Treinta y
un años después, releo las memorias del gran cineasta español y vuelvo a
encontrarme con algunos pasajes que nunca se borraron de la mía. Eso sí: para leerlas
nuevamente he debido de comprar un ejemplar de la edición que circula por estas
fechas ya que la que me acompañó durante todo este tiempo, por cierto la
primera mexicana —producida más que
editada por Plaza y Janés, con el único objetivo de vender ejemplares—, toda
rota, hace rato que debería de haberse ido a la basura.
Todavía antes de
convencerme de renovar su presencia en mi biblioteca, intenté volver a los
recuerdos de Buñuel en la edición de mi primerísima juventud, y en dos o tres sesiones
me vi rodeado de la pedacería sobreviviente haciendo verdaderos malabares para
saber qué seguía a continuación de lo que estaba leyendo.
Después de bendecir a Gutenberg,
y de maldecir a los editores chapuceros, acabé resignándome y compré la edición
de De Bolsillo, la cual en unos años, cuando transcurra el tiempo suficiente para que
quiera volver a leerla, y que con toda seguridad no será tan largo, deberé de
renovar otra vez. Aquel libro y éste pertenecen al género de ediciones que, con
la venturosa llegada de las nuevas tecnologías, están condenadas a desaparecer.
Los
episodios que nunca se fueron de mi memoria, y que por mero sentimentalismo
copio de mi vieja edición descuadernada, son los aquellos en los que Buñuel
recuerda el día que le preguntó a Lorca si era “maricón”, expone sus ideas sobre
el arte blasfematorio, opina sobre la estética “prefabricada” de Gabriel
Figueroa, revela un retrato francamente feo de Pedro Armendáriz y expresa su
opinión sobre la figura pública de Borges —comentario que vale la pena sobre
todo por la frase final.
Para acabar, copio las últimas líneas del libro, tan buenas o más que los otros fragmentos, y en las que el viejo aragonés expresa un simpático
deseo postrero. Una vez releído Mi último
suspiro, me temo que la nueva cosecha de episodios memorables no cabría en
diez o quince entradas de esta página. Este post recupera seis de los que conservé de mi primera lectura, de
los que mi experiencia asegura que son, con toda certeza, inolvidables.
Mi último suspiro (Memorias) [seis
pasajes]
Por Luis Buñuel
[Lorca, homosexual]
Alguien
vino a decirme que un tal Martín Domínguez, un muchachote vasco, afirmaba que
Lorca era homosexual. No podía creerlo. Por aquel entonces en Madrid no se
conocía más que a dos o tres pederastas, y nada permitía suponer que Federico
lo fuera.
Estábamos
sentados en el refectorio, uno al lado del otro, frente a la mesa presidencial
en la que aquel día comían Unamuno, Eugenio D’Ors y don Alberto, nuestro
director. Después de la sopa, dije a Federico en voz baja:
—Vamos
afuera, tengo que hablarte de algo muy grave.
Un poco
sorprendido, accede. Nos levantamos.
Nos dan
permiso para salir antes de terminar. Nos vamos a una taberna cercana. Una vez
allí, digo a Federico que voy a batirme con Martín Domínguez, el vasco.
—¿Por qué?—
me pregunta Lorca.
Yo vacilo
un momento, no sé cómo expresarme y a quemarropa le pregunto:
—¿Es verdad
que eres maricón?
Él se
levanta, herido en lo más vivo, y me dice:
—Tú y yo
hemos terminado.
[En que se señala las posibilidades blasfematorias
del español]
El idioma español es, ciertamente, el más blasfematorio del mundo. A diferencia de otros idiomas, en los que los juramentos y las blasfemias son, por regla general, breves y separados, la blasfemia española asume fácilmente la forma de un largo discurso en el que tremendas obscenidades, relacionadas principalmente con Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Virgen y los Santos Apóstoles, sin olvidar al Papa, pueden encadenarse y formar frases escatológicas e impresionantes. La blasfemia es un arte español.
El idioma español es, ciertamente, el más blasfematorio del mundo. A diferencia de otros idiomas, en los que los juramentos y las blasfemias son, por regla general, breves y separados, la blasfemia española asume fácilmente la forma de un largo discurso en el que tremendas obscenidades, relacionadas principalmente con Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Virgen y los Santos Apóstoles, sin olvidar al Papa, pueden encadenarse y formar frases escatológicas e impresionantes. La blasfemia es un arte español.
En México, por ejemplo, donde sin embargo la cultura
española se halla presente desde hace cuatro siglos, nunca he oído blasfemar
convenientemente. En España una buena blasfemia puede ocupar dos o tres líneas.
Cuando las circunstancias lo exigen, puede, incluso, convertirse en una letanía
al revés. […] Y, ya a que hablo de blasfemia, añadiré que la ciudades antiguas
de España, en Toledo por ejemplo, se veía escrito en la puerta principal de
acceso: Prohibido mendigar y blasfemar,
y ello bajo pena de multa o de un breve período de arresto. Prueba de la fuerza
y la omnipresencia de las exclamaciones blasfemas.
[Pedro Armendáriz y la pederastia]
Por regla general, regla que conoce felices excepciones, un actor mexicano no haría nunca en la pantalla lo que no haría en la vida.
Por regla general, regla que conoce felices excepciones, un actor mexicano no haría nunca en la pantalla lo que no haría en la vida.
Cuando yo
rodaba El bruto, en 1954, Pedro
Armendáriz, que disparaba de vez en cuando su revólver en el interior del
estudio, se negaba enérgicamente llevar camisas de manga corta, las cuales,
decía, están hechas para los pederastas.
Yo le veía
aterrorizado ante la idea de que pudiera tomársele por un pederasta. En esta
película, mientras es perseguido por unos matarifes, encuentra a una joven
huérfana, le pone la mano en la boca para impedirle gritar y, luego cuando los
perseguidores se alejan, como tiene un cuchillo clavado en la espalda, tiene
que decirle:
—Arráncame
eso que llevo ahí detrás.
Durante los
ensayos, le oí de pronto enfurecerse y gritar: “¡Yo no digo detrás!”. Temía que
el solo uso de la palabra “detrás” fuese fatal para su reputación. Palabra que
yo suprimí sin ningún problema.
[Sobre la belleza "prefabricada" de Gabriel Figueroa]
Con Nazarín, rodada en 1958 en México y en
varios bellísimos pueblos de la región de Cuautla, adapté por primera vez una
novela de Galdós. Fue también durante ese rodaje cuando escandalicé a Gabriel
Figueroa, que me había preparado el encuadre estéticamente irreprochable, con
el Popocatépetl al fondo y las inevitables nubes blancas.
Lo que hice fue,
simplemente, dar media vuelta la cámara para encuadrar un paisaje trivial, pero
que me pareció más verdadero, más próximo. Nunca me gustado la belleza
cinematográfica prefabricada, que, con frecuencia, hace olvidar lo que la
película quiere contar y que, personalmente, no me conmueve.
[Borges, presuntuoso y adorador de
sí mismo]
Entre todos los ciegos del mundo, hay uno que no me agrada mucho, Jorge Luis Borges. Es un buen escritor, evidentemente, pero el mundo está lleno de buenos escritores. Además, yo no respeto a nadie porque sea buen escritor. Hacen falta otras cualidades.
Entre todos los ciegos del mundo, hay uno que no me agrada mucho, Jorge Luis Borges. Es un buen escritor, evidentemente, pero el mundo está lleno de buenos escritores. Además, yo no respeto a nadie porque sea buen escritor. Hacen falta otras cualidades.
Y
Jorge Luis Borges, con quien estuve dos o tres veces hace sesenta años, me
parece bastante presuntuoso y adorador de sí mismo. En sus declaraciones
percibo un algo de doctoral (sienta cátedra) y de exhibicionista. No me gusta
el tono reaccionario de sus palabras ni tampoco su desprecio a España. Buen
conversador como muchos ciegos, el Premio Nobel retorna siempre como una
obsesión en sus respuestas a los periodistas. Está absolutamente claro que
sueña con él. […] Naturalmente, si estuviese de nuevo con Borges, quizá
cambiara totalmente mi opinión respecto a él.
[Después de la muerte]
Una cosa lamento: no saber lo que va pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después de la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que no cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba.
Una cosa lamento: no saber lo que va pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después de la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que no cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba.
_________________________
La imagen que ilustra el fragmento sobre Gabriel Figueroa es una foto fija que el gran cinefotógrafo mexicano hizo en 1933, durante la filmación de la película Enemigos de Chano Urueta, según informa la revista Artes de México (número 2, "El arte de Gabriel Figueroa", segunda edición, 1992). El retrato de Borges es de Rogelio Cuéllar. El
resto de las imágenes, como la que abre este post, proceden de sitios en la red en los que lamentablemente no se aclara
autoría.
Algunos
artículos relacionados con esta entrega que pueden leerse sin salir de Siglo en la brisa:
El día que
Compay sobrepujó a Federico, http://bit.ly/19JNxCV
Borges y el
prestigio del sistema decimal, http://bit.ly/1fdQ6RC
Un
personaje de John Ford apellidado Figueroa, http://bit.ly/1b5H5G9
Unas
memorias de América, http://bit.ly/1ftYnBL
No hay comentarios:
Publicar un comentario