Saltando
de aquí para allá, echando un vistazo al índice o dejándome llevar por el
hallazgo azaroso, he pasado algunas horas felices leyendo la antología de más
de seiscientas páginas de Ricardo Garibay que ha puesto a circular la editorial Cal y Arena.
Firmada por Josefina Estrada, quien trató al temperamental
escritor hidalguense hasta su muerte en 1999 –hace ahora quince años–, la
selección cumple su propósito de mostrar parte de una obra de cerca de
cincuenta títulos en la que hay de todo: cuentos, crónicas, memorias, semblanzas,
divagaciones literarias, teatro, guión de cine… Por su fuerza expresiva, por su
nervio, por la seguridad de su trazo, Garibay
sorprenderá vivamente a quienes no lo conozcan, víctimas acaso de esa estrechez
provinciana que terminan imponiendo quienes guían el gusto literario desde
diversos focos de poder cultural. (Un amigo me decía el otro día: “Garibay es
infinitamente mejor escritor que Ibargüengoitia, a quien tanto se celebra”. Y
me temo que tiene razón.)
Aunque
casi nada de lo que he leído tiene desperdicio, quizás me quede con los
fragmentos de sus extraordinarias memorias infantiles (Fiera infancia y otros años), de las que forma parte su entrañable
semblanza de Erasmo Castellanos Quinto, la crónica de los exiliados a los que trató
(“Por aquellos españoles”), sus desastrosas andanzas en la industria del cine
mexicano y por supuesto su retrato de la fealdad como explicación ontológica de
Gustavo Díaz Ordaz. Sin embargo creo que las páginas que mejor sirven de
muestra de su extraordinaria capacidad narrativa son las que dedica a Agustín
Lara, al que revive con sus mejores instrumentos –además, claro, de que el
modelo se prestaba para ese género de literatura en la que Garibay era un
maestro. Aquí algunos fragmentos para deleite de quienes leen este blog, como una invitación a conseguirse
el libro.
Agustín Lara
Por Ricardo
Garibay
Agustín
Lara es –para decirlo con palabras que podrían ser suyas– una de las esencias
del alma mexicana. […]
Su pecado
era –fue macizamente durante 70 años– la cursilería. No he conocido a nadie que
asumiera con tanto orgullo y robustez la baratura de la vida como excelencia.
Se embriagaba recitando las letras de sus canciones, y golpeaba de pronto el
teclado: “Esto es poesía, chingao, ¡y que no me vengan a mamar! ¿Eh, hijo, tú
eres un dínamo, tú di lo que sientes, qué joder!”.
“Sí, maestro, claro, qué joder”, decía yo y él volvía al piano recitando:
Como dos puñales
“Sí, maestro, claro, qué joder”, decía yo y él volvía al piano recitando:
Como dos puñales
de hoja damasquina
tus ojazos
negros
ojos de acerina
clavaron
en mi alma
su mirar
de hielo
regaron mi
vida
con su
desconsuelo…
–¿Eh hijo?
¿Eh? Qué no vengan a mamar.
–Por supuesto, maestro, que no vengan.
–Por supuesto, maestro, que no vengan.
Me decía dínamo:
“Tú eres un dínamo, recuérdalo”.
Un día llegué con un carrito de madera y unos libros entre las redilas del carrito. El carrito era para mi hijo, 1957 o 1958. Se le aguaron los ojos y llamó a gritos a su mujer: “Mira, cabresta, primorosa, la síntesis de la inteligencia y la humanidad, del amor y del espíritu. Libros en un carrito. ¡Hijo, tú eres un dínamo de luz y de energía, cómo chingados no!”.
Un día llegué con un carrito de madera y unos libros entre las redilas del carrito. El carrito era para mi hijo, 1957 o 1958. Se le aguaron los ojos y llamó a gritos a su mujer: “Mira, cabresta, primorosa, la síntesis de la inteligencia y la humanidad, del amor y del espíritu. Libros en un carrito. ¡Hijo, tú eres un dínamo de luz y de energía, cómo chingados no!”.
Iba yo a
su casa, tres veces por semana, en las tardes, porque Antonio Badú [en la foto de la izquierda] había
arreglado que el maestro me contara su vida. Yo con eso haría un guión y la
película dejaría millones. El productor era el poderoso Gabriel Alarcón. Seis
meses duró el asunto, el cuento de su vida, porque marchábamos a paso de
tortuga. De mucho de lo que contaba, decía: “Esto no lo pongas, dínamo. Todavía
hay muchos jodidos que me mandarían matar”. Otras veces se eternizaba
engolosinado y lacrimoso hablando de un amor, sobre todo de una María Parker de
la casa de Ruth, “que era un genio en el derrame”. Otras veces nos poníamos
hasta el cepillo –esto era frecuente– con coñac francés que en aquel tiempo
costaba cinco mil pesos la botella. Otras veces me decía la criada: “De que el
señor está servido y no lo puede recibir”. “¿Servido?”. “De que le tocó pulque
en la comida, con sus compadres, y se pone cabreado y luego ya se duerme”.
Otras veces bajaba su mujer, y todo era acosarla, injuriarla, golosamente,
retarla a que se confesara “a lo pelón”. “¡No escondas, no escondas tu
suculento y delicioso pasado!”. Algunas veces contaba:
–Yo,
Dínamo, Esperanza de las Letras, te lo voy a decir: yo fui un cabrón desde niño.
Un niño maravilloso, con el arcoiris en las manos, con el cielo y el viento en
la carrera, pero un cabrón bien hecho... […]
Se veía exangüe, pero lo poseía una extraña y colérica energía que le iba brotando de todas partes conforme transcurrían las sesiones. Impaciencia, irritación, desdén: lo dibujaban cuando lo conocí. Me hacía sentir que se refugiaba en el pasado para recuperar el encanto de la vida. Prácticamente había vivido cuanto puede vivir un hombre de su condición. Nada le guardaba sorpresas ni misterio. Veía llegar con seca desconfianza a hombres y mujeres. Lo hastiaban las cosas, los nuevos contratos, las situaciones más imprevisibles. Se adormecía contento repasando su historia. Pero poco a poco el gozo del pasado acaba y vuelve el presente. Destapaba otra botella, servía suspirando, decía: “Por qué ha de pasar la vida, Dínamo; por qué tiene que pasar. Todo era tan bello, tan sublime. Aquellas mujeres con sus mejillas de coloretes, sus ojos y sus lunares pintados con hueso de mamey, y su boca de corazón. Aquellas muchachas frescas, trascendiendo a jabón de olor, arregladas cual debe, con sus faldas negras, su fleco, sentadas todas en la sala grande, esperando a los clientes”. […]
Se veía exangüe, pero lo poseía una extraña y colérica energía que le iba brotando de todas partes conforme transcurrían las sesiones. Impaciencia, irritación, desdén: lo dibujaban cuando lo conocí. Me hacía sentir que se refugiaba en el pasado para recuperar el encanto de la vida. Prácticamente había vivido cuanto puede vivir un hombre de su condición. Nada le guardaba sorpresas ni misterio. Veía llegar con seca desconfianza a hombres y mujeres. Lo hastiaban las cosas, los nuevos contratos, las situaciones más imprevisibles. Se adormecía contento repasando su historia. Pero poco a poco el gozo del pasado acaba y vuelve el presente. Destapaba otra botella, servía suspirando, decía: “Por qué ha de pasar la vida, Dínamo; por qué tiene que pasar. Todo era tan bello, tan sublime. Aquellas mujeres con sus mejillas de coloretes, sus ojos y sus lunares pintados con hueso de mamey, y su boca de corazón. Aquellas muchachas frescas, trascendiendo a jabón de olor, arregladas cual debe, con sus faldas negras, su fleco, sentadas todas en la sala grande, esperando a los clientes”. […]
No parecía querer a nadie. Con respeto y mucha gentileza hablaba de María Félix
y de nadie más; con amor lloroso hablaba del Garbanzo, su primer maestro, acaso
el único que tuvo, que le enseñó a explotar a las mujeres. “¡Era un gran señor!
Mira, Dínamo, fíjate bien; me decía el Garbanzo: No pierdas el tiempo, no te
apendejes, las mujeres son un pañuelo para sonarse la verga. ¡Éste era el
Garbanzo! Tenía sus muchachas, por Cuauhtemotzín, cada una en su cuarto. Y se
presentaba ya tardeando, y una por una: ¡Qué armas portas, cabrona! Y el mulazo
donde cayera, para que empezaran a apoquinar la lana de la jornada”. “¿Por qué
les pegaba, maestro, si de todos modos le iban a entregar el dinero?” “Sí sí
sí, pero tenían que sentir el rigor […]”. […]
Tenía un radio de gran potencia. Me decía: “Qué país quieres oír ¿Argentina?”. Movía los botones y localizaba Argentina. En alguna estación estaban tocando su música. “Cuál ahora ¿París? ¿La Habana? ¿Nueva York? ¿Marruecos?” Invariablemente alguien cantaba una canción de Lara. “Estoy en todo el mundo, en todos los idiomas. Si escribes un libro con lo que te cuento, venderemos más ejemplares que Mein Kampf, de Hitler. ¡Y que no me vengan a mamar!”. […]
Tenía un radio de gran potencia. Me decía: “Qué país quieres oír ¿Argentina?”. Movía los botones y localizaba Argentina. En alguna estación estaban tocando su música. “Cuál ahora ¿París? ¿La Habana? ¿Nueva York? ¿Marruecos?” Invariablemente alguien cantaba una canción de Lara. “Estoy en todo el mundo, en todos los idiomas. Si escribes un libro con lo que te cuento, venderemos más ejemplares que Mein Kampf, de Hitler. ¡Y que no me vengan a mamar!”. […]
Mandaba cobrar sus regalías. “Me roban en todo el mundo. Esta miseria es lo que
consigo rescatar”. Me mostraba los papeles. De ciento veinte mil a doscientos
mil pesos mensuales. Agriamente revisaba los papeles. Los botaba.
A la tercera copa comenzaba su buen humor, su amor por el mundo, sus gratitudes, sus lágrimas. Los muebles de la casa monumentales estaban forrados de plástico. Alfombras dobles, gordísimas. Junto al gran piano de concierto, un perro de peluche de dos metros de altura. Abriendo la puerta principal, sobre una saliente de mármol, sus manos de oro macizo, y la leyenda: “Mis pobres manos, alas quebradas”. Cuadros infames, coloridos. Homenajes enmarcados de gentes mil y de paisanos veracruzanos. Del dedo meñique derecho le colgaba una cruz de oro diminuta. “No, no creo mucho, pero se ve chingona ¿o qué no? Qué buen puntách, como dice el loco Valdés”.
Vengo contando lo que le veía y le oía Agustín Lara, porque se cumplen muchos años de su muerte, porque en nuestro país nadie quiere mirar a los hombres como son ni como eran –para poder denigrarlos o exaltarlos impunemente– y porque vale la pena adentrarse en las maneras de un artista popular cuya obra ha trascendido como la de ningún otro mexicano.
A la tercera copa comenzaba su buen humor, su amor por el mundo, sus gratitudes, sus lágrimas. Los muebles de la casa monumentales estaban forrados de plástico. Alfombras dobles, gordísimas. Junto al gran piano de concierto, un perro de peluche de dos metros de altura. Abriendo la puerta principal, sobre una saliente de mármol, sus manos de oro macizo, y la leyenda: “Mis pobres manos, alas quebradas”. Cuadros infames, coloridos. Homenajes enmarcados de gentes mil y de paisanos veracruzanos. Del dedo meñique derecho le colgaba una cruz de oro diminuta. “No, no creo mucho, pero se ve chingona ¿o qué no? Qué buen puntách, como dice el loco Valdés”.
Vengo contando lo que le veía y le oía Agustín Lara, porque se cumplen muchos años de su muerte, porque en nuestro país nadie quiere mirar a los hombres como son ni como eran –para poder denigrarlos o exaltarlos impunemente– y porque vale la pena adentrarse en las maneras de un artista popular cuya obra ha trascendido como la de ningún otro mexicano.
Ya lo
sabemos: era de breve talla y sumamente delgado, de cabeza pequeña, frente
huidiza, cabellos engomados y una cicatriz de navajazo que le abría la línea de
la boca hasta la oreja. Su facha era insignificante. Su voz opaca y terrosa.
Nada en él era bello. Todo en él enamoró a las mujeres y le acarreó la
reverencia de los hombres. Su música y sus letras eran y son la melcocha que al
menor rasguño fluye del dolor del deseo o del hartazgo de la alcoba. Qué
curioso, contra lo que se cree, no hay amor en sus canciones; hay el embeleso,
el hambre, la adoración por el cuerpo de la mujer, y la mujer es vista como un
objeto precioso y es sentida como un universo de irresistible pecado. Para Lara
el cuerpo de las mujeres –creo que nunca se dirige su espíritu– era una
geografía tan inagotable como misteriosa, y la urgencia carnal era la única
vocación considerable. De algún modo nunca dejó la adolescencia en su lado más
triste, que es un apetito indefinido y rencoroso frente al sexo enemigo. Según
su obra y según lo que le conocí jamás llegó a la madurez. La madurez de Lara
está en su talento musical, en esa piel musical tan melódica y de tan escasa
elaboración, y en su omnímoda cursilería. […]
En Lara se dibujan marcadamente algunas actitudes donde pueden reconocerse sin
esfuerzo las maneras mexicanas. Por ejemplo: es poco niño pero es plañidero; es
arrogante pero canta lloroso su permanente orfandad; es gentil de dientes para
fuera, pero alimenta puntualmente la iracundia y el desprecio por los otros.
[…]
Ése es el mundo de Agustín Lara, un mundo fácil, paladeable, orgásmico y nocturno, donde el pueblo ha hallado la mejor expresión de sus más íntimos afanes. Y acaso la valía del ya mundial músico-poeta consista en haber asumido su grosor y su alambicada ignorancia, de frente, sin tapujos, sobreponiendo con despectiva autoridad los defectos de origen a los remotos datos de la verdadera inteligencia.
Ése es el mundo de Agustín Lara, un mundo fácil, paladeable, orgásmico y nocturno, donde el pueblo ha hallado la mejor expresión de sus más íntimos afanes. Y acaso la valía del ya mundial músico-poeta consista en haber asumido su grosor y su alambicada ignorancia, de frente, sin tapujos, sobreponiendo con despectiva autoridad los defectos de origen a los remotos datos de la verdadera inteligencia.
Todas las imágenes que ilustran este post provienen de internet. El penúltimo retrato es de Herrera. El de Agustín Lara al piano lo he tomado prestado de la página en la red de Guadalupe Loaeza. Agradeceré a quien me aporte datos sobre los autores de las fotografías, para restituir los créditos que les corresponden.
Más sobre
literatura y literatos mexicanos del siglo XX en este blog:
Amparo
Dávila visita la Escuela Mexicana de Escritores http://bit.ly/1hn63a4
A la
puerta de Salvador Elizondo, http://bit.ly/9HdZEI
Luis Mario
Schneider, http://bit.ly/1fEvsw4
Octavio
Paz en el velorio de Juan Rulfo, http://bit.ly/1euDvXV
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