Para nada recordaba la imagen; vaya, estoy seguro
de que ni siquiera la conocía: no recuerdo que Alberto me hubiera hecho ningún retrato nunca, al revés de como me ocurre a mí con él, que lo he fotografiado en diversas ocasiones a lo largo de los años, la más memorable de ellas en la pequeña terraza de su viejo despacho de la colonia
Nochebuena.
Y de pronto, el pasado sábado 7 de febrero, cuando acudo
a un cumpleaños en la azotea de la última obra terminada de mi amigo
arquitecto, edificio esbelto y hermoso cuyo perfil se distingue sobre la
avenida Constituyentes delante del bosque de Chapultepec –y en donde, por
cierto, tiene actualmente su despacho–, Alberto Kalach me recibe con una
fotografía de cuya existencia yo no tenía ni la más remota idea. Según me explica,
me la tomó él mismo, lo que no puede haber ocurrido sino allá por los años en que más lo frecuenté, entre 1986 y 1988, por los días exactos en que aprendí las bases del oficio editorial.
Varias veces he contado que fue echando mano de su
papelería y sus lápices, en las oficinas que él compartía con uno de mis
primos, en donde elaboré por primera vez una publicación en condiciones más o
menos profesionales, quiero decir que yo mismo, sin que mediara siquiera un
tipógrafo o un diseñador, y siempre atento a los oportunos consejos del entonces joven arquitecto. (La historia de la
revista Alejandría la he contado ya
en este blog; la liga, al calce).
Y a pesar de que no recuerdo el momento en
que fue tomada la foto y de que ni siquiera tengo, por confusa que pudiera parecerme, la imagen de Alberto con una cámara en las manos, el retrato tiene todo el sello de la visión de mi talentoso
amigo: su buen gusto, su equilibrio compositivo, la escala perfecta de los valores
y los matices. Además, no me cabe ninguna duda de que el lugar que aparece en ella es
uno de los rincones del último piso de su despacho de la calle de Atlanta, a un
costado de la plaza de toros de la ciudad de México. (Curioso cómo se va
trazando la cartografía personal de las ciudades: el pequeño departamento de
Juan Almela, a quien estaba a punto de conocer por esos
exactos días, estaba a menos de diez minutos caminando de ahí.)
No es imposible que alguno de los papeles que se ven sobre el escritorio, debajo de las plantillas de círculos o los plumones, sea la copia
de la carta de Proust que puso en mis manos la señora Rosenblueth a la que me referí en Contra la fotografía de paisaje y que acabó en la basura con el resto de los materiales de uno de los números de Alejandría. Como sea, la regla T, la
escuadra y las plantillas, el estuche del leroy, el dibujo de la fachada fijada con tachuelas, el fólder con el
escudo de la UNAM, y todavía atrás de mí, fuera de foco, el banco clásico del
restirador arquitectónico, todo eso forma parte del escenario y la utilería del lugar en el
que me convertí en editor. La pura nostalgia y dos o tres recuerdos relacionados
con la creatividad y la camaradería dictan que aquellos años, los de mis
ventipocos, hayan sido de gran felicidad. Por una vez no tengo la intención de contradecirlos.
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Más sobre
Alberto Kalach (a la derecha de esta nota, en el último retrato que le he hecho, y en el que aparece con su hijo Marco) en este blog:
Recados memorables, http://bit.ly/1zOOkzz
La obra maestra de Carlos Mijares, http://bit.ly/1pVjqTH
Alejandría
en Siglo en la brisa:
La revista, http://bit.ly/1cPgFw9
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