Me vino la idea hace un par
de años, al poco de conocer a la fotógrafa Martirene Alcántara, cuyas imágenes ilustraron el número que la revista
Artes de México acababa de dedicar al arquitecto Carlos Mijares en el que
yo también colaboré.
Temeraria como es, Martirene se
había internado en una zona peligrosa de Michoacán para fotografiar, en un lugar amenazantemente llamado La Coyota, cierta capilla que ni siquiera
Mijares había visto más que en obra negra. Lo había hecho contra el consejo del
director de la policía estatal, porque quería hacer una entrega lo más completa
posible de materiales para el número monográfico que la revista preparaba en
homenaje a nuestro amigo arquitecto.
La idea me vino tan de pronto, que fue casi como una inspiración: Alcántara, ¿no era precisamente ése el
apellido de aquel pintor al que había yo conocido una tarde de mediados de los
años ochentas en la casa de Jorge Carrión? Sin duda, me interrumpió ella antes de acabarle de dar todos los detalles, sin ninguna duda a quien había conocido en casa de los
Carrión era su padre, Ernesto Alcántara. La cosa estuvo todavía más nítida para
ella en cuanto le conté la escena, que puedo ubicar con toda precisión en
1986 porque ese año está firmado el dibujo que Alcántara me regaló aquella
vez, por cierto el primero de los dos que aparecen en esta historia, y que
he atesorado durante casi tres décadas.
Visitaba yo a Jorge, Conchita
y Camila Carrión en su casa a un costado de la carretera vieja a Cuernavaca; en
la sala había otro amigo de la familia, un hombre largo y flemático, de bigote
y pipa, que no hizo otra cosa que dibujar durante el tiempo que duró mi visita. No recuerdo que haya dicho una sola palabra; alzaba los ojos y
echaba un vistazo rápido, aquí o allá, y se hundía nuevamente en una hoja de
papel, que apoyaba en unas guardas de piel clara y flexible. De cuando en
cuando, con un movimiento gracioso y rítmico, me di cuenta, salpicaba sus
trazos con el agua de un vaso que tenía delante.
En una de ésas, para mi
sorpresa, se volvió a mí y me extendió una hoja de papel con una retrato de mi
persona, resuelto en unos pocos, hábiles, trazos.
Como Jorge Carrión le había
dicho, por supuesto que nunca sin su característica ironía, que yo estaba interesado en la poesía, Alcántara me dibujó
de toga y con una rama de laurel, igual que si fuera un
poeta romano. Tanto me gustó aquel dibujo que lo enmarqué y lo tuve durante los
primeros años cerca de mí, colgado al lado de la cabecera de mi cama. Un día,
unos años más tarde, preparándome para irme de México una larga temporada,
cuando desmonté el departamento en que el vivía, aun me tomé el cuidado de
desenmarcarlo para que se conservara de la mejor manera.
Hace un par de años, más de
un cuarto de siglo después de aquella tarde de 1986, Martirene me contó que su padre,
que para entonces había rebasado los ochenta años, vivía prácticamente retirado
del mundo en una casa construida por él mismo en Nepantla, en el límite de los
estados de México y Morelos. Allí, con la única compañía de sus perros, se
dedicaba a trabajar: pintura al óleo, dibujo, grabado.
Dos temas lo rondaban con
la fuerza de la obsesión: el volcán Popocatépetl, que al que tenía siempre a la
vista, y que dibujaba cada vez que podía, y Sor Juana Inés de la Cruz, que nació
precisamente por esos rumbos, en la Hacienda de Panoayan, a no muchos
kilómetros de su casa.
Con toda naturalidad se armó el
plan de ir a visitarlo. Mi idea era llevarle el retrato, desde luego, para ver
si se acordaba de aquella vieja tarde en casa de los Carrión. Pasé dos días
agradabilísimos con él: la conversación, desde luego, pero también el famoso
clima de Nepantla, las vistas del Popocatépetl, las comidas...
Una parte sustanciosa de la
plática la ocupó su obra, que cuelga de las paredes de su casa, en todas las técnicas y los tamaños
posibles, y que puede verse incluso pintada sobre las
paredes mismas –como en la cocina, en donde don Quijote comparte un refrigerio con
Sor Juana–; la charla pasó la historia de las generaciones de sus perros a la obra de otros, de Enrique Climent a Durero o Rembrandt; hablamos también de mi madre, de
quien le llevé uno de los discos que ella grabó hace un par de lustros, y que oímos la
tarde del primer día por lo menos tres veces seguidas mientras bebíamos
tequila, debajo de su veranda con vista al volcán, y también después, mientras
devorábamos una exquisita cecina de la vecina Yecapixtla, que él había ido en persona a
comprar aquella mañana.
Con el primer trago de
tequila, le mostré el retrato de 1986. Martirene me había advertido que era
raro que retratara a nadie que no conociera, y que seguramente aquella vez, en casa de los Carrión, lo había hecho quizás porque algo en mí le había caído bien; también
me dijo que su padre no acostumbraba beber más de una copa antes de pasar a la mesa. Ambas
cosas quedaron desmentidas una vez que empezamos a conversar. De hecho, una vez
que vaciamos ya no sé si el segundo o el tercer caballito, Alcántara se ausentó
discretamente y volvió con los bártulos para hacerme un segundo retrato.
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Una serie de notables volcanes de Ernesto Alcántara ilustra el suplemento cultural de la revista Este País de este mes (número 292, de agosto de 2015).
Las fotos que ilustran este post, con la excepción de la imagen de El Quijote y Sor Juana en la cocina de la casa de Nepantla, son de Martirene Alcántara (a la derecha de estas líneas, con su padre), a quien agradezco su apoyo para la realización de esta entrega de Siglo en la brisa.
Las fotos que ilustran este post, con la excepción de la imagen de El Quijote y Sor Juana en la cocina de la casa de Nepantla, son de Martirene Alcántara (a la derecha de estas líneas, con su padre), a quien agradezco su apoyo para la realización de esta entrega de Siglo en la brisa.
El museo imaginario de Marcel Proust, http://bit.ly/V3ICep
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