Estaba el
libro desde hace tanto tiempo en mi biblioteca que ya me parecía que su
autor, José Moreno Villa, era una especie de pariente más o menos lejano del
que mucho había oído aunque jamás hubiera tenido la experiencia directa de
tratarme con él.
Exactamente el mismo efecto produce en mí su lugar en la
historia de la literatura: como fue tutor de Lorca, de Alberti, de Prados,
acaso de Cernuda, mis sentimientos hacia él son los mismos, o casi los mismos,
de quienes conformaron aquel grupo de grandes poetas que tanto lo quisieron: un
cariño que sólo puede describirse correctamente como entrañable –en mi caso,
claro, dado por interpósita persona, pero de la manera más legítima y natural.
Por
fin, la penúltima semana de diciembre lo leí; no fue cualquier semana: fue la
del internamiento y la muerte de mi querido amigo Juan Almela, lo que quiere
decir que durante esos días anduve particularmente sensible y emotivo, en especial a todo lo que perteneciera al ámbito de la familia, mucho más si estuviera relacionado
de cualquier forma con lo ibérico y sobre todo con lo que tuviera que
ver, de la manera que fuera, con el exilio español. Y eso, precisamente eso, es Moreno Villa.
Por
supuesto, el libro, llamado Vida en claro, me
encantó, para empezar porque pertenece a ese género literario que tanto me gusta, el
momorialístico. Sirva este post para reproducir algunos pocos, breves, fragmentos:
uno sobre el sentimiento gótico, como mi amigo Almela definía al amor; los
otros son un puñado de retratos: de Alfonso Reyes, de Machado, de Alberti. Por
último, una página sobre el miedo. Tomo los textos de mi vieja edición de Vida en claro, la autobiografía de
Moreno Villa publicada por el Fondo de Cultura Económica por vez primera en
1944. El ejemplar que está en mi biblioteca pertenece a la primera reimpresión,
de 1976.
[Sentimiento gótico]
Para
un andaluz joven y recién salido de su ambiente, un monumento gótico es algo
inexplicable. Las torres como lápices afilados, los arbotantes como muletas de
tullido, las puertas abarrotadas de imágenes alfeñicadas, la piedra toda ahora horadada,
perforada, convertida en flores y hojas. Sospechaba que aquello quería decir
algo, que no era un delirio del hombre. Lo que no sospechaba era que, con el
tiempo, yo mismo iba a sentir en gótico, es decir, que aquella fuga ascendente de
la piedra respondía al anhelo de un san Juan de la Cruz y a todo auténtico
lirismo. (Páginas 65-66)
[Antonio Machado]
Recuerdo
bien dónde lo vi por primera vez. Estaba parado en la puerta del Ateneo. Yo
venía con Juan Ramón, que me dijo: –Mire, aquél es Antonio Machado. –¿Aquél tan
sucio?, le pregunté. –Sí.
Además
de sucio era distraído. Una tarde, me senté a su mesa en el café Kutz. Estaban
con él su hermano Manuel y un tal Fernández que sabía de teatro. Éste y Manuel
estaban fumando, yo saqué mi petaquilla, tomé un cigarro; y como los que yo
fumaba no solía gustar los españoles, no le ofrecí a Antonio. Éste, sin
embargo, distraído, y creyendo que yo le había dado uno, encendió una cerilla y
se la aplicó a los dedos llevados a la boca.
Andando
por la calle parecía uno de esos eternos cesantes que nadie sabe de qué viven.
Daba también la impresión de que venía de muy lejos, con muchas leguas de
carretera atrás y que iba hacia otros parajes que los demás mortales. ¡Qué
suyos aquellos versos: “Yo voy soñando caminos…”!
Alguna
vez subió hasta mi cuarto de la Residencia de Estudiantes a escuchar mis
últimas poesías. Éste gesto de llaneza, de humildad, me conmueve todavía.
Porque hay que pensar en que él era una gran figura yo no pasaba de
principiante.
La
última vez que le vi fue en Valencia. Salimos de Madrid en el mismo camión.
Llevaba ocho o nueve personas de la familia. Hicimos noche en el entonces
terrorífico pueblo de Tarancón, y su pobre madre tuvo que dormir en el suelo.
[Alfonso Reyes]
Reyes
[…] era cortés y agudo, con infinitas alusiones literarias perfectamente
encajadas. En sus ojos vivaces reía siempre un pensamiento que volaba o se
detenía para enseñarnos el colorido tropical de su plumaje. Parece mentira que
entonces le quedasen ganas de bromear; atravesaba la peor época de su vida;
tenía que ganarse el pan familiar a punta de estilográfica. Él inició en
Madrid, en El Sol, la crítica de cine. Luis Bello, el periodista, decía que
Reyes era un prócer de las letras hispanas. (Página 99)
[Rafael Alberti]
Un
muchacho nuevo se acercó a este grupo de la Residencia. Era andaluz y alegre.
Decía que pintaba, pero lo único que yo vi suyo en poder de Federico no valía
nada. Pronto habría de sorprendernos con un libro de poemas frescos y
luminosos, que yo defendería acaloradamente en el Jurado para el premio de
literatura del año 24. Era Rafael Alberti. Quiero contar esta escena del Jurado
sin omitir mi metedura de pata. Lo constituíamos Menéndez Pidal y el Conde de la
Mortera (Gabriel Maura y Gamazo) para lo histórico, Arniches para el teatro,
Antonio Machado yo para la poesía. Tal vez me olvide de alguien. Como
secretario, Gabriel Miró. La cosa marchó perfectamente hasta que tocamos a la
poesía. Maura propuso en primer lugar al llamado “Pastor poeta”. Yo me opuse
inmediatamente. Mauro argumentó con una frase poco feliz: –Su poesía huele a lana
y a chorizo. –Basta eso –repliqué– para que una poesía dé asco. Y aquí fue mi
metedura. Continué diciendo: –Eso es tan repulsivo como la pintura de don Luis
Menéndez Pidal, ahumada y renegrida como las morcillas. Con el acaloramiento,
no pensé que estaba delante su hermano Ramón. Intervino Miró hábilmente y todos
me dijeron que diera yo un nombre para primer premio. –Pocas veces estoy tan
seguro de votar con acierto como ahora; el poeta que se anuncia en este
concurso como valor de trascendencia es Alberti con su libro Marinero en tierra. Entonces Antonio
Machado, que había permanecido mudo, convino en que sí, que era lo mejor. Maura
y todos aceptaron, pero aquel Conde llevaba otro candidato, además del “Poeta
pastor”, y era Gerardo Diego. Propuso entonces que se dieron un segundo premio,
trasladando el de teatro la poesía. Y así se hizo. (Página 118)
[Miedo]
Cuando
se agudizó el cerco a Madrid y la metralla penetraba por las ventanas del Archivo,
deje de ir. Hablé con Navarro Tomás, por ser viejo funcionario del Cuerpo de
Archivos, y me dijo que debía inscribirme en las milicias de la FETE. Aquella
misma tarde lo hice. Por cierto que al ir en busca de Navarro, en la calle de
Medinaceli, me encontré de pronto solo en la plaza de las Cortes al tiempo que
pasó un auto, volado, lleno de forajidos que asomaban sus escopetas por las
ventanillas y me miraron con sospecha. Si hubieran podido contener la velocidad
excesiva que llevaban o la prisa que tenían y me hubieran reclamado papeles de
identificación, a estas horas sería polvo en cualquier derrumbadero madrileño.
Porque yo andaba sin papeles de filiación alguna. Madrid estaba verdaderamente
medroso, en esta época de los incontrolables. Y es curioso el fenómeno del
miedo: no lo sentía cuando bombardeaban, ni ante la posibilidad de que cayera
en manos militares enemigas, pero sí cuando se acercaba el hombre fiera, que
sin saber leer ni entender las explicaciones exigía papeles de identificación. (Páginas
212-213)
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Más memorias
en ese blog:
Federico
Álvarez reconstruye su infancia, http://bit.ly/1DqTNgl
Pasajes inolvidables de Buñuel, http://bit.ly/1FpmNv3
Claudio
Isaac recuerda al cineasta Alberto Isaac, http://bit.ly/1OtTehO
Sobre la foto de grupo que abre este post: se trata de [cito] “la ‘Orden de Toledo’, en plena inacción. De izquierda a derecha, Pepín
Bello, José Moreno Villa, María Luisa González, Luis Buñuel, Salvador Dalí y
Federico García Lorca”. Tomados, la foto y el pie, de http://willygchristmas.wordpress.com/2014/01/
La
foto que ilustra el último texto pertenece al archivo de la agencia EFE. La tomo
prestada de http://bit.ly/1OtVDsQ, donde
es descrita con estas palabras: “En la calle de San Luis de Madrid yacen las
víctimas del bombardeo de las fuerzas nacionalistas durante la Guerra Civil
Española.”
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