Mi amiga
Nattie Golubov me habló por vez primera de Saki hace poco más de veinticinco años.
Como angloparlante perfecta, podía prescindir de la antología en español
que formaba parte de la Biblioteca de Babel que Borges planeó para el editor
Franco Maria Ricci, y que en España fue publicada por Siruela, y un día puso el hermoso ejemplar en mis manos, no supe bien si como préstamo
o regalo. (Ya dedicaré una entrada de Siglo
en la brisa al puñado de ejemplares de tengo de esa serie.)
Sin embargo, mi
cuento preferido de H. H. Munro, el agudo y delicioso escritor británico nacido
en Birmania que murió en la Primera Guerra Mundial y dio a conocer su obra bajo
el seudónimo de Saki, no está en ese libro sino en otro, el primero de un par
de tomos bilingües de Turner que tienen por separado cuentos
ingleses y norteamericanos, todos anteriores a 1921 –es decir, a la publicación
de Ulysses de Joyce–, y que me regaló
otro amigo, Sergio Vela, en mi cumpleaños de 1989. Ahí está “The cobweb”: “La
telaraña”.
No tomo, sin
embargo, el texto de ese libro sino de internet porque la traducción que leo en la pantalla, que es
de alguien cuyo nombre desconozco –por culpa de esa fea costumbre de divulgar
materiales sin acompañarlos de los créditos correspondientes–, me parece, si bien
menos hermosa, un poco más neutra y acaso más legible en línea.
El cuento es perfecto y casi no necesita presentación. Si me permito anotar una palabra
específica, el verbo “espetar” (“atravesar con el asador, u otro instrumento
puntiagudo, carne, aves, pescados, etc., para asarlos”), es porque resulta crucial en la lectura del texto y no está precisamente en uso en México, o no
al menos que yo sepa. Véase con qué poética maestría usa Saki la
comparación de la joven señora Ladbruk con una abeja, para hacer más evidente el poderío de la cabrona vida cuando está bien enquistada en la fragilidad de todo lo demás. El cuento tiene una sobriedad que es casi
fría, lo que sirve para hacer más contrastante (y quizás más emotivo) el
resultado que produce en quien lo lee.
La telaraña
Por Saki
La cocina
de la granja quizás estaba donde estaba por azar o accidente. Sin embargo, la
ubicación bien podía haber sido proyectada por un experto estratega en
arquitectura campesina. La lechería, el corral, el huerto y los demás lugares
de trajín de la granja parecían tener fácil acceso a aquel refugio con piso de
anchas losas, en donde había espacio para todo y en donde un par de botas
embarradas dejaban huellas fáciles de barrer. Y aún así, a pesar de lo bien
emplazada que estaba en el centro del tráfago humano, su única ventana, larga,
enrejada, con un amplio asiento empotrado y enmarcada en un alféizar más allá
de la enorme chimenea, dominaba un dilatado paisaje silvestre de colinas,
brezales y boscosas cañadas. El hueco de la ventana era casi un cuartito de por
sí, en realidad el más agradable de la granja en cuanto a situación y
posibilidades. La joven señora Ladbruk, cuyo marido acababa de recibir la
granja por herencia, había puesto los ojos en el cálido rinconcito; y los dedos
le picaban por volverlo claro y acogedor con cortinas de zaraza, vasos llenos
de flores y una repisa o dos con viejos platos de porcelana. La mohosa sala de
la casa, que daba a un jardín adusto, melancólico y encerrado por tapias lisas
y altas, no era un cuarto que se prestara con facilidad para el confort o la
decoración.
—Cuando
estemos más instalados voy a hacer maravillas en la cocina para que sea habitable—
decía la joven mujer a las contadas visitas.
En aquellas
palabras había un deseo callado, un deseo que además de callado era
inconfesable. Emma Ladbruk era la señora de la granja. Junto con su marido
podía tener derecho a opinar y hasta cierto punto a decidir en la conducción de
sus asuntos. Pero no era la señora de la cocina.
En un
estante de un viejo aparador, en compañía de salseras desportilladas, jarras de
peltre, ralladores de queso y facturas pagadas, descansaba una raída biblia que
tenía anotado en la portada el desteñido registro de un bautismo fechado
noventa y cuatro años atrás. “Martha Crale” rezaba el nombre escrito en la
página amarillenta. Y la amarillenta y arrugada anciana que rengueaba y hablaba
entre dientes por toda la cocina, parecida a una hoja marchita que los vientos
de invierno siguen soplando de un lado para otro, alguna vez había sido Martha
Crale. Durante setenta y pico de años había sido Martha Mountjoy. Nadie podía
recordar por cuántos años había andorreado de acá para allá entre el horno, el
lavadero y la lechería, o salido al gallinero y al jardín, rezongando,
murmurando y riñendo, pero trabajando sin parar. Emma Ladbruk, a cuyo arribo le
había prestado tanta atención como a una abeja errante que entrara por la
ventana en un día de verano, la miraba al principio con una especie de temerosa
curiosidad. Era tan vieja y tanto hacía parte del lugar que costaba
decir con precisión que fuera un ser animado. El viejo Shep, un pastor escocés
de hocico blanco y miembros entumidos, cuyas horas estaban ya contadas, casi
parecía más humano que aquella anciana mustia y seca. Había sido un cachorrito
bulloso y juguetón, desbordante de alegría de vivir, cuando ella era ya una
anciana de pasos inseguros; y ahora era un cadáver vivo y ciego, nada más, y
ella todavía trabajaba con frágil tesón, todavía barría, horneaba y lavaba,
traía y llevaba. Si algo había en esos sabios perros viejos que no pereciera
del todo con la muerte, solía meditar Emma, cuántas generaciones de perros
fantasmas debía de haber afuera en las colinas, criadas, atendidas y despedidas
en la hora final por Martha en aquella cocina. Y cuántos recuerdos debía de
guardar de las generaciones humanas que habían muerto en sus días. Le resultaba
difícil a cualquiera, y mucho más a una extraña como Emma, hacerla hablar de
los tiempos pasados. Sus palabras, chillonas y cascadas, se referían a puertas
que habían dejado sin seguro, baldes extraviados, terneros a los que ya era
hora de alimentar, y a las diversas faltas y omisiones que salpican la rutina
de una granja. De cuando en cuando, llegada la fecha de elecciones,
desempolvaba los recuerdos de los viejos nombres que libraran antaño esas
contiendas. Había habido un Palmerston, muy sonado por los lados de Tiverton.
Tiverton no quedaba muy lejos a vuelo de pájaro, pero para Martha era casi otro
país. Después vinieron los Northcotes, los Aclands y muchos otros nuevos
apellidos que había olvidado ya. Los nombres cambiaban, pero se trató siempre
de liberales y conservadores, de amarillos y azules. Y siempre se pelearon a
los gritos sobre quién estaba en lo correcto y quién no. Por el que más se
pelearon había sido un viejo y distinguido caballero de expresión colérica…
recordaba haber visto su retrato en las paredes; y en el piso también, con una
manzana podrida y aplastada encima, pues en la granja se cambiaba de política
de tiempo en tiempo. Martha nunca había estado de un lado o de otro; ninguno de
“ellos” había beneficiado para nada a la granja. Éste era su veredicto general,
dictado con toda la desconfianza de una campesina por el mundo exterior.
Cuando la
medio temerosa curiosidad se hubo desvanecido, Emma Ladbruk se sintió incómoda
al descubrir que abrigaba otro sentimiento hacia la vieja. Ésta era una exótica
tradición estancada en el lugar, era parte integral de la propia granja, era
algo a la vez patético y pintoresco… pero era un soberano estorbo. Emma había
llegado a la granja llena de planes de efectuar pequeñas reformas y mejoras, en
parte por su adiestramiento en los métodos y procedimientos modernos, en parte
por efecto de sus propias ideas y caprichos. Las reformas en la región de la
cocina, de haber sido posible hacer que esos oídos sordos se mostraran
dispuestos a escuchar, habrían encontrado un rechazo sumario y despectivo; y la
región de la cocina abarcaba las zonas del manejo de la leche y las hortalizas,
y la mitad de las faenas domésticas. Emma, que se sabía al dedillo lo último en
el arte de preparar aves de corral muertas, tomaba asiento a un lado,
observadora inadvertida, mientras la vieja Martha espetaba los pollos para el
puesto del mercado de la misma manera que los había espetado durante casi
ochenta años… por los muslos, sin tocar la pechuga. (1) Y las mil sugerencias
sobre la forma más eficaz de hacer el aseo, aligerar el trabajo y demás cosas
que contribuyen a una vida sana y que la joven estaba dispuesta a impartir o
llevar a la práctica, se perdían en la nada ante aquella presencia mustia,
rezongona y desatenta. Sobre todo, el codiciado rinconcito de la ventana, que
podía ser un lindo oasis de alegría en la sombría cocina, estaba ahora atestado
con un revoltijo de cachivaches que Emma, a pesar de toda su autoridad nominal,
no se habría tomado el atrevimiento o la molestia de remover. Parecían
revestidos por la protección de algo similar a una telaraña humana.
Definitivamente, Martha era un estorbo. Habría sido una canallada desear ver
aquella vida añeja y corajuda acortada en unos miserables meses; pero a medida
que pasaban los días Emma reconoció que allí estaba el deseo, por más que lo
negara, agazapado en el fondo de su mente.
Sintió que
la vileza de aquel deseo la invadió, junto con un remordimiento de conciencia,
un día en que entró a la cocina y descubrió que las cosas no marchaban como de
costumbre en aquel sitio de constante ajetreo. La vieja Martha no estaba
trabajando. A sus pies había una canasta de maíz, y en el corral los pollos
empezaban a piar en protesta por haberse pasado la hora de la alimentación.
Pero Martha estaba acurrucada en el asiento de la ventana, mirando afuera con
sus ojos opacos como si divisara algo más raro que el paisaje otoñal.
—¿Pasa
algo, Martha? —preguntó la joven esposa.
—Es la muerte,
es la muerte que viene —respondió la voz cascada—. Ya sabía que venía, ya lo
sabía yo. Por algo el viejo Shep estuvo aullando toda la mañana. Y anoche oí
cuando la lechuza cantó el grito de la muerte; y una cosa blanca pasó corriendo
por el patio ayer. No era ni un gato ni una comadreja, era una cosa… Las
gallinas supieron que era algo y se corrieron todas para un lado. ¡Ay!, esos
son avisos. Yo ya sabía que venía.
Los ojos de
la joven se empañaron de lástima. El carcamal que estaba ahí sentado, tan
encogido y pálido, había sido alguna vez una niñita alegre y bulliciosa que
jugara por los senderos, henales y desvanes de una granja. De eso hacía ochenta
años largos, y ahora no era más que un viejo y frágil cuerpo que se achicaba
ante el cercano frío de la muerte que al fin venía a llevársela. Probablemente
no se podía hacer mayor cosa por ella, pero Emma corrió a buscar ayuda y
consejo. Sabía que su marido andaba en una tala de árboles a cierta distancia,
pero podía encontrar otro ser racional que conociera a la vieja mejor que ella.
No tardó en descubrir que la granja tenía la cualidad, común a todos los
corrales, de tragarse y desaparecer a sus moradores humanos. Las gallinas la
siguieron con interés y los cerdos le gruñeron inquisitivamente tras las rejas
de sus porquerizas, pero el granero, el henar, el huerto, los establos y la
lechería no premiaron su búsqueda. Entonces, mientras desandaba el camino hacia
la cocina, se topó de repente con su primo, conocido por todos como el joven
señor Jim, que repartía el tiempo entre la trata aficionada de caballos, la
caza de conejos y el flirteo con las criadas del lugar.
—Me temo
que la vieja Martha se está muriendo —dijo Emma.
Jim no era
una de esas personas a las que hay que darles las noticias con suavidad.
—¡Tonterías!
—dijo éste—. La intención de Martha es llegar a los cien años. Así me lo dijo y
así lo va a hacer.
—En
realidad se puede estar muriendo en este momento, o puede ser que sólo empiece
a derrumbarse —insistió Emma, llena de desprecio por la estupidez y lentitud
del joven.
Una sonrisa
se dibujó en las facciones bonachonas del otro.
—Pues no
parece así —dijo, señalando con la cabeza hacia el patio.
Emma se
volvió para captar el significado de este comentario. La vieja Martha estaba en
el centro de una multitud de aves de corral, esparciendo granos a su alrededor.
El pavo con el brillo bronceado de sus plumas y el rojo púrpura de su barba, el
gallo de pelea con el radiante lustre metálico de su plumaje oriental, las
gallinas con sus ocres, pardos y amarillos y el escarlata de sus crestas, y los
patos con sus cabezas color verde botella, componían un revoltijo de intensos
colores en el centro del cual la anciana parecía un tallo marchito que se
irguiera en medio de un macizo de vistosas flores. Pero arrojaba el grano
hábilmente entre la mezcolanza de picos y su cascada voz llegaba a las dos
personas que la estaban observando. Seguía machacando sobre el tema de la
muerte que venía en camino.
—Yo ya
sabía que venía. Ha habido signos y advertencias.
—¿Quién
murió, pues, señora? —llamó el joven.
—El joven
señor Ladbruk —chilló ella por respuesta—. Acaban de traer su cadáver. Por
esquivar un árbol que tumbaban chocó con una estaca de hierro. Estaba muerto
cuando lo recogieron. ¡Ay, yo la veía venir!
Y se dio
vuelta para arrojar un puñado de cebada a una manada de gallinas de Guinea
rezagadas que llegaban corriendo.
La granja
era una heredad familiar y pasó a manos del primo cazador de conejos en su
calidad de pariente más cercano. Emma Ladbruk salió volando de su
cotidianeidad, como una abeja que entrara por la ventana abierta y en su
revoloteo volviera a atravesarla.
Cierta mañana fría y gris se encontró
esperando, sus cajas ya acomodadas en la carreta, a que todos los productos del
mercado estuvieran listos, pues el tren que iba a tomar era menos importante
que los pollos, la mantequilla y los huevos que iban a ser puestos en venta.
Desde donde estaba podía ver una esquina de la larga ventana enrejada que
habría quedado tan acogedora con las cortinas y tan alegre con los floreros. Se
le ocurrió pensar que durante meses, años quizás, mucho tiempo después de que
la hubieran olvidado por completo, se vería asomar una cara pálida y
desentendida a través de esos cristales, y que se oiría rezongar una voz débil
y trémula por esos corredores enlosados. Se dirigió hasta una ventana batiente
de tupidos barrotes que daba a la despensa de la casa. La vieja Martha se
encontraba de pie frente a una mesa, espetando un par de pollos para el puesto
del mercado de la misma manera que los había espetado desde hacía casi ochenta
años.
(1) “Espetar”, según el diccionario, es “atravesar
con el asador, u otro instrumento puntiagudo, carne, aves, pescados, etc.,
para asarlos”.
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Los
retratos de Saki son de internet. Lo mismo la imagen de la abeja.
Más relatos
en este blog:
Mi cuento
ruso favorito, http://bit.ly/MIG0yW
Curioso que en la versión original el autor use “truss”: atar o amarrar (a los pollos)... y quizá de ahí lo de la telaraña: yo no hubiera usado “espetar”, más bien “atar”, “agarrar” o, incluso, “ceñir”.
ResponderEliminarGracias por el cuento.