Desde hace
un par de semanas circula Red de
agujeritos, un volumen que reúne los ensayos que Gerardo Deniz
publicó en la revista Viceversa en
forma de columna mensual. Se trata de una miscelánea de la mayoría de los temas
del poeta, regados abundantemente de su erudición, ironía y sentido del humor característicos.
Los textos, que son más de cuarenta y fueron publicados en
varios periodos a lo largo de los casi nueve años de vida de la revista, tienen
la virtud de la estandarización de su formato, lo que permite conocer el complejo
mundo de Deniz de una manera quizás más legible y sencilla que nunca. Los
editores, Javier García Galiano, cabeza de la colección El Gabinete de
Curiosidades de Meister Floh en la que aparece, y Marcial Fernández, director general
de Ficticia Ediciones —a quienes agradezco la publicación del libro—, estuvieron
de acuerdo en que incluyéramos un prólogo para contar la manera en que se dio
la colaboración de un autor que sólo ha publicado de manera continua y regular
en otra revista (Biblioteca de México,
dirigida por Eduardo Lizalde). También aceptaron que el volumen ofreciera, a manera de epílogo, la
entrevista que le hice al poeta en el otoño de 1993, aparecida originalmente en el número
del primer aniversario de Viceversa.
Quizás no
haya mejor manera de promover el libro que mostrando directamente algunos de sus
textos, y después de pensarlo me he decidido por los tres que conforman este post —que reproduzco siempre con la
anuencia de su autor—: el primero, sobre sus impresiones de Pablo Neruda, a
quien vio en persona a finales de los años cuarenta, cuando acompañó a su padre a una cita de trabajo; el segundo, sobre la lengua
chechena, y el tercero sobre un amigo de Freud, a quien el famoso
médico vienés tuvo en alta estima, llamado Wilhelm Fliess. El retrato de Deniz
que abre esta entrega de Siglo en la
brisa, y que invariablemente apareció junto a su texto en Viceversa, es de Roberto Portillo, el
fotógrafo que hizo la imagen de los columnistas de la revista (Anne Delécole,
Javier Cruz Mena, Pablo Boullosa y Gerardo Kleinburg). Como se dará cuenta quien vea con cuidado esta entrega, los dos dibujos de Juan Almela que uso para ilustrar uno de los artículos son los mismos que el diseñador Armando Hatzacorsián utilizó para el diseño de la portada del libro. Más de medio siglo hay entre ellos. Me permito ofrecerlos como
un añadido especial para los lectores de este blog.
Tres textos de Red de agujeritos
Por Gerardo Deniz
Canto general
Meses más, meses menos, fue hacia principios de 1949.
Tenía yo 14 años. Una noche, mi padre me preguntó si quería acompañarlo. Cosa
desacostumbrada. De seguro me explicó, en diez palabras a lo sumo, quién era
Pablo Neruda. Por primera vez oía yo dicho nombre.
Fuimos a casa de don Wenceslao Roces, en la avenida
Veracruz. Si bien la visita no debió pasar de un cuarto de hora y no me provocó
ni frío ni calor, conservo un par de recuerdos divertidos. Había por lo menos
media docena de personas que me causaron un curioso efecto de ansia y
desconcierto, como si poco antes el perro les hubiese dicho un refrán. Tengo la
impresión de que nadie se estaba quieto ni hablaba fuerte. Es claro, en
cualquier caso, que no me hallaba en condiciones de apreciar el aura exhalada
por la grandeza.
Sobre una especie de diván psicoanalítico pegado a la
pared yacía un ajolote hipertrofiado, aunque sin simpatía ni branquias
aparentes. Ignoro cómo iba vestido. Tenía en la mano un vaso de agua de
Tehuacán. Bebía un poco y gargarizaba. Emanaban de él una inercia y un
aburrimiento infinitos, en contraste con la inquietud de alrededor —todos sin
sentarse y haciéndose crujir los huesos de los dedos. Se trataba de que mi
padre leyera las pruebas de un libro considerable. Con poco riesgo de tomar el
divino nombre en vano, podría yo asegurar que era el Canto general.
—Hi, heñó Almela. Un libro de heihienta páhina —decía
Neruda con voz cansina, saturada de vegetaciones nasofaríngeas. Tomaba otro
sorbo y eructaba el gas.
Quiero imaginar siquiera que mi desventurado padre se
aburriría un poco menos leyendo las pruebas de imprenta de Neruda que con las
de aquellos tratados de medicina y química que le eran impuestos como dieta
habitual. Por mi parte, si bien acostumbraba hojear con interés las pruebas que
mi padre padecería por las noches y en el fin de semana, cuando empezaron a
llegar las longanizas de versos nerudianos las rechacé con repulsión. No por
proceder de aquel urodelo conocido, sino meramente —quede claro— por ser
poesía.
Quién iba a suponer que años más tarde me habría de
embarcar en una dilatada campaña de lectura poética, un tanto estrambótica pero
en modo alguno fallida —pues quien retorna trayendo en las alforjas a
Chumacero, Gorostiza, López Velarde, Góngora, Eliot, Mallarmé, Dante y hasta
Rilke descifrado con maña, a más de dos docenas de lesser lights, nunca podría
pretender que vuelve de una incursión improductiva. Lo único malo es que jamás
tuve ganas de emprender otra. Pues bien, en aquellas refriegas (—¿Fue usted
herido en la refriega? —No, mi general: entre el ombligo y la refriega…)
nuestro gargarizante tuvo oportunidades. Pesqué por allí sus 20 poemas y me parecieron inexistentes.
No había otros Nerudas en venta. Por fin, el martes 26 de noviembre de 1957
descubrí en la Librería de Cristal, sucursal Niza, dos librillos argentinos,
económicos, con el dichoso Canto general.
Los compré y corrí a Chapultepec, al grato jardín sin pretensiones que hubo donde hoy está el Museo de Arte Moderno. Por aquellas semanas yo estudiaba genética (aunque suene feo declararlo) en libros de tufo idealista sacados de la biblioteca Franklin. Las avecicas cantaban seguramente loando a Lysenko, pero yo ni me fijaba.
Los compré y corrí a Chapultepec, al grato jardín sin pretensiones que hubo donde hoy está el Museo de Arte Moderno. Por aquellas semanas yo estudiaba genética (aunque suene feo declararlo) en libros de tufo idealista sacados de la biblioteca Franklin. Las avecicas cantaban seguramente loando a Lysenko, pero yo ni me fijaba.
Instalado a gusto, no recuerdo si soporté dos páginas o
sólo una. Tampoco tiré el libro, puesto que aquí lo conservo, fechado, lo cual
me permite situar con tanta exactitud algo que para mí fue literalmente nulo.
Imposible precisar, en cambio —y tampoco hace falta—, ni
siquiera el año exacto, a mediados de la sexta década, cuando apareció un
número nerudólatra del inolvidable México
en la Cultura —aquel suplemento dominical, legendario hoy en día, donde no
faltaban trozos aceptables pero era sobre todo, para mí al menos, un
recordatorio semanal de la necesidad de prolongada pasteurización de las bellas
letras antes de poderlas degustar.
Volviendo a Neruda: en el periódico que ahora recuerdo
aparecían poemas suyos —los cuales, por supuesto, me abstuve de leer— y, desde
la primera plana, dos o más fotografías desternillantes del Poeta sin rasurar,
vestido de harapos, descalzo y ¡con un grillete al tobillo, lo juro! Era
escalofriante y daba la idea complicada de los prejuicios del imperialismo.
¡Cómo no solidarizarse ante un mártir tan convincente, cómo no enviarle a
chirona el palomino de la paz con una botella de agua de gusto a pie dormido!
(Agua que por entonces aún exhibía en la etiqueta su perfecto análisis
realizado por el Instituto de Geología de la UNAM, recalcando el contenido en
litio sabroso y un saludable cosquilleo de radioactividad).
Algunas décadas más tarde, a ruego mío, la dirección de
la revista Milenio me dio a conocer
por fin al Neruda esencial. Desde entonces me consta: aquel amb(l)istoma
gargarizante escribió tres poemas buenos en su vida. Puede que hasta cuatro. En
el lugar del poeta Borges, algo para morirse de envidia. Por fortuna andamos
lejos.
Viceversa, número 10, marzo de 1994
Breve tratado
sobre la lengua chechena
Hace mucho que no veo revistas chinas en español (Pekín informa, China reconstruye). Confío en que seguirán apareciendo e incluirán
todavía aquella atractiva página destinada a que el lector aprendiese, casi sin
darse cuenta, a leer chino (y de ahí a hablarlo sólo hay un paso). Mucha gente
fue así instruida, me figuro.
Este recuerdo un poco singular me surgió el otro día, al
ocurrírseme la brillante posibilidad de ofrecer en esta página, mensualmente,
una introducción a la lengua chechena. Nada sería más oportuno. Al concluir el
año en curso podríamos haber adquirido una idea aceptable de tan interesante
gramática. De seguro numerosas personas habrán decidido últimamente estudiar
esta lengua, pero se encontrarán imposibilitadas para ello por la triste
escasez de libros adecuados.
Casualmente, yo dispongo cuando menos de una fábula en
chechén (“El león, el zorro y el lobo”) analizada palabra por palabra, así como
de ciertos materiales gramaticales que seguramente me ganarían algún renombre
entre los interesados. Por desgracia, hay un inconveniente fatal: el chechén,
lengua caucásica al fin, posee cerca de cuarenta fonemas consonánticos. Esto
implica que, al escribirlo, haya que recurrir a múltiples signos diacríticos y
caracteres especiales.
Pues bien: lamentablemente no es posible escribir toda
esta riqueza con las escasas letras y acentos de nuestra revista. Ruinoso
igualmente incrementar los recursos tipográficos para un caso singular. Mónica
me hace ver que, durante el último semestre, Viceversa sólo ha tenido que reproducir media docena escasa de
palabras caucásicas (meridionales, además, o sea más simples), y ha salido del apuro
gallardamente simplificando ortografías. Sería difícil, en cambio, proceder así
con la lengua chechena. Es lástima.
El pueblo chechén ha sido el único que ha disfrutado
hasta hoy (ya surgirán otros) del afecto de tres gobiernos rusos sucesivos: el
imperial, el soviético y esto de ahora. Hace siglo y medio, los chechenes
quedaron debidamente aplacados, sometidos al imperio. Hasta la segunda guerra
mundial, se conformaron con sublevaciones más o menos discretas, si bien
continuas. Pero cuando el ejército nazi se encaminó hacia el Cáucaso (al
petróleo de Bakú, por supuesto), los pobres chechenes se alocaron y declararon
la independencia. Los nazis no llegaron (en su retaguardia iba, inteligentísimo
y desarmado, uno de los máximos expertos en lenguas caucásicas, el profesor
Deeters). Los chechenes quedaron a salvo de la monstruosidad hitleriana. Con la
estaliniana tuvieron bastante: fueron castigados, desterrándolos en masa al
Asia central. Pero apenas diez o quince años después se les permitió magnánimamente
retornar a los montes que habían habitado desde la prehistoria.
Ahora, deseosos
de gozar una vez más el puño de la Madre Rusia en el cogote, los chechenes se
vuelven, por primera vez en la vida, noticia de primera plana. Su capital es
Grozni (o sea la palabra rusa que, traducida por “terrible”, adherimos al
nombre del zar Iván IV). Al lado están los ingushes y otros veintitantos
pueblos caucásicos, con sus respectivas lenguas (¡de varias podría yo ofrecer,
si ustedes me apoyaran, bosquejos gramaticales y algunos textos!).
Chechenes, ingushes y los excéntricos bats forman la rama
llamada central de las lenguas caucásicas del norte, o más bien nordeste. El
chechén es muy usado por allá, la gana incluso al ávaro, la lengua más afamada
del conjunto.
Esperemos que Rusia conceda plena independencia a la
república de Checheno-Ingushetia. Así los chechenes y los ingushes (que son
muchos menos) podrán sacarse los ojos y quemarse vivos entre ellos. (Hasta hoy
nadie me ha informado de que se odien, pero los mapas revelan que son vecinos,
sus lenguas demuestran cuánto se parecen —y a ver quién se atreve a decirme que
las “ciencias humanas” o el vulgar Arthashastra son incapaces de hacer una que
otra prediccioncilla).
Viceversa, número 23, marzo de 1995
Los resortes básicos
de Fliess
Wilhelm Fliess tuvo una existencia muy completa: nació,
se equivocó y murió sin sufrir decrepitudes. Otorrino —muy mediocre— de
profesión, supremo intérprete de este mundo por convicción, debe de haber sido,
en general, dichoso. Qué gusto nos da.
La gran idea de Fliess era que en el cosmos (seguramente
hasta más allá de esta baja superficie terrestre) todo está regido por dos
cifras: 23 y 28. Reflejos de un “ciclo masculino” y “otro femenino”, ¿está
claro? Sumemos: son 51. ¿No dice nada este número? Esto sólo demuestra cuán
ciegos somos. Sigmund Freud, en cambio, veía acercarse su cumpleaños 51
temiendo lo peor. (Por desgracia para el siglo xx, no acertó:
vivió 32 años más —nada menos.) Pues Freud, como es bien sabido, fue amigo del alma de Fliess
durante largos años. Acabaron peleando, según tanto amor exigía. Antes se
escribieron muchas cartas, de las cuales sólo sobreviven las de Freud, publicadas
completas hace años. (La edición anterior estuvo mutilada —castrada: ¡ésta es
la palabra!— por la psicohijita y un par de psicoachichincles del Maestro)
La versión oficial —enésimo mito freudiano— es, con
distintas impostaciones, que Freud sucumbió, humanoide al fin, a tentaciones y
debilidades, y creyó que su amigote Fliess era una figura valiosa, aunque
finalmente su lúcida cabecita se emancipó y envió al turbio amigo a la mierda,
lo cual reflejaría cuán rigurosamente científica era la mente de Freud.
Lo malo es que todo ello es falso. Incluso después de su
ruptura personal con Fliess, Freud siguió persuadido —para siempre, hasta donde
hay datos— de que Fliess había descubierto ciertos resortes básicos del ser
humano o incluso de la biología o la cosmología, por medio de sus
insustituibles números 23 y 28.
Resumiendo: Freud no era ningún “científico
materialista” (como lo son todos aún el día de hoy, pese a las
malentendidísimas “bancarrotas del positivismo”); no, Freud era un
seudocientífico de hace un siglo, tan patinador como Fliess, y su fama duradera
se debe a lo bien que supo administrarse. Freud, al entrar este siglo, pasó
insensiblemente de la cocaína a la delincuencia intelectual y lo hizo
consumadamente bien.
Martin Gardner, siempre tan informado, nos explica que
todavía hoy hay fliessianos entre nosotros, los cuales han invadido hasta Japón,
mientras la grotesca doctrina progresa —pues le han agregado un ciclo más,
tercero, fundado en el número 33; un ciclo que ya no es niño ni niña, sino de
índole “intelectual”.
Ahora bien, según advierten numerosos refranes, incluso
las peores porquerías pueden llevar consigo consecuencias o acompañamientos de
enorme valor. Al parecer algo así sucedió con los estúpidos números fleissianos
(la idea no es mía): fueron a caer, entre otros lugares, en el cacumen de Alban
Berg, uno de la media docena de compositores inaccesibles del siglo que
concluye.
Alban Berg padecía aritmomanía aguda. Todos tenemos
defectos, y éste hasta lo comparto un poco. Calcúlese (que buen verbo) su
regocijo al recibir del cielo (o sea de Fliess) las cifras esenciales de todo.
Pero, por pura chiripa, se trataba de él, de Alban Berg, señor vienés, cursilón
(¡como también yo!) —y la consecuencia fue cierto concierto para violín que
pudiera ser el mejor que existe y que fue estrenado en Barcelona por Louis
Krasner (murió el año pasado) el 19 de abril de 1936, mientras yo pataleaba en
Madrid, queriendo haber asistido. Pero escuchemos al experto George Perle: “El
número 28 desempeña igual papel especial, en la primera parte del concierto
para violín, que el número 23 en la parte segunda”.
Viceversa, número 37, junio de 1996
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Esta semana
conmemoraremos los veinte años de la fundación de Viceversa con una mesa redonda en la que participarán los
escritores Armando González Torres y Rogelio Villarreal. La cita es a las siete
de la noche del miércoles 14 de noviembre de 2012, en la Casa Refugio
Citlaltépec, en la colonia Hipódromo Condesa.
Tomo la foto de Alban Berg de la edición en la red de The Wall Street Journal del miércoles 11 de agosto de 2010, donde aparece con el siguiente crédito: ONB/Wein.
La revista Milenio en este blog:
Índices y
portadas, http://bitly.com/Qu3RUq
La revista Viceversa en este blog:
Mis
portadas preferidas, http://bitly.com/VXMFDt
Viceversa en la historia del diseño gráfico
en México, primera parte, http://bitly.com/S5fFHU
Segunda
parte, http://bit.ly/XDodtG
Tercera
parte, http://bitly.com/Ze9KW8
Estimado Fernando,
ResponderEliminarVengo llegando a mi casa, después de darme una vuelta por el centro de la ciudad y de pedir en Gandhi un ejemplar de Red de agujeritos. Espero que no tarde en llegar. Ojalá que en alguna futura entrega de Siglo en la brisa escribas sobre la participación de Gerardo Deniz en aquel ciclo de conversaciones que se llevaron a cabo en la Escuela Mexicana de Escritores.
Saludos,
Manuel