Un tope poco antes de pasar en automóvil
por delante de ella en el sentido en que lo hice todas las veces, camino a Prado
Sur, con rumbo al Periférico, me dejaba apreciar a mi lado derecho, entre las
ramas de los árboles, una serie de vistas inconexas: porciones de pared de tabique
aparente, una serie de ángulos colocados de manera poco convencional, una
ventana con una apretada celosía de ladrillo…
Estoy seguro de que lo primero fue
extrañeza. De inmediato, la idea de que se trataba de una suerte de capricho
racional, si puedo decirlo así, de una rareza demasiado geométrica, recogida y hasta limpia como para que fuera el producto de la ocurrencia de algún
personaje adinerado y estrafalario de los que nunca han faltado en México. Como
fuera, solía irme con la certeza de dejar a mi lado derecho, conforme salía del
tope y volvía a acelerar, por lo menos una construcción que respondía a un
razonamiento que se me escapaba. Si por entonces me hubieran dicho que se
trataba de un templo anglicano, y por lo tanto de un edificio de género
religioso resuelto con una suerte de sobriedad protestante, me hubiera parecido
de lo más natural.
Pasó algún tiempo antes de que
acudiera a visitarla explícitamente y fue durante aquella visita cuando
surgieron en mí las intuiciones que expongo en este artículo. Era la tarde de
un domingo y faltaban cinco minutos para el cierre de la iglesia por lo que
decidí conformarme con visiones exteriores del edificio y volver con más tiempo
algunos días más tarde. Después de observarlo por vez primera con detenimiento,
la extrañeza se disipó en mí y sentí de pronto que me hablaba en un lenguaje
familiar. O quizás mejor dicho: en un doble lenguaje familiar. Lo curioso es
que no lo percibí de inmediato y ni siquiera fue, o no al menos al principio, gracias
a la observación directa. Aprecié las vistas desde las dos aceras y me dispuse
a hacer algunas fotos. Sobre la calle de Montes Escandinavos, tomé unas cuantas
de los elementos superiores.
Sobre todo me interesaba captar la
armonía, me parece que muy lograda, que hay en la progresión ascendente de sus
volúmenes, que se yuxtaponen conforme se hacen cada vez más pequeños y rematan
en unos tragaluces de forma triangular.
Cuando vi los primeros resultados en la
pantalla de mi cámara me pareció darme cuenta, quizás por la distancia entre la
cámara misma, posada entre mis manos, y mis ojos, o porque la imagen se
esquematizaba para caber en el pequeño visor, de que lo que estaba viendo en
ella evocaba la silueta de un edificio religioso del siglo XVI mexicano: esa
suerte de castillete sugerentemente descrito por Kubler, parapetado con cierta
función defensiva, poco menos que militar, tan propio de la arquitectura del
siglo de la Conquista.
Ya no tuve
que acudir a la pantalla de mi cámara para hacer un segundo descubrimiento, que
me dejó boquiabierto: la visión completa del edificio me hizo darme cuenta de
que su perfil, con su característica aspiración hacia lo alto subrayada por la
progresiva disminución de los volúmenes, evoca el de una pirámide.
Si el cuerpo principal parece que
habla en el lenguaje fundacional de la arquitectura mexicana moderna, o al
menos aquel que fue nuestra primera aportación a la arquitectura occidental, el
desarrollo que asciende de él buscando la luz y las alturas —como conviene a un
templo— y sobre todo su culminación, van en busca del referente prehispánico. Es
como si se operara en el edificio una lectura histórica de la arquitectura de
adelante hacia atrás, tomando como punto de partida algunos elementos cercanos a nosotros y desarrollándolos con
los que están más apartados, que quedan expuestos y evidentes, igual que sucede
con aquellos árboles africanos llamados baobabs que dan la impresión de tener
las ramas hundidas en la tierra y mostrarnos las raíces desflecadas, al aire.
Muy característico de Mijares, el
ladrillo aparente facilita el ensamble de las formas pero de ninguna manera es
el único elemento de su lenguaje, como
se afirma en un reciente compendio de los principales arquitectos mexicanos del
siglo xx. Es, sí, el más obvio pero nada sería sin el resto de los que
conforman la expresión de este extraordinario conocedor de su oficio: arquerías,
trompas, celosías, arbotantes, pilastras, muros paralelos, etc. Como sea, se
trata de una solución de superficie que responde a una decisión de profundidad.
El ladrillo aparente funciona de dos maneras: como conjunto, a la distancia, y
de cerca como detalle. De lejos se inserta con perfecta amabilidad en el entorno,
sea un edificio en el espacio urbano o una capilla en un cementerio de pueblo;
de cerca, representa una caligrafía regular que se extiende cubriendo
enteramente la superficie del muro.
En ambos casos resulta de una
belleza quizás sin competencia en la tabla periódica de los elementos
arquitectónicos. Pero el tabique tiene una función que va más allá de la constructiva:
es un dúctil transmisor de sensaciones (texturas, temperaturas, iluminaciones)
y también de ideas. Es muy sabido que una de las que más aprecia Mijares es la
que supone la comunicación que establece con sus albañiles, en la que el ladrillo
representa un lenguaje común, aunque las formas que compone con él lo conduzcan
por caminos con frecuencia novedosos —y a veces, inusitados— para los que se
encargan de materializarlas, a quienes en cambio deja un considerable margen de
interpretación respectiva.
Ya se ha dicho que esa relación remite
a los primeros años de la Colonia, cuando la mano indígena ejecutó y
complementó de manera admirable el proyecto español: el fraile arquitecto discurrió
de la problemática religiosa y la topografía locales una serie de sorprendentes
soluciones que no pudo haber conseguido sin la aportación indígena y que en
Mijares siguen vigentes no sólo como referentes históricos.
Esa idea de la arquitectura como el
producto de la tradición, en la que el artífice trabaja con el material y la
mano de obra locales de manera integrada y participativa, es quizás lo que
llamó su atención hacia una peculiar plaza de toros hecha de petates, horcones
y sogas que todos los años se arma y se desarma en una comunidad del occidente
del país, sobre la que escribió un libro: La
Petatera. Sabiduría decantada (Universidad de Colima, 2000).
Cada enero, al aproximarse la fiesta
de San Felipe, los vecinos de Villa de Álvarez, en Colima, acuden con un
tablado de su propiedad que han resguardado celosamente durante los doce meses
anteriores, y a lo largo de unos veinte días, sin planos ni guías constructivas
impresas, hincan, arman, ensamblan, amarran y entrelazan un singularísimo
edificio de madera y otros materiales vegetales tal como vienen haciendo desde
hace más de un siglo y medio. Para dar una idea de sus dimensiones, basta decir
que en sus gradas caben cinco mil espectadores y al menos hasta donde tengo
entendido su albero es de un tamaño un poco mayor que el de la Plaza México, en
la capital del país.
Según nos hace notar Mijares, la
solución estructural de la “canasta” —como la llama, expresivamente, entre
otros motes afectuosos— pero también sus métodos constructivos y sus materiales,
son de una prodigiosa sencillez. Efímera y al mismo tiempo intemporal, la idea
que supone de la incidencia de la tradición popular en la culta recuerda al
soneto de Quevedo en el que sólo lo fugitivo permanece.
Debajo de su arcada pensé que unas
dimensiones como aquéllas son producto no tanto del conocimiento arquitectónico
como de un profundo humanismo. ¿Y la capilla en el panteón de ese mismo pueblo,
que evoca la forma de una capilla posa? Si en aquellas pequeñas construcciones
atriales, propias de nuestro siglo XVI, los remates solían ser chapiteles
piramidales, la solución de la capilla de Mijares es la misma que empleará poco
más tarde en la Christ Church: una serie de volúmenes girados en 45 grados,
cada uno más pequeño que el otro, que se van yuxtaponiendo conforme ascienden, cuya
silueta evoca la de una pirámide. (Pirámide, quiero decir, de las nuestras, que en la tradición mesoamericana se caracterizan
por la superposición de plataformas, según explica en algún lugar el propio
Mijares).
La capilla encaja de manera
natural en un entorno en el que la mano indígena está viva, tal como pude
confirmar de manera evidente durante mi visita ocurrida a última hora de una
tarde poco después del Día de Muertos, cuando el cementerio de Jungapeo era una
auténtica fiesta de coronas de todos los colores. Asentada al lado de un viejo árbol
que me dijeron que era un guamúchil, en un panteón lleno de filos de luces y
sombras que se alargaban en la tierra entre decenas de tumbas, la capilla
parecía como si siempre hubiera estado allí.
¿Y la sorprendente composición de
torres y arcos de distintas dimensiones que se entrecruzan en el templo de
Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en Ciudad Hidalgo?
Aquella iglesia, cuyo proyecto
original fue de capilla abierta —la más fascinante de las creaciones de la
arquitectura mexicana del siglo de la Conquista—, y que por razones de necesidad
fue modificándose hasta el aspecto de los días actuales, tiene algo de nuestra propia
naturaleza: una mezcla de enraizamiento e improvisación debida a los avatares de
una cultura sin resolver, que ha heredado de la confluencia de sus fuentes
originarias muchas más preguntas que respuestas. Fue en su contemplación, y quizás
en alguna medida también en la del templo inconcluso del poblado de Lázaro
Cárdenas, muy cerca de San José Purúa, siempre en el oriente de Michoacán, donde
me pareció más que nunca que la filosofía compositiva de Mijares posee cierto
purismo, lo que es una de sus grandes virtudes.
Por eso, sin embargo, no es raro
que sus edificios estén en cierto conflicto, si no con la finalidad para la que
fueron creados, con el uso particular que se hace de ellos, y si no dígalo toda
esa decoración típica del sincretismo religioso mexicano, que estorba la
reflexión y de cuando en cuando la afea. No es imposible que sus bellísimas
especulaciones de ladrillo aparente estén condenadas a ser malinterpretadas por
quienes las administran y hacen uso de ellas —quizás la prueba más clara sea la
capa de barniz que algún cura mandó aplicar sobre el ladrillo de la capilla del
panteón de Jungapeo—. Iré más lejos: creo incluso que algunas de sus obras, por
ejemplo la Christ Church, quizás se apreciarían mejor si estuvieran… vacías —en
el caso, por supuesto, de que los elocuentes espacios interiores que crean sus arcadas
puedan considerarse “vacíos”—. ¿Qué
resultaría, vale preguntarse, si la parafernalia ritual complementaria de los
templos fuera obra del mismo Mijares?
¡Qué interesante ver el resultado de
su buen gusto aplicado al dibujo de altares, sillerías y confesionarios en
consonancia con sus soluciones espaciales! Una idea de su capacidad como autor
de artes decorativas es la cruz erigida en recuerdo de un particular que está a
un costado de la iglesia de las Lomas: además de la nobleza que consigue dar al
modesto material en que el que está hecha —nada menos que ángulos de acero
comercial, que por su propia naturaleza crean una serie de pequeñas cruces en cada
una de sus puntas—, su belleza, hecha de exquisita proporción y simetría, es
algo más que ejemplar.
No es raro que ante la manera de
analizar los elementos arquitectónicos parezca que nuestro arquitecto, al menos
de cuando en cuando, les confíe nuevos significados.
El caso más ilustrativo, me parece,
es el uso de las trompas: ideadas para suavizar el paso entre volúmenes de
distinta naturaleza, se convierten en un elemento independiente, lleno plasticidad
y riqueza expresivas más allá de su primera función, como ocurre en el
campanario del templo de Ciudad Hidalgo, donde su naturaleza “abocinada” parecería
ideal para el remate del cuerpo desde el que se produce el llamado a misa. Lo
mismo pasa en el Espacio Lúdico, construido en una zona residencial privada en Bogotá,
en el que las bóvedas en trompa pero también los arcos y los arbotantes están
al servicio de una conjunto que la única manera de describir con precisión es
como escultórico.
¿Y qué decir, por último, de su
Espacio Bajo un Árbol, en la entrada de la Facultad de Arquitectura de la
Universidad de Colima, en el que Mijares se limita a acondicionar con mínimos
elementos expresivos un lugar a la sombra de uno de esos ejemplares típicos de
la zona, cuyo tronco principal se fragmenta casi desde el suelo y su copa cubre
considerables extensiones, como quien señala un espacio de encuentro y diálogo?
Antes de poner punto final a este
artículo tomo el coche y me dirijo a Las Lomas de Chapultepec, a la esquina de Sierra Madre y
Montes Escandinavos, para ver una vez más la Christ Church y confirmar de paso
si de veras existe el tope que según mi recuerdo me obligaba a hacer un alto delante
de ella, cuando no sabía que se trataba de una de las obras más características
del arquitecto Carlos Mijares.
Sin embargo, al aproximarme y
confirmar a la distancia que el tope está en efecto en ese lugar, y que no es
uno sino dos, en el momento en que me dispongo a buscar un sitio para
estacionarme se me ocurre volver a pasar de largo tal como hice tantas veces, cuando
no tuve de ella sino visiones apresuradas e incompletas. Entonces acelero y
llego al primer tope, dirijo los ojos a mi derecha y arriba y veo la iglesia
mientras paso a través primero de las hojas de un pirú y luego con más claridad
entre las ramas de una jacaranda deshojada y admiro la forma en que reluce la
textura de sus muros de ladrillo aparente y la encuentro más hermosa que nunca al
sol de las cuatro de la tarde de un día otoñal, y vuelvo a sentir, pero ahora
con una certeza mucho más poderosa que todas las intuiciones, su grandeza sobria
y magnífica, en un lenguaje que me habla con más transparencia que nunca con
sus ideas arquitectónicas que van del siglo XVI hacia atrás y luego corren
apresuradamente hacia nosotros, tan llenas de siglo XXI, para siempre materializadas
en su aspiración a la intemporalidad y la luz.
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Este artículo apareció
originalmente en el número monográfico sobre la arquitectura de Carlos Mijares que publicó la revista Artes
de México en junio de 2012. El retrato que abre esta entrega es de Martirene Alcántara, a quien le agradezco que me lo haya prestado para acompañar este post: el segundo retrato de Mijares, en el que aparece en diálogo con Alberto Kalach, lo hice yo mismo durante una de las conversaciones entre los dos arquitectos de las que he sido testigo en los últimos meses. La imagen de La Petatera de Villa de Álvarez la tomo prestada de la red. Las fotos de obra son mías.
El libro La Petatera de la Villa de Álvarez en Colima. Sabiduría decantada de Carlos Mijares, con un portafolio de 32 fotografías de Mariana Yampolsky, fue publicado por la Universidad de Colima en el año 2000.
Más sobre Mijares en este blog:
Más sobre Mijares en este blog:
Una visión de su trabajo en Michoacán,
http://bit.ly/QFoXOY
Más sobre arquitectura en Siglo
en la brisa:
Ruinas de Antigua, http://bit.ly/Ub423w
A las vueltas con Vladimir
Kaspé, http://bit.ly/sSM2Ql
Excelente artículo... gracias por compartir! La próxima vez que vaya al DF iré a conocer esta obra magna de Mijares =)
ResponderEliminarArriba todas esas obras llenas de siglo XXI!!!