¿Cuántas veces lo retraté? Imposible
determinarlo. Todas las que pude. Lo digo porque a partir de cierto momento
algo le pareció mal y me prohibió terminantemente que le tomara fotos. Entonces
me vi obligado a hacerlo sin que se diera cuenta, digamos que a sus espaldas.
O no exactamente: de frente, porque lo que me interesaba era dejar testimonio de su
rostro expresivo, de su peculiar manera de reaccionar a cuanto se atreviera a
mostrarse delante de él: con los ojos velados pero atentos, con todos los músculos de la cara. Acaso desde siempre pero sobre todo a partir de que envejeció,
el hermano de mi abuela fue un hombre singularísimo y voluntarioso, incapaz de
responder con indiferencia a casi nada. Dulce unas veces, espinoso otras, mi
anciano tío abuelo era célebre por sus reacciones imprevisibles. Y conmigo, que
nunca le respondí nada desagradable, que jamás le reproché sus respuestas a
veces ásperas, se servía con la cuchara grande, como decimos en México.
Quien estuvo cerca de nosotros en
ese tiempo sabe que no exagero si digo que yo era el pasto preferido de sus
invectivas de fuego, el blanco predilecto de sus dardos más afilados: sobrino
nieto camino a los cuarenta años, de paso por Asturias, sin trabajo justificado
o reconocible, sin mujer ni hijos, que invariablemente llevaba una barba de
tres días y se atrevía a ponerse unos pantalones anchos y desvaídos, como de
ropa de noche. “Que escribes, sí. Eso ya lo sé”, me dijo una vez, pero sólo
para rematar, a buena voz para que lo oyeran todos: “Ya sé yo que escribes, pero
¿en qué trabajas?”.
Yo me vengaba a mi manera: tomaba
nota de sus gestos, apuntaba hasta la última palabra de nuestras conversaciones,
grababa los recuerdos que sin cansancio me lanzaba, un día y otro también, acerca
del pueblo en las montañas asturianas en el que se crió, la Guerra Civil o sus
treinta años en México, siempre vívidos y exactos –como que habían hibernado todo
aquel tiempo en su prodigiosa memoria de elefante.
Y sobre todo me vengaba retratándolo.
¿Cuántas veces lo hice? Por ahora no hay manera de saberlo. Habría que reunir los
archivos que tengo desperdigados con fotos suyas y aun así la cosa quedaría incompleta
porque le hice algunas también en las ocasiones en las que no lo estaba fotografiando
específicamente a él. Lo que puedo decir es que de todas las imágenes suyas que
conservo, las que prefiero son las que le hice sin que diera cuenta.
Mi Nikon carecía de pantalla
giratoria así que algunas de esas fotos fueron conseguidas apuntando sin ver,
colocando la cámara, que no dejaba de sostener en la mano, a la distancia que me
parecía la adecuada y disparando entonces, tratando de que la casualidad, mal
ayudada por mis cálculos descabalados, hiciera lo que no podía hacer en persona.
Este post está ilustrado con una muestra de algunas de las imágenes de
mi inolvidable tío Florentino, que rescato en un par de consultas apresuradas a
mis archivos fotográficos de los años que viví en Asturias.
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Todas las fotos que conforman esta entrega fueron tomadas en El Carmen, en Puertas de Cabrales, Asturias, entre 2003 y 2006. La segunda, en la que aparezco con Florentino, la tomó casi seguramente mi primo Félix. La que reproduzco al lado de estas líneas me la regaló mi abuela para mostrarme cómo había sido su hermano de joven.
Más sobre Florentino en este blog:
Autógrafos remotos, http://bit.ly/PvKjd9
Asturias en Siglo en la brisa:
El texu de
Bermiego, http://bit.ly/Uzvdol
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