Mi amigo Sergio Vela se ríe de buena gana cuando le entrego un ejemplar de Contra la
fotografía de paisaje. Él, que ha sido mi amigo íntimo durante los últimos treinta años, más de media vida rica en músicas y literaturas, me recuerda
que hace larguísimo tiempo le advertí que algún día publicaría un libro
con ese título.
El concepto que sostenía mi discutible teoría afirmaba que la
fotografía no fue inventada para retratar paisajes, que cambian a un ritmo al
que en principio no es sensible el tempo
fotográfico –si hay algo que pueda llamarse de esa manera–, sino para el retrato, donde ese arte, sensibilísimo para el
registro de los cambios, se cumple con todas sus consecuencias. ¿Quién podría
decir que el bosque, el más esplendoroso de los bosques, retrata mejor que el
menos interesante de los rostros humanos?
He aquí el libro. Como contaba en este mismo espacio hace unas semanas, se trata de
una reunión de trece ensayos literarios que van de Marcel Proust y Borges a
Claudio Isaac y Pilar Montes de Oca, por destacar, de entre los autores que
aparecen en sus páginas, a los más apartados entre sí en el tiempo, todo ello seguido de una
entrevista a un entrañable maestro de la Facultad de Filosofía y Letras. La
adaptación del concepto de mis años de estudiante se explica en la nota de
presentación que copio abajo, precisamente la del volumen que aparece en
una coedición entre Libros Magenta y la Dirección General de Publicaciones de
Conaculta.
Presentación
por FF
El autor de los ensayos de este libro, ahora que los prepara
para la imprenta y se asoma nuevamente a ellos, se da cuenta de que mucho más
que de totalidades acabadas o de ideas expresadas de forma suficiente y
autónoma, están compuestos de parcialidades y pormenores. Conforme avanza en su
lectura –que aprovecha para retocarlos aquí o allá, cambiar una palabra por
otra, suprimir una coma o eliminar un párrafo– se da cuenta de que su manera de
leer la realidad se distingue por su interés en las características de ciertos
ejemplares botánicos, por poner un ejemplo que seguramente va a gustarle, y no
en el sitio que ocupan en las clasificaciones; en el individuo antes que en el
género al que pertenece; en la naturaleza de una obra literaria más que en el
lugar que ocupa en el paisaje de la literatura.
Y así, en vez de buscar la distancia para conseguir una
visión de perspectiva –digamos que cargado de ideas heredadas y aparatos
teóricos–, prefiere echarse camino abajo por una senda que cada vez es más
angosta hasta que desaparece como senda, armado de lo que va con él, que viaja
con el equipaje mínimo y las manos prácticamente vacías. ¿Y qué es lo que
resulta de su inmersión en la espesura? No tanto la generalización como la
peculiaridad específica; más el detalle que la idea de conjunto; muchísimo
menos los poderosos árboles que se admiran desde el globo aerostático, que la
hoja endeble mirada por el envés. En una palabra: aquello que no es una imagen panorámica. Así, quien
firma este libro prefiere ofrecer los trazos que lo impresionan vivamente, las
pinceladas que le dan emoción y las situaciones que lo llenan de perplejidad, y
deja que sus lectores sean quienes se hagan la idea del horizonte que debería
prevalecer.
Los ensayos que se reúnen por vez primera en este volumen
son el resultado de la lectura de los libros que prefiere, los incidentes que
cree que vale la pena retener, las evocaciones que rondan su cabeza y las
lecciones que nunca ha olvidado: el espeso averío que puebla las páginas de una
novela; el adjetivo que da vida; una anécdota que incita a la tentación de
modificarla; la diéresis que marca un hiato; la anómala soledad de un ejemplar
de una edición en dos tomos misteriosamente olvidado en una biblioteca
incipiente; una frase cuajada de lunfardo; las peripecias de un documento trivial
firmado por un viejo escritor que admira; una marina hecha de palabras, que llena el espacio del cuarto en que se
lee con sus aromas, sus vibraciones y sus sonidos; la belleza del título de un
libro; la belleza del nombre de una comarca a la que sólo conoceremos por sus
frondas; la imagen de febrero como una casa en cuyo último piso hay dos cuartos
derribados por el aire; el amor de las indias por el tianguis; el río de la
memoria que ha arrastrado cuanto existe de firme en la ribera para depositarlo
muchos kilómetros abajo, y su exacto contrario, la evocación de unos versos que
no se pueden olvidar y que si han de recordarse no puede ser sino palabra por
palabra, unos porque le abrieron la puerta a un fascinante mundo verbal:
Allí alquilaban ropas insólitas, fraques y futraques,
atuendos de odalisca suripanta, de margrave
y otros porque dan cuenta de una capacidad expresiva y un
bagaje lingüístico portentosos:
Pero todo era gloria en la inmortal infancia:
la luz floreaba junto a los rosales
y daba extraños frutos que escaldaban la lengua
como los del rojo umbrátil ciruelo japonés,
que sólo producía cada seis meses dos frutillas amargas,
para probar a sus feraces y ubérrimos vecinos
que no era estéril, sino morigerado y elegante como un bonzo.
Luces y sombras, si se quiere, de un paisaje que es todo
menos un paisaje, y que aun si lo fuera no podría ser fotografiado, o no de
manera general y en una toma abierta, porque se perdería la esencia de lo que
tiene que transmitir. Y es cuando piensa: este libro se justificaría si alguno
de esos detalles, si una sola de las parcialidades que conforman su diatriba a
favor de las cosas que admira, se quedara en la mente de los lectores como si
fuera una pequeña totalidad.
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Más sobre Contra la
fotografía de paisaje en este blog:
Resumen de su contenido, ensayo a ensayo, http://bit.ly/1HzF8oV
El retrato que abre este post lo hice en el interior del Palacio de Bellas Artes, una hora antes del estreno de la ópera La mujer sin sombra de Richard Strauss, que Sergio montó en abril de 2012. El otro, en blanco y negro, tiene casi la edad de nuestra amistad y la hice con una Canon RM que era de mi padre. La foto en la que aparezco con mi amigo la tomó, el mismo día y con la misma cámara, mi hermano José María. La imagen del libro de Jenofonte la tomo prestada de la red, lo mismo la que ilustra esta nota, y en la que puede verse a Borges y su amiga Alicia Jurado. Uno de los textos de Contra la fotografía de paisaje recupera una famosa anécdota que ella contó sobre él.
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