(La hermosa escena infantil contada por el propio
Arreola, que poco antes de cumplir doce años se aprendió de memoria el gran poema de López
Velarde para decirlo en público en el homenaje de un héroe local llamado
Gordiano Guzmán, no tiene desperdicio. Ni siquiera me parece que necesite presentación, si no es para decir
que tomo el texto de Ramón López Velarde:
el poeta, el revolucionario. Alfaguara, México, 1997, págs. 127-130)
por Juan José Arreola
Pero debí
comenzar diciendo que fue allá, en Zapotlán y en 1930, creo que por el mes de
junio y cuando la milpa está ansinita de grande: “Mañana vas a recitar este
poema, apréndetelo ahora mismo de memoria”. Así me dijo mi padre al darme un
viejo ejemplar de Revista de Revistas: a doble página vi La suave Patria publicada por primera vez para el gran público, ya
que antes sólo apareció en El Maestro,
revista idónea, creada por Vasconcelos cuando fue ministro de educación. En medio
del marco tipográfico que le hicieron los formadores de Revista de Revistas venía el retrato del poeta: Ramón López Velarde
de perfil. Mi padre le tuvo predilección desde que lo conoció en Guadalajara, cuando mi tío José María pronosticaba los temblores del volcán de Colima, y Ramón lo defendió contra la furia anticlerical del gobernador Robles Gil. Mi padre y el poeta nacieron en el mismo año de 1888, y tienen para mí la misma cara: un biotipo de mestizos sonrosados y trigueños, con el mismo recorte de bigotes, cuello de pajarita, mancuernillas de plata dorada, trajes rigurosos, zapatos de botones en dos vistas de oscaria y de charol. Polainas, guantes y bastón en cada día de domingo, a la salida de misa de once, esperando a las muchachas divertidamente endomingadas.
—¿Pero cómo
voy a decir estos versos? (Yo sólo había recitado hasta entonces breves y cándidos
poemas).
—Como si
los hubieras escrito tú mismo.
—Pero si
hay muchas cosas que no entiendo.
—Ni yo tampoco.
Ni creo que López Velarde.
Lo cierto
es que me pasé todo el día leyendo, estudiando y repitiendo los versos sueltos
y las estrofas del poema. ¿Saben dónde? Sentado al volante atril de un
automóvil estacionado en el corredor, ante la puerta de la cocina, la que daba
el patio, y que mi padre utilizaba como unidad motriz para todas sus labores
domésticas de molienda. Una de las llantas traseras, alzada sobre un gato de
ladrillos, servía de polea distribuidora y hacia girar los molinos de la casa,
el de nixtamal, el de café y de chocolate, el de la canela y el del pinole…
Mientras en
la cocina ardían hornillas y fogones dispuestos alrededor de un gran brasero
central, y mientras se torteaban las tortillas en ese aplauso de manos
enjuagadas en machihuis de barro colorido, y mientras palpitaban todos los
hervores de los caldos y las sopas, y mientras chirriaban las carnes asadas y
fritas, y en los cazos de cobre, lenta y acompasadamente meneados, se iba
solidificando la leche de los jamoncillos y chiclosos, y se espesaba la pasta
de duraznos y membrillos y guayabas, y se redondeaban en miel los tejocotes, y
se ovalaban los higos y las peras, y rezumaban sus aromas y sabores distintos
los membrillos, las manzanas y los camotes y las calabazas, yo repasaba las
estrofas de La suave Patria en
compañía de mi hermana mayor, Elena, la que me enseñó a saborear cada palabra
de Ramón como si fuera la cada vez mejor de todas las golosinas de este mundo.
A la mañana
siguiente, Elena me tomó entera la lección y era cierto: yo me sabía en 1930, a
los 12 años de edad, pero antes de cumplirlos, La suave Patria de memoria, esa lección de amor que todavía repito
sin entender: la de quien debe amar a México, a pesar de que se me quiten las
ganas de hacerlo al darme cuenta de lo que soy: un mal hijo, como casi todos
ustedes.
Finalmente, recité La suave
Patria por entero, y de memoria, este poema que ahora trato de leer con
ustedes, de todo corazón. Para ver si llego a entenderlo. Por de pronto, y
antes de saber lo que decía, yo recité el gran poema en la inauguración del
monumento a don Gordiano Guzmán, un supuesto héroe local.
Lo cierto
es que recité La suave Patria a voz
en cuello a la mitad de una plaza pueblerina. Pero es más cierto todavía que mi
hermana Elena estaba escondida detrás del monumento, no mayor que su estatura,
pero invisible entre guirnaldas de papel de china, ramos de laureles silvestres
y palapas tropicales en lugar de palmas de victoria. Con el texto en la mano,
mi hermana me siguió palabra por palabra a lo largo del poema, como la red que
protege en el circo la caída del alambrista. Pero no me caí. Elena me iba
diciendo, como se lo dice a la orquesta un gran director, lo que verdaderamente
hacía falta decir: “Haz una pausa, despacio, más aprisa, más alto, no grites,
dilo como si estuvieras diciendo lo que más te gustaría decir. Ahora viene lo
de Cuauhtémoc. Quédate callado, como si se te olvidara lo que sigue. O más
bien, porque no tienes fuerzas para decirlo. Pero ahora dilo, no te queda más
remedio, pero muy lento, muy despacio, muy profundamente, como si estuvieras
hablando desde el fondo de un pozo, esto es, más allá de ti mismo”. Yo me quedé
callado, oyendo a mi hermana, pero de pronto comencé a decir con una voz que
ahora me parece sobrenatural porque la estaban oyendo, en esa mañana única en
mi vida, las señoras y los señores de mi pueblo, las autoridades civiles y
militares, y todos mis compañeros de escuela, y todas, toditas las niñas y las
muchachas y las señoritas del Zapotlán de nuestro entonces.
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Las imágenes que ilustran este post proceden de
internet. El retrato de Arreola es de Kati Horna.
Más sobre
López Velarde en este blog:
Martha
Canfield analiza “Mi prima Águeda”, http://bit.ly/1kUH7pz
Luis Mario Schneider, http://bit.ly/1fEvsw4
Maravilloso texto. Siempre me ha gustado mucho Suave Patria, y hasta ahora reflexiono en que tal vez no lo entienda del todo. Porque, claro está, soy una mala hija. Pero quizá se lo leo acompañada de mis hermanos y amigos juntos lo vayamos comprendiendo.
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