La confusión campea de tal manera entre nosotros que los
“buenos”, los “bienpensantes” y los “políticamente correctos” aprovechan para
colocarse en la primera esquina a modo, se trepan a un banquito y vociferan
sobre todo género de asuntos. No satisfechos con eso, a veces blanden una tea
ardiente y salen a quemar herejes. Las cosas ocurrieron en España en 2005, de
esta manera o de cualquier otra: alguien, quizás el columnista de un periódico,
alzó la voz para denunciar que el Diccionario
de ideas afines de Fernando Corripio publicado por Herder asociaba la
palabra “homosexual” con “pervertido”, “vicioso” y “depravado”. Si reparé en el
artículo, yo que suelo ser escéptico respecto a lo que leo en los diarios, es
porque se refería a un libro al que le tengo particular aprecio.
Anduve por vez
primera entre sus páginas en la casa de una amiga en la que me hospedé durante
un viaje, y me acostumbré tan pronto a él que en cuanto pude me compré el
ejemplar que me ha acompañado durante los últimos doce años.* Si bien son
varios los diccionarios que tengo cerca mientras trabajo, con la única excepción
del diccionario académico que nunca veo en otro sitio que no sea internet, sin
ninguna duda es el de Fernando Corripio el que más consulto.
Desde el primer instante estuve de acuerdo con la denuncia:
me indigna que alguien pueda ver siquiera una remota afinidad entre esas
palabras. Sin embargo, después de pensarlo un momento maticé mi enojo al
recordar que su identificación –por simple ignorancia, estúpido prejuicio y
hasta mala fe– está muy enraizada en nuestras sociedades, y un libro de esa
naturaleza recoge lo que está en el aire y no lo que debería estar. Un diccionario no es un tratado de ética y mucho
menos de buenas costumbres. Vaya: ni siquiera necesariamente de corrección
lingüística. Aunque sea doloroso, mucha gente asocia unas ideas con otras y el
diccionario las recoge en consecuencia. Todo quedó ahí… por unas horas.
Dos o tres días más tarde un segundo comentarista subía el
tono de la denuncia: argumentaba que no podían tolerarse hechos así en una
sociedad europea como la española del siglo XXI, que no correspondían con el
sueño de libertades civiles de millones de ciudadanos, y sugería la posibilidad
de sancionar al responsable –el cual, por cierto, a pesar de los esfuerzos de
los periodistas por encontrarlo, no aparecía por ningún sitio… –.
Alguien más,
que sintió que esa falta de comparecencia hacía más indignante la situación,
añadió que había que insistir en localizarlo poco menos que para ir a sacarlo
de su cubículo, de las barbas homofóbicas si era necesario, y denunciarlo
judicialmente por su inadmisible ofensa a los derechos de la comunidad
homosexual. Para entonces, una asociación de gays y lesbianas catalanes
conseguía detener la distribución de ejemplares y hablaba de demandar a los
editores… De pronto me pareció que las cosas llegaban demasiado lejos: sin
olvidar el disgusto que a mí mismo me había provocado la entrada, pedir que su
autor ardiera en leña verde, tasajear su cuerpo hasta convertirlo en un amasijo
aleccionador de órganos regados por la calle, francamente me pareció excesivo.
El final de la historia debería de haber avergonzado a
quienes participaron en aquel intento de quema pública: una notita en una
esquina del mismo periódico informaba unos días más tarde que Fernando Corripio
había resultado ser un filólogo respetable, buen conocedor de los americanismos
(cosa sumamente meritoria en un filólogo peninsular), traductor de algunas
novelas (al parecer de Daniel Defoe y hasta de Dostoievski), y que su Diccionario de ideas afines había sido
publicado por vez primera hacía más de veinte años. Pero lo peor venía a
continuación: el monstruoso ofensor de los derechos de los homosexuales llevaba diez años... muerto. Aunque durante los siguientes días me cuidé de
revisar el periódico, nadie volvió a decir ni media palabra. Sin que nadie los
molestara, los adalides del pensamiento correcto se bajaron discretamente de su
banquito, refrenaron por un momento los ímpetus inquisitoriales y se fueron en
búsqueda de otra esquina.
* El Diccionario de
ideas afines de Fernando Corripio reúne alrededor de 3 mil artículos principales y cerca de 25
mil entradas secundarias, que suman unas 400 mil voces agrupadas por ideas
—según el dato aportado por el propio autor—, desde la hermosa y extraña ababol (“papaverácea, amapola,
adormidera”), hasta zutano (“mengano,
fulano, perengano”).
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La foto del personaje barbado pertenece al libro A book of beards, de Justin James Muir. La tomo prestada de la red.
Este texto apareció en el número del mes pasado (109, octubre de 2013) de
la revista Algarabía.
Otras colaboraciones en la revista que dirige María del Pilar Montes de Oca Sicilia, y que han sido recogidas en este blog:
Limones, http://bit.ly/17uWylY
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