viernes, 16 de agosto de 2019

Diez libros de poesía determinantes (1/2)

Me hizo gracia que un poeta mexicano de éxito, a la pregunta de cuáles eran los libros de poesía que tenía en mayor consideración (“los poemarios [sic] que más quería”), contestara con una lista de títulos entre los que no hay ni uno siquiera que haya sido escrito originalmente en español. La provocación que hay en el gesto hubiera sido eficaz si las consecuencias de su preferencia, compuesta principalmente por traducciones, no estuvieran a la vista. No me refiero por fuerza al trabajo de ese escritor, cuya obra conozco apenas, sino a la triste influencia general que las traducciones han ejercido sobre infinidad de poetas nacionales. La lectura del artículo, como sea, me hizo plantearme una pregunta parecida. He aquí, en dos partes, el resultado: una lista de diez libros de poesía que fueron determinantes para mí.

1. Erótica mía: escribiré en tu espalda, de Saúl Ibargoyen
(Editorial Signos, México, 1982)
Salido apenas de la preparatoria, donde tuve un mediocre aprendizaje literario, cayó en mis manos, ya no sé cómo (mi firma en la primera página está seguida de una fecha misteriosamente precisa: 23 de septiembre de 1983), este tomo delgaducho, poco más que un folleto, en el que descubrí que la poesía podía tener la espontaneidad de la conversación. Por esos días tempranísimos, cuando Sergio Vela y yo hacíamos una revista literaria llamada Revista Ulterior, conseguí contagiar mi entusiasmo a mi querido amigo y terminamos publicando en ella uno de los poemas del librito. La soltura prosística de la versificación del poeta uruguayo exiliado en México, salpicada de vulgaridades que no herían demasiado mi sensibilidad todavía sin educar, me hicieron imitarlo en una época de expresión liberadora de la que no sobrevivió ni una línea. 
Muy pronto, es verdad, dejaron de gustarme esos poemas, si es que alguna vez realmente me gustaron, pero nunca dejé de agradecerles el haberme abierto los ojos a una expresión suelta como no la había conocido hasta entonces. Un cuarto de siglo más tarde, poco antes de la muerte de Ibargoyen, cuando coincidí con él como jurado en un premio de poesía de Bellas Artes, le llevé mi ejemplar de su libro y le conté mi historia. Aquel día, 2 de octubre de 2009, el poeta dejó su firma estampada en él.

2. Obras, de Ramón López Velarde
FCE, México, 1979 (Primera reimpresión de la primera edición de 1971)
No recuerdo cuándo ni de qué modo llegué a López Velarde la primera vez. Como sea, un día de 1984, recién cumplidos mis veinte años, me vi repentinamente subido al vagón de un tren camino a Zacatecas, en compañía del amigo que me había descubierto recientemente a Borges. Íbamos en peregrinaje gozoso y solemne al país del cielo cruel y la tierra colorada de López Velarde. En las fotos que conservo del trayecto en tren llevo en las manos un ejemplar de Cuadrivio, el volumen de Octavio Paz que incluye su gran ensayo sobre el poeta, que estaba entre los libros de mi padre. 
En tren, camino a Zacatecas. Junio de 1985.
Foto de Francisco Javier de la Mora
Al poco de volver de aquel viaje compré el tomo de sus Obras, editado por José Luis Martínez para el FCE; fue en la librería de Lecumberri, la vieja prisión hacía no mucho convertida en Archivo General de la Nación, me parece que durante una visita de consulta a ciertos fondos coloniales como discípulo de Dolores Bravo Arriaga. Con los años, López Velarde se convirtió en una de mis máximas querencias, al grado de que terminé escribiendo un libro sobre su obra, el cual apareció en 2014 (Ni sombra de disturbio, Auieo / Conaculta). El misterio de unas atmósferas francamente extrañas, el poderío de un lenguaje con ribetes de fino coloquialismo, virtudes que tardé largos años en entender, primero, y luego en apreciar en su justa medida, me permitieron adentrarme en el mundo de un verdadero poeta. Durante la Feria del Libro de Guadalajara de 2010 compré una nueva edición del libro (segunda edición, de 1990, impresión de 2004), enriquecida con nuevas erratas (algunas de las cuales he señalado en mi libro).

3. Antología de los poetas del 27, de José Luis Cano
Espasa Calpe, Selecciones Austral, tercera edición, Madrid, 1984
Mucho antes que a los poetas del mexicano grupo de Contemporáneos, de quienes, por cierto, ahora me doy cuenta, no hay un solo libro en esta lista, leí y admiré a los poetas de la Generación del 27 en este pequeño aunque robusto volumen amarillo de Selecciones de Austral, uno de los libros que más me acompañaron durante los años de la primera juventud. 
Boleto conservado en las páginas de Antología de los poetas del 27.
Si en sus páginas conocí a Pedro Salinas o Rafael Alberti, por mencionar a los dos que al principio más me interesaron, de ellas salté a los libros de esos poetas determinantes para mí, especialmente a Razón de amor y La voz a ti debida del primero de ellos, y Marinero en tierra —y acaso, sobre todo, La amante— del segundo. La plasticidad del lenguaje y el espíritu de modernidad que había en los poemas recogidos en ese libro fueron bebidos por el imberbe lector universitario que descubría una galaxia de recursos y de ideas que no hicieron sino enriquecer de manera significativa su primeriza visión de la poesía.

4. Lírica popular antigua, de Margit Frenk Alatorre
UNAM, Colección Nuestros Clásicos, México, 1966
El salto era previsible: del Alberti de la imitación popular de Marinero en tierra a la genuina lírica hispánica popular antigua, había solamente un paso. ¿Qué mayor gozo que extraviarse en ese universo atomizado de minúsculas maravillas que llenan las páginas de esa vieja edición de los años sesentas que conseguí como saldo por un puñado de pesos, ya no recuerdo dónde? Años más tarde compré la edición de Cátedra del mismo libro, desde luego, puesto al día por la propia Margit (quien para entonces ya no añadía a su nombre el apellido de su marido), pero que, la verdad, jamás he consultado casi, invitado siempre a volver a las páginas de la edición más antigua. 
La gran Margit Frenk, en su casa de Tlalpan. 
20 de noviembre de 2015. Foto: FF
Aquellos mínimos y felices poemas me animaron a intentar yo mismo, con la perspectiva proporcionada por Alberti, quien lo había hecho con fortuna desde la adolescencia, algunos experimentos con la lengua de mi entorno y día, y algunos resultados están ya en la primera colección de poemas que publiqué, cosa que ocurrió en 1990, en la colección Cuadernos de Malinalco de Luis Mario Schneider, con el título de El ciclismo y los clásicos (hay una segunda edición, hecha por Miguel Ángel de la Calleja en 2012). Imposible, al menos para mí, acercarse a la infinita gracia de aquella poesía en buena medida anónima, en donde vive el espíritu de la lengua (si existe algo parecido, como debería).

El 20 de noviembre de 2015 visité, en su casa de Tlalpan, a Margit Frenk; el propósito, entrevistarla sobre El Quijote para mi programa de radio. Ese día le pedí que plasmara su nombre en una de las primeras páginas de aquella vieja edición de su precioso libro.



5. Cancionero de Romances viejos, de Margit Frenk
UNAM, Nuestros Clásicos, tercera edición, México, 1984
Sólo ahora me doy cuenta de que el siguiente libro es también una edición de Margit Frenk. En mi descargo diré que para entonces, allá, a mis 22 años, aunque estudiaba ya en la Facultad de Filosofía y Letras, yo no tenía ni idea de quién era ella. Además, la edición a la que me refiero se pierde en mi biblioteca entre otras, por lo menos cinco, dedicadas a ese género portentoso de poesía en lengua castellana del que me hice asiduo lector a mediados de la década de 1980. Fue en este preciso ejemplar, ahora prácticamente roto, en el que estudié por vez primera las extensas tiradas de octosílabos con rima en los versos pares que llamamos romances, y me di cuenta y gocé intensamente por vez primera de su enorme belleza. 
La prueba es que todo el libro está marcado con ese tipo de anotaciones de quien, más que leer, estudia, y va dejándose señales para volver sin pérdida de tiempo a los lugares específicos que le han impresionado. Patrones acentuales, recurrencias vocálicas, rimas inusitadas, todo un taller de escritura poética que resultó extraordinariamente aleccionador, mucho más que las plúmbeas lecciones que se impartían a unos pasos de donde estaba yo leyendo. Creo recordar que fue en las páginas de este libro donde leí esos versos que tanto me gustaron, “todos son moros astrosos, / moros de poca valía…”, sobre los cuales marqué la recurrencia de la cuarta vocal, siempre acentuada... ¿Y estos otros, que luego recuperé, por razones que no vienen al caso, en mi libro sobre López Velarde?: “las teticas agudicas / que el brial quieren romper…”


Segunda parte: https://bit.ly/35klcqK
____________________
Más sobre poesía en ese blog:
Lope de Vega, http://bit.ly/9ZpQ2U 
Macedonio Fernández, http://bit.ly/wZS9zU
César Vallejo, http://bit.ly/yNbYFH
Wendell Berry, http://bit.ly/Qmlyjl
Ángel González, http://bit.ly/1INUvry
El Capitán Aldana: http://bit.ly/1yS7C7B





No hay comentarios:

Publicar un comentario