domingo, 6 de octubre de 2013

La obra maestra de Carlos Mijares


Hago esfuerzos por recordar la impresión que durante algunos años, cuando no sabía que se trataba de una de las obras más características de Carlos Mijares, me produjo la visión apresurada e incompleta de la Christ Church en las Lomas de Chapultepec. Por diversas razones, el barrio de grandes residencias en el que fue construida, en una esquina que actualmente comparte con la Embajada de Israel, no es el más apropiado para divagar en busca de fachadas y perspectivas.
Un tope poco antes de pasar en automóvil por delante de ella en el sentido en que lo hice todas las veces, camino a Prado Sur, con rumbo al Periférico, me dejaba apreciar a mi lado derecho, entre las ramas de los árboles, una serie de vistas inconexas: porciones de pared de tabique aparente, una serie de ángulos colocados de manera poco convencional, una ventana con una apretada celosía de ladrillo…
Estoy seguro de que lo primero fue extrañeza. De inmediato, la idea de que se trataba de una suerte de capricho racional, si puedo decirlo así, de una rareza demasiado geométrica, recogida y hasta limpia como para que fuera el producto de la ocurrencia de algún personaje adinerado y estrafalario de los que nunca han faltado en México. Como fuera, solía irme con la certeza de dejar a mi lado derecho, conforme salía del tope y volvía a acelerar, por lo menos una construcción que respondía a un razonamiento que se me escapaba. Si por entonces me hubieran dicho que se trataba de un templo anglicano, y por lo tanto de un edificio de género religioso resuelto con una suerte de sobriedad protestante, me hubiera parecido de lo más natural.
Pasó algún tiempo antes de que acudiera a visitarla explícitamente y fue durante aquella visita cuando surgieron en mí las intuiciones que expongo en este artículo. Era la tarde de un domingo y faltaban cinco minutos para el cierre de la iglesia por lo que decidí conformarme con visiones exteriores del edificio y volver con más tiempo algunos días más tarde. Después de observarlo por vez primera con detenimiento, la extrañeza se disipó en mí y sentí de pronto que me hablaba en un lenguaje familiar. O quizás mejor dicho: en un doble lenguaje familiar. Lo curioso es que no lo percibí de inmediato y ni siquiera fue, o no al menos al principio, gracias a la observación directa. Aprecié las vistas desde las dos aceras y me dispuse a hacer algunas fotos. Sobre la calle de Montes Escandinavos, tomé unas cuantas de los elementos superiores.
Sobre todo me interesaba captar la armonía, me parece que muy lograda, que hay en la progresión ascendente de sus volúmenes, que se yuxtaponen conforme se hacen cada vez más pequeños y rematan en unos tragaluces de forma triangular. 
Cuando vi los primeros resultados en la pantalla de mi cámara me pareció darme cuenta, quizás por la distancia entre la cámara misma, posada entre mis manos, y mis ojos, o porque la imagen se esquematizaba para caber en el pequeño visor, de que lo que estaba viendo en ella evocaba la silueta de un edificio religioso del siglo XVI mexicano: esa suerte de castillete sugerentemente descrito por Kubler, parapetado con cierta función defensiva, poco menos que militar, tan propio de la arquitectura del siglo de la Conquista.
Me aparté buscando la perspectiva y percibí cómo la iglesia, que de cerca da una impresión de gravedad, va ganando esbeltez conforme nos alejamos. Tanto es así que a la distancia que permite cualquiera de las banquetas de enfrente, es decididamente esbelta. 
Ya no tuve que acudir a la pantalla de mi cámara para hacer un segundo descubrimiento, que me dejó boquiabierto: la visión completa del edificio me hizo darme cuenta de que su perfil, con su característica aspiración hacia lo alto subrayada por la progresiva disminución de los volúmenes, evoca el de una pirámide.
Si el cuerpo principal parece que habla en el lenguaje fundacional de la arquitectura mexicana moderna, o al menos aquel que fue nuestra primera aportación a la arquitectura occidental, el desarrollo que asciende de él buscando la luz y las alturas —como conviene a un templo— y sobre todo su culminación, van en busca del referente prehispánico. Es como si se operara en el edificio una lectura histórica de la arquitectura de adelante hacia atrás, tomando como punto de partida algunos elementos cercanos a nosotros y desarrollándolos con los que están más apartados, que quedan expuestos y evidentes, igual que sucede con aquellos árboles africanos llamados baobabs que dan la impresión de tener las ramas hundidas en la tierra y mostrarnos las raíces desflecadas, al aire.
Muy característico de Mijares, el ladrillo aparente facilita el ensamble de las formas pero de ninguna manera es el único elemento de su lenguaje, como se afirma en un reciente compendio de los principales arquitectos mexicanos del siglo xx. Es, sí, el más obvio pero nada sería sin el resto de los que conforman la expresión de este extraordinario conocedor de su oficio: arquerías, trompas, celosías, arbotantes, pilastras, muros paralelos, etc. Como sea, se trata de una solución de superficie que responde a una decisión de profundidad. El ladrillo aparente funciona de dos maneras: como conjunto, a la distancia, y de cerca como detalle. De lejos se inserta con perfecta amabilidad en el entorno, sea un edificio en el espacio urbano o una capilla en un cementerio de pueblo; de cerca, representa una caligrafía regular que se extiende cubriendo enteramente la superficie del muro.
En ambos casos resulta de una belleza quizás sin competencia en la tabla periódica de los elementos arquitectónicos. Pero el tabique tiene una función que va más allá de la constructiva: es un dúctil transmisor de sensaciones (texturas, temperaturas, iluminaciones) y también de ideas. Es muy sabido que una de las que más aprecia Mijares es la que supone la comunicación que establece con sus albañiles, en la que el ladrillo representa un lenguaje común, aunque las formas que compone con él lo conduzcan por caminos con frecuencia novedosos —y a veces, inusitados— para los que se encargan de materializarlas, a quienes en cambio deja un considerable margen de interpretación respectiva.
Ya se ha dicho que esa relación remite a los primeros años de la Colonia, cuando la mano indígena ejecutó y complementó de manera admirable el proyecto español: el fraile arquitecto discurrió de la problemática religiosa y la topografía locales una serie de sorprendentes soluciones que no pudo haber conseguido sin la aportación indígena y que en Mijares siguen vigentes no sólo como referentes históricos.
Esa idea de la arquitectura como el producto de la tradición, en la que el artífice trabaja con el material y la mano de obra locales de manera integrada y participativa, es quizás lo que llamó su atención hacia una peculiar plaza de toros hecha de petates, horcones y sogas que todos los años se arma y se desarma en una comunidad del occidente del país, sobre la que escribió un libro: La Petatera. Sabiduría decantada (Universidad de Colima, 2000).
Cada enero, al aproximarse la fiesta de San Felipe, los vecinos de Villa de Álvarez, en Colima, acuden con un tablado de su propiedad que han resguardado celosamente durante los doce meses anteriores, y a lo largo de unos veinte días, sin planos ni guías constructivas impresas, hincan, arman, ensamblan, amarran y entrelazan un singularísimo edificio de madera y otros materiales vegetales tal como vienen haciendo desde hace más de un siglo y medio. Para dar una idea de sus dimensiones, basta decir que en sus gradas caben cinco mil espectadores y al menos hasta donde tengo entendido su albero es de un tamaño un poco mayor que el de la Plaza México, en la capital del país.
Según nos hace notar Mijares, la solución estructural de la “canasta” —como la llama, expresivamente, entre otros motes afectuosos— pero también sus métodos constructivos y sus materiales, son de una prodigiosa sencillez. Efímera y al mismo tiempo intemporal, la idea que supone de la incidencia de la tradición popular en la culta recuerda al soneto de Quevedo en el que sólo lo fugitivo permanece.
Con el tiempo he regresado algunas otras veces a la Christ Church y mi intuitiva primera visión sigue siendo básica para mi interpretación de la arquitectura de Carlos Mijares: una sofisticada poética personal llena de significaciones profundamente ligadas a nuestra cultura. Si es verdad que al menos en México las ediciones sobre su obra han sido insuficientes, y por eso su divulgación entre nosotros demasiado limitada, a nada se parece la experiencia de viajar al estado de Michoacán para conocer algunos de sus trabajos más importantes. ¿Qué decir de la escala, que no puedo llamar sino conmovedora, del edificio de servicios parroquiales que construyó a un costado del atrio de la iglesia de Jungapeo?
Debajo de su arcada pensé que unas dimensiones como aquéllas son producto no tanto del conocimiento arquitectónico como de un profundo humanismo. ¿Y la capilla en el panteón de ese mismo pueblo, que evoca la forma de una capilla posa? Si en aquellas pequeñas construcciones atriales, propias de nuestro siglo XVI, los remates solían ser chapiteles piramidales, la solución de la capilla de Mijares es la misma que empleará poco más tarde en la Christ Church: una serie de volúmenes girados en 45 grados, cada uno más pequeño que el otro, que se van yuxtaponiendo conforme ascienden, cuya silueta evoca la de una pirámide. (Pirámide, quiero decir, de las nuestras, que en la tradición mesoamericana se caracterizan por la superposición de plataformas, según explica en algún lugar el propio Mijares).
La capilla encaja de manera natural en un entorno en el que la mano indígena está viva, tal como pude confirmar de manera evidente durante mi visita ocurrida a última hora de una tarde poco después del Día de Muertos, cuando el cementerio de Jungapeo era una auténtica fiesta de coronas de todos los colores. Asentada al lado de un viejo árbol que me dijeron que era un guamúchil, en un panteón lleno de filos de luces y sombras que se alargaban en la tierra entre decenas de tumbas, la capilla parecía como si siempre hubiera estado allí.
¿Y la sorprendente composición de torres y arcos de distintas dimensiones que se entrecruzan en el templo de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en Ciudad Hidalgo? 
Aquella iglesia, cuyo proyecto original fue de capilla abierta —la más fascinante de las creaciones de la arquitectura mexicana del siglo de la Conquista—, y que por razones de necesidad fue modificándose hasta el aspecto de los días actuales, tiene algo de nuestra propia naturaleza: una mezcla de enraizamiento e improvisación debida a los avatares de una cultura sin resolver, que ha heredado de la confluencia de sus fuentes originarias muchas más preguntas que respuestas. Fue en su contemplación, y quizás en alguna medida también en la del templo inconcluso del poblado de Lázaro Cárdenas, muy cerca de San José Purúa, siempre en el oriente de Michoacán, donde me pareció más que nunca que la filosofía compositiva de Mijares posee cierto purismo, lo que es una de sus grandes virtudes.
Por eso, sin embargo, no es raro que sus edificios estén en cierto conflicto, si no con la finalidad para la que fueron creados, con el uso particular que se hace de ellos, y si no dígalo toda esa decoración típica del sincretismo religioso mexicano, que estorba la reflexión y de cuando en cuando la afea. No es imposible que sus bellísimas especulaciones de ladrillo aparente estén condenadas a ser malinterpretadas por quienes las administran y hacen uso de ellas —quizás la prueba más clara sea la capa de barniz que algún cura mandó aplicar sobre el ladrillo de la capilla del panteón de Jungapeo—. Iré más lejos: creo incluso que algunas de sus obras, por ejemplo la Christ Church, quizás se apreciarían mejor si estuvieran… vacías —en el caso, por supuesto, de que los elocuentes espacios interiores que crean sus arcadas puedan considerarse “vacíos”—.  ¿Qué resultaría, vale preguntarse, si la parafernalia ritual complementaria de los templos fuera obra del mismo Mijares?
¡Qué interesante ver el resultado de su buen gusto aplicado al dibujo de altares, sillerías y confesionarios en consonancia con sus soluciones espaciales! Una idea de su capacidad como autor de artes decorativas es la cruz erigida en recuerdo de un particular que está a un costado de la iglesia de las Lomas: además de la nobleza que consigue dar al modesto material en que el que está hecha —nada menos que ángulos de acero comercial, que por su propia naturaleza crean una serie de pequeñas cruces en cada una de sus puntas—, su belleza, hecha de exquisita proporción y simetría, es algo más que ejemplar.
No es raro que ante la manera de analizar los elementos arquitectónicos parezca que nuestro arquitecto, al menos de cuando en cuando, les confíe nuevos significados.
El caso más ilustrativo, me parece, es el uso de las trompas: ideadas para suavizar el paso entre volúmenes de distinta naturaleza, se convierten en un elemento independiente, lleno plasticidad y riqueza expresivas más allá de su primera función, como ocurre en el campanario del templo de Ciudad Hidalgo, donde su naturaleza “abocinada” parecería ideal para el remate del cuerpo desde el que se produce el llamado a misa. Lo mismo pasa en el Espacio Lúdico, construido en una zona residencial privada en Bogotá, en el que las bóvedas en trompa pero también los arcos y los arbotantes están al servicio de una conjunto que la única manera de describir con precisión es como escultórico.
¿Y qué decir, por último, de su Espacio Bajo un Árbol, en la entrada de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Colima, en el que Mijares se limita a acondicionar con mínimos elementos expresivos un lugar a la sombra de uno de esos ejemplares típicos de la zona, cuyo tronco principal se fragmenta casi desde el suelo y su copa cubre considerables extensiones, como quien señala un espacio de encuentro y diálogo? 
No puedo dejar de escribir que a diferencia de los arquitectos mexicanos más exitosos de la vuelta del siglo, que han hecho obras espectaculares sin tomar suficientemente en cuenta el espacio urbano, auténticos monólogos del tamaño de su arrogancia y quizás su vanidad, al grado de parecer que intentan poner la ciudad a sus pies, Mijares opta por ponerse a los pies de un árbol… En ese gesto no hay sólo una pequeña gran lección: también están resumidos los valores de su pensamiento con una elocuencia que hace innecesaria cualquier explicación.

Antes de poner punto final a este artículo tomo el coche y me dirijo a Las Lomas de Chapultepec, a la esquina de Sierra Madre y Montes Escandinavos, para ver una vez más la Christ Church y confirmar de paso si de veras existe el tope que según mi recuerdo me obligaba a hacer un alto delante de ella, cuando no sabía que se trataba de una de las obras más características del arquitecto Carlos Mijares.
Sin embargo, al aproximarme y confirmar a la distancia que el tope está en efecto en ese lugar, y que no es uno sino dos, en el momento en que me dispongo a buscar un sitio para estacionarme se me ocurre volver a pasar de largo tal como hice tantas veces, cuando no tuve de ella sino visiones apresuradas e incompletas. Entonces acelero y llego al primer tope, dirijo los ojos a mi derecha y arriba y veo la iglesia mientras paso a través primero de las hojas de un pirú y luego con más claridad entre las ramas de una jacaranda deshojada y admiro la forma en que reluce la textura de sus muros de ladrillo aparente y la encuentro más hermosa que nunca al sol de las cuatro de la tarde de un día otoñal, y vuelvo a sentir, pero ahora con una certeza mucho más poderosa que todas las intuiciones, su grandeza sobria y magnífica, en un lenguaje que me habla con más transparencia que nunca con sus ideas arquitectónicas que van del siglo XVI hacia atrás y luego corren apresuradamente hacia nosotros, tan llenas de siglo XXI, para siempre materializadas en su aspiración a la intemporalidad y la luz.

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Este artículo apareció originalmente en el número monográfico sobre la arquitectura de Carlos Mijares que publicó la revista Artes de México en junio de 2012. El retrato que abre esta entrega es de Martirene Alcántara, a quien le agradezco que me lo haya prestado para acompañar este post: el segundo retrato de Mijares, en el que aparece en diálogo con Alberto Kalach, lo hice yo mismo durante una de las conversaciones entre los dos arquitectos de las que he sido testigo en los últimos meses. La imagen de La Petatera de Villa de Álvarez la tomo prestada de la red. Las fotos de obra son mías. 

El libro La Petatera de la Villa de Álvarez en Colima. Sabiduría decantada de Carlos Mijares, con un portafolio de 32 fotografías de Mariana Yampolsky, fue publicado por la Universidad de Colima en el año 2000.

Más sobre Mijares en este blog:
Una visión de su trabajo en Michoacán, http://bit.ly/QFoXOY


Más sobre arquitectura en Siglo en la brisa:
Ruinas de Antigua, http://bit.ly/Ub423w
A las vueltas con Vladimir Kaspé, http://bit.ly/sSM2Ql




1 comentario:

  1. Excelente artículo... gracias por compartir! La próxima vez que vaya al DF iré a conocer esta obra magna de Mijares =)

    Arriba todas esas obras llenas de siglo XXI!!!

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