Su rostro
me produce desazón: los ojos rasgados, la nariz ligeramente curva, la boca
avara. Pero el problema, me doy cuenta, no está en sus facciones
sino en el conjunto que hacen en su cara de cachetes gruesos, picados de
viruela, con frecuencia salpicados de barbas ralas. Algo hay en su desaliño
gestual que incomoda y cuestiona, y eso es lo que comunica su cine –o al
menos algunas de las películas que más me gustan–: una imperfección que aspira a
la conquista de una perfección menos simétrica y más desolada, en algún
sentido más verdadera.
Vi su
nombre por primera vez una noche en un cartel escrito a mano a la entrada de
una escuela de cine que anunciaba alguna de sus películas, quizás Las amargas lágrimas de Petra von Kant,
y desde entonces, sin conocer uno solo de los minutos de su extensa
filmografía, la palabra Fassbinder me persiguió cargada de poderosos
adelantamientos e intuiciones, hasta el día de hoy, casi tres décadas más tarde,
ahora que la mayoría de los viernes de los últimos meses el filósofo Juan Pablo Rendón González y yo nos hemos dado a la gozosa tarea de ver todas sus películas, que mi
amigo se ha ingeniado para bajar de internet en copias casi siempre intachables (ciclo
que acabamos bautizando como “Fassbiernes”).
¿Qué es lo
que me fascina de su cine? No es la ocasión de escribir sobre ello. Es decir,
lo intento pero todo lo que quiero decir se atropella y no me permite, o no al menos
por ahora, armar un discurso satisfactorio. Baste con decir que la libertad que
lleva implícita, la inmediatez con la que está hecho, la sinceridad a veces
brutal que emana. Baste con señalar esa virtud milagrosa que tiene sólo su
cine y que es quizás lo que más me gusta de él: el hecho de que el cine mismo y
el teatro estén inseparablemente unidos sin dejar de ser lo que son por
separado, con el fascinante catálogo de los recursos de ambas disciplinas
ensamblados de una manera enormemente imaginativa.
Baste con mencionar su condición
de director total, poderoso, neurótico, creativo y destructivo, que imagina, escribe,
produce, fotografía, edita (véase el cartón de sus créditos, por cierto todos
los principales, de la producción de El año con trece lunas) y que lo mismo sale a cuadro que no, protagoniza
una historia o se deja ver como un guiño, pero que gravita en cada una de las
innumerables tomas de su cortísima vida creativa, truncada con su muerte a los 37 años,
poco más de una década en la que hizo más de 40 películas –casi las mismas que
hizo Hitchcock en más de medio siglo.
Pero vuelvo
a él, a su rostro desaliñado, al problema que plantea su rostro. Me gusta
imaginarlo en contraste con su extraordinaria troupe femenina en la que destacan la desgarbada Irm Hermann, de
físico tan problemático como el suyo, y por supuesto que Hanna Shygulla, y la
entrañable Brigitte Mira, y la incomparablemente angelical Barbara Sukowa, y la
turbadora Margit Carstensen, encabezadas por Lilo Pempeit, su madre, en cuyo
rostro habría que ir a buscar el origen del suyo desangelado e imperfecto, y
quienes conforman, todas y cada una de ellas, una apasionante galería de
presencias femeninas que hacen el efecto de ponerlo en relieve a él.
Para
acompañar las pesquisas de mi amigo Juan Pablo Rendón González, he andado varias veces
en la red tras los retratos del cineasta, como quien busca la respuesta de
un extraño cuestionamiento. Así, de la imagen del joven hombre de teatro de
cara limpia y pelo corto que está enamorado de la nouvelle vague y anuncia candorosamente su entusiasmo por el cine, a las imágenes del afamado cineasta que
dirige, disfrazado de anciano y decadente joven Werther, las secuencias callejeras de Berlin Alexanderplatz, he ido
conformando un pequeño álbum para consumo personal que comparto ahora con los
lectores de Siglo en la brisa. De mis
navegaciones por la red he regresado con estas imágenes, mis preferidas entre
las que conozco de un genio del siglo XX cuyo enigma comienza por su propio
rostro.
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Todos los
retratos de Rainer Werner Fassbinder (1945-1982) que conforman este post provienen de internet. Por
desgracia no es fácil dar con los nombres de sus autores: ya se sabe que, en
general, no hay ni el mínimo cuidado por ofrecer los créditos correspondientes.
Ésa debería de ser una de las actividades de la Fundación que lleva su nombre,
y que igual que la de Borges se caracteriza por su cortedad de miras en lo que
se refiere a la política de divulgación de imágenes, que ofrece en pésima
calidad, al contrario de lo que ocurre en centenares de lugares de la red.
El extraordinario retrato
que abre esta entrega de Siglo en la
brisa es del fotógrafo, camarógrafo y actor Peter Gauhe (quien aparece,
entre otras películas de Fassbinder, en Todos
nos llamamos Alí); la imagen pertenece a los archivos del Deutsche
Filmmuseum de Frankfurt, institución que la data en 1970. El último retrato de la serie es de Helmut Newton. Junto a estas líneas puede verse al cineasta alemán en el set de Berlin Alexanderplatz.
Más sobre
cine en este blog:
El sur de Víctor Erice, http://bit.ly/1dLfTiO
Homonimias,
http://bit.ly/1b5H5G9
Buñuel,
memorista inolvidable, http://bit.ly/1d1g5c0
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