo asegurar que nunca se atenúa.
En aquella sala del museo de Xochimilco dedicada en exclusiva a ella, la serie de veinte pequeños óleos produce una honda impresión que bien puedo asegurar que nunca se atenúa.
No es fácil dar con buenas reproducciones en la red.
Me conformo con la que abre este post.
Y por supuesto, con las de la edición del libro que José María me ha prestado unas
semanas. De ese libro tomo estas líneas de Juan Coronel, nieto de Diego y uno de los grandes conocedores de la obra del gran muralista:
“En
1956, a los 70 años de edad, Diego Rivera tenía por cierto que le quedaban
pocos días de vida. Estaba convaleciente en Acapulco, Guerrero, recuperándose
de los tratamientos que para curar el cáncer que lo aquejaba le habían
recetado; se hospedaba en la casa que su amiga Dolores Olmedo tenía en aquel
lugar. Lo que más le sorprendió del puerto fueron los fulgores de las puestas
de sol, días violetas y violentos, naranjas y melancólicos, verdes, rojos,
azules. Los captó todos en una serie de pinturas cuyo recorrido cromático es
una lección que pretende absorber el instante mismo de la creación, ese primer
aliento del alba que los libros sacros de todas las religiones describen:
tituló sus obras “Colores en el mar, el cielo y la tierra” (“Dolores Olmedo:
coleccionismo y generosidad”, Museo
Dolores Olmedo, libro editado por el propio museo y Nacional Financiera en
2007.)
______________________
La foto de Juan Coronel Rivera es de Raúl Cano; la tomo de la página de Facebook de mi amigo, poeta y crítico de arte. La de Diego Rivera en Acapulco, en
la que aparece Dolores Olmedo cargando un xoloscuincle, procede de la red; aquí el enlace del que la tomo: http://bit.ly/1Cln3Gp
Más sobre Juan Coronel
Rivera en este blog:
Mi carta de Proust, a subasta, http://bit.ly/1GtH
Más sobre artes plásticas en este blog:
Las portadas para niños de José Guadalupe Posada, http://bit.ly/OTvwyW
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