Precisamente
cuando consideraba dedicar un post al poema juvenil de Marcelino Menéndez Pelayo, aparece en mi auxilio Antonio
Alatorre. El filólogo jalisciense hizo la crítica de un autor que llevó
al absurdo sus admiraciones pelagianas, y comentó de paso la Epístola. Agradecido y entusiasmado, yo,
que acabo de dar con su concisa descripción de la naturaleza de unos versos publicados
por primera vez hace más de 130 años, he decidido servirme de sus palabras para
presentar el poema a los lectores de Siglo
en la brisa.
Mi
agradecimiento va también para Fernando Escalante Gonzalbo, quien hace un par
de semanas me regaló dos libros de Alatorre editados por El Colegio de México: Ensayos sobre crítica literaria, en el que
aparece la oportuna nota, y Estampas,
una extraordinaria serie de semblanzas de Juan Rulfo, Juan José Arreola, Octavio Paz, María Rosa
Lida de Malkiel o Alfonso Reyes, entre otros, que he leído de un gozoso tirón. A
continuación reproduzco el poema, antecedido por la nota. Sólo me resta añadir
que la Epístola me gusta más que a Alatorre, cosa que confirmo ahora que vuelvo a ella por tercera o
cuarta vez. Si bien comparto la opinión del gran filólogo, que la considera apenas una curiosidad de la historia de la literatura española, nunca deja de seducirme la emoción que el jovencísimo Marcelino logró poner en los mejores momentos de su carta al poeta de Venusia.
"La Epístola a Horacio de Menéndez Pelayo,
aplaudidísima en otros tiempos y tenida por joya poética, ocupa hoy una vitrina
modesta, aunque bien merecida, en el museo de curiosidades históricas. En 1876,
cuando la compuso, tenía Menéndez Pelayo veinte años apenas, pero ya había
publicado varios escritos de erudición y de crítica que habían dejado
sorprendidos a sus profesores. Lo que Saint-Beuve fue en el siglo XIX para las letras
francesas, o Francesco de Sanctis para las italianas, o Saintsbury para las
inglesas, eso o algo por el estilo iba a ser Menéndez Pelayo unos cuantos años
después para la literatura de lengua española. Pero seguramente ningún gran
crítico ha iniciado su carrera con una declaración de ideales estéticos tan
hecha ya, tan de una pieza, tan impresionantemente monolítica. Cierto es que,
con el correr de los años, Menéndez Pelayo fue haciéndose menos tieso, menos
dogmático y más flexible, pero sus axiomas críticos, los principios en que se
fundaba para llevar a cabo la tarea básica de la crítica literaria —la tarea
elementalísima de distinguir entre lo que “sirve” y lo que “no sirve”—,
siguieron siendo, en líneas generales, los asentados ya en la “Epístola a
Horacio”. Este poema de casi doscientos cincuenta endecasílabos sueltos es una
rendida declaración de amor al poeta romano:
La belleza
eres tú: tú la encarnaste
como nadie
en el mundo la ha encarnado…
y es también un enfático rechazo a las 'nieblas hiperbóreas', o sea de todo aquello que en la poesía moderna se inició con la revolución romántica: desde Hölderlin y Novalis hasta, digamos, Baudelaire".
y es también un enfático rechazo a las 'nieblas hiperbóreas', o sea de todo aquello que en la poesía moderna se inició con la revolución romántica: desde Hölderlin y Novalis hasta, digamos, Baudelaire".
Antonio Alatorre
(Ensayos sobre
crítica literaria, primera edición corregida y aumentada,
El Colegio de
México, 2012, pp. 161-162.)
Epístola a
Horacio
Marcelino Menéndez Pelayo
Yo guardo con amor un libro viejo,
de mal papel y tipos revesados,
vestido de rugoso pergamino.
En sus hojas doquier, por vario modo,
de diez generaciones escolares,
a la censoria férula sujetas,
vese la dura huella señalada.
Cual signos cabalísticos retozan
cifras allí de incógnitos lectores,
en mal latín sentencias manuscritas,
lecciones varias, apotegmas, glosas,
escolios y apostillas de pedantes,
innumerables versos subrayados,
y addenda y expurganda y corrigenda,
todo pintado con figuras toscas
de torpe mano, de inventiva ruda,
que algún ocioso en solitarios días
trazó con tinta por la margen ancha
del tantas veces profanado libro.
Y ese libro es el tuyo ¡oh gran maestro!
mas no en tersa edición rica y suntuosa;
no salió de las prensas de Plantino,
ni Aldo Manucio le engendró en Venecia,
ni Estéfanos, Bodonis o Elzevirios
le dieron sus hermosos caracteres.
Nació en pobres pañales: allá en Huesca
famélico impresor meció su cuna:
ad usum scholarum destinóle
el rector de la estúpida oficina,
y corrió por los bancos de la escuela,
ajado y roto, polvoroso y sucio,
el tesoro de gracias y donaires
por quien al Lacio el ateniense envidia.
¡Cuántos se amamantaron en sus hojas,
a cuántos quitó el sueño ese volumen,
lidiando siempre por alzar el velo
que tus conceptos al profano oculta!
¡Cuánto diste suavísimo deleite
a quien perseveró en la ruda empresa,
y cuánto de sudor y de fatiga
a ignorantes y estólidos alumnos!
Hiciste germinar a tu contacto
miles de ideas en algún cerebro,
llenástele de luz y de armonía,
y al influjo potente de tu ritmo,
el ritmo universal le revelaste.
Por ti la antigüedad se alzó a sus ojos;
por ti Venus Urania, de los cielos
bajó a las mentes de adorarla dignas
y allí habitando cual perfecta idea
dio vida a su pensar, norma a su canto,
¡Cuánta imagen fugaz y halagadora,
al armónico son de tus canciones
brotando de la tierra y del Olimpo,
del escolar en torno revolaban,
que ante la dura faz de su maestro
de largas vestimentas adornado,
absorto contemplaba sucederse
del mundo antiguo los prestigios todos:
clámides ricas y patricias togas,
quirites y plebeyos, senadores,
filósofos, augures, cortesanas,
matronas de severo continente,
esclavas griegas de ligera estola,
sagaces y bellísimas libertas,
aroma y flor en lechos y triclinios,
múrrinos vasos, ánforas etruscas:
en Olimpia, cien carros voladores,
en las ondas del Adria, la tormenta,
en el cielo, de Júpiter la mano,
la Náyade en las ondas de la fuente,
y allá en el valle tiburtino oculta
la dulce granja del cantor de Ofanto,
por quien los áureos, venusinos metros
en copioso raudal se precipitan
al ancho mar de Píndaro y de Safo.
Yo también a ese libro peregrino,
arca santa del gusto y la belleza,
con respeto llegué, sublime Horacio:
yo también en sus páginas bebía
el vino añejo que remoza el alma:
todo en ti lo encontré, rey de los himnos,
mente pelasga, corazón romano,
el vuelo audaz, la sentenciosa flecha,
la ática sal, las mieles del Himeto.
El ditirambo que a los cielos toca,
el canto de Eros que inspiró Afrodita,
el Otium Divos que la mente aquieta,
y el júbilo feroz con que en las cumbres
del Citerón, en la ruidosa noche,
su leve tirso la Bacante agita.
La belleza eres tú: tú la encarnaste
como nadie en el mundo la ha encarnado.
A tu triunfal corona las preseas
Grecia engarzó de su mejor tesoro:
rindióte Jonia las melosas voces
con que Anacreón arrulló a Batilo,
Tebas el ritmo en que de Dirce el genio
loara al púgil en la lid triunfante
y al vencedor en la cuadriga rauda:
del enemigo de Licambo hubiste
el crudo hierro convertido en yambo,
la alada estrofa en que de Cleis la madre
supo inflamar con férvidos amores
a bien trenzadas vírgenes lesbianas,
y el son de Alceo, entre borrascas hórridas,
al opresor de Mitilene infausto.
Todo, rey de la lira, lo abarcaste,
pusiste en todo la medida tuya,
el ne quid nimis ¡sobriedad eterna!
la concisión, secreto de tu numen.
En torrentes de números sonoros
despéñase tu ardiente fantasía,
mas nunca pasa el término prescrito
por la armónica ley que a los helenos
las hijas de Mnemósine enseñaron.
¡Tiempo feliz de griegos y latinos!
Calma y serenidad, dulce concierto
de cuantas fuerzas en el hombre moran,
eterna juventud, vigor eterno,
culto sublime de la forma pura,
perenne evocación de la armonía!
¡Bárbaros hijos de la edad presente!
Horacio, ¿lo creerás?, graves doctores
afirman que los hórridos cantares
que alegran al sicambro y al scita
o al germano tenaz y nebuloso,
oscurecen tus obras inmortales
labradas por las manos de las Gracias,
cual por diestro cincel mármol de Paros.
¡Lejos de mí las nieblas hiperbóreas!
¿Quién te dijera que en la edad futura
de teutones y eslavos el imperio
en la ley, en el arte y en la ciencia
nuestra raza latina sentiría,
y por nombres por ti no pronunciables,
porque en tu hermosa lengua mal sonaran,
el habla de los dioses enturbiando,
tu nombre borrarían?
Orgullosos
allá arrastren sus ondas imperiales
el Danubio y el Rhin antes vencidos.
Yo prefiero las plácidas corrientes
del Tíber, del Cefiso, del Eurotas,
del Ebro patrio o del ecuóreo Betis.
¡Ven, libro viejo, ven, alma de Horacio!
Yo soy latino y adorarte quiero:
anímense tus hojas inmortales.
Que Régulo otra vez alce la frente,
y el beso esquive de la casta esposa,
y el pueblo aparte que su paso impide
y a los tormentos inmutable torne:
que entre las ruinas del vencido mundo
caiga el atroz Catón nunca domado:
que Druso a los Vindélicos aterre,
como el ave de Jove fulminante
desciende sobre tímida bandada:
que las torres de Ilión maldiga Juno,
dos veces humilladas en el polvo,
de Laomedón por la perfidia insana,
por el inicuo juez y la extranjera:
que de Palas la égida sonante
a los Titanes otra vez resista:
que las Danaides el acero empuñen
y en sangre tiñan los nupciales lechos:
que el níveo toro a la de cien ciudades
Creta, conduzca la robada ninfa;
que los corceles del rugiente trueno
lance el Saturnio por el aire vago,
y se estremezca desquiciado el orbe,
mas nunca el pecho del varón constante.
¡Ven, libro viejo, ven, roto y ajado!
Quiero embriagarme de tu añejo vino,
a Baco ver entre escarpados montes,
a Fauno amante de ligeras ninfas,
a Hermes facundo y al intonso Cintio!
Quiero vagar por los amenos bosques
donde la abeja susurró de Tíbur,
y en los brazos de Lidias y Gliceras
posar la frente, al reclinar la tarde,
orillas de la fuente de Blandusia;
o ante la puerta de la dura Lyce
que el Aquilón con ímpetu sacude,
amansar su rigor con mis querellas;
o volar con la nave de Virgilio
que hacia las playas áticas camina
y guarda la mitad del alma tuya.
¡Suenen de nuevo, Horacio, tus lecciones!
Canta la paz, la dulce medianía,
el Eheu fugaces que cual sueño vuela,
el Carpe diem que al placer anima,
el Rectius vives que enaltece el alma.
canta de amor, de vinos y de juegos,
canta de gloria, de virtudes canta.
¡Siempre admirable! Recorrer contigo
quiero las calles de la antigua Roma,
con Damasipo conversar y Davo,
reírme de epicúreos y de estoicos,
viajar a Brindis, escuchar a Ofelo,
sentarme en el triclinio de Mecenas,
y aprender los preceptos soberanos
que dictaste festivo a los Pisones.
Vengan dáctilos, yambos y pirriquios
caldeados en tu fragua creadora.
Que se entrelacen en vistoso juego,
y dancen cual las ninfas desceñidas
que con rítmico pie baten la tierra.
La antigüedad con poderoso aliento
reanime los espíritus cansados;
y este hervir incesante de la idea,
esta vaga, mortal melancolía
que al mundo enfermo y decadente oprime,
sus fuerzas agotando en el vacío,
por influjo de nieblas maldecidas
que abortó el Septentrión, ante su lumbre
disípense otra vez. Torne el radiante
Sol del Renacimiento a iluminarnos,
cual vencedor de bárbaras tinieblas.
Otro siglo lució sobre el Oriente,
los pueblos despertando a nueva vida,
vida de luz, de amor y de esperanza.
Helenos y latinos agrupados
una sola familia, un pueblo solo,
por los lazos del arte y de la lengua
unidos, formarán. Pero otra lumbre
antes encienda el ánima del vate:
él vierta añejo vino en odres nuevos,
y esa forma purísima pagana
labre con mano y corazón cristianos.
¡Esa la ley será de la armonía!
Así León sus rasgos peregrinos
en el molde encerraba de Venusa,
así despojos de profanas gentes
adornaron tal vez nuestros altares,
y de Cristo en Basílica trocóse
más de un templo gentil purificado.
¡Adiós, adiós, liberto venusino!
En vano el Septentrión hordas salvajes
de nuevo lanzará: sobre el estrago
triunfante se ha de alzar el libro viejo,
de mal papel e innúmeras erratas,
que con amor en mis estantes guardo.
de mal papel y tipos revesados,
vestido de rugoso pergamino.
En sus hojas doquier, por vario modo,
de diez generaciones escolares,
a la censoria férula sujetas,
vese la dura huella señalada.
Cual signos cabalísticos retozan
cifras allí de incógnitos lectores,
en mal latín sentencias manuscritas,
lecciones varias, apotegmas, glosas,
escolios y apostillas de pedantes,
innumerables versos subrayados,
y addenda y expurganda y corrigenda,
todo pintado con figuras toscas
de torpe mano, de inventiva ruda,
que algún ocioso en solitarios días
trazó con tinta por la margen ancha
del tantas veces profanado libro.
Y ese libro es el tuyo ¡oh gran maestro!
mas no en tersa edición rica y suntuosa;
no salió de las prensas de Plantino,
ni Aldo Manucio le engendró en Venecia,
ni Estéfanos, Bodonis o Elzevirios
le dieron sus hermosos caracteres.
Nació en pobres pañales: allá en Huesca
famélico impresor meció su cuna:
ad usum scholarum destinóle
el rector de la estúpida oficina,
y corrió por los bancos de la escuela,
ajado y roto, polvoroso y sucio,
el tesoro de gracias y donaires
por quien al Lacio el ateniense envidia.
¡Cuántos se amamantaron en sus hojas,
a cuántos quitó el sueño ese volumen,
lidiando siempre por alzar el velo
que tus conceptos al profano oculta!
¡Cuánto diste suavísimo deleite
a quien perseveró en la ruda empresa,
y cuánto de sudor y de fatiga
a ignorantes y estólidos alumnos!
Hiciste germinar a tu contacto
miles de ideas en algún cerebro,
llenástele de luz y de armonía,
y al influjo potente de tu ritmo,
el ritmo universal le revelaste.
Por ti la antigüedad se alzó a sus ojos;
por ti Venus Urania, de los cielos
bajó a las mentes de adorarla dignas
y allí habitando cual perfecta idea
dio vida a su pensar, norma a su canto,
¡Cuánta imagen fugaz y halagadora,
al armónico son de tus canciones
brotando de la tierra y del Olimpo,
del escolar en torno revolaban,
que ante la dura faz de su maestro
de largas vestimentas adornado,
absorto contemplaba sucederse
del mundo antiguo los prestigios todos:
clámides ricas y patricias togas,
quirites y plebeyos, senadores,
filósofos, augures, cortesanas,
matronas de severo continente,
esclavas griegas de ligera estola,
sagaces y bellísimas libertas,
aroma y flor en lechos y triclinios,
múrrinos vasos, ánforas etruscas:
en Olimpia, cien carros voladores,
en las ondas del Adria, la tormenta,
en el cielo, de Júpiter la mano,
la Náyade en las ondas de la fuente,
y allá en el valle tiburtino oculta
la dulce granja del cantor de Ofanto,
por quien los áureos, venusinos metros
en copioso raudal se precipitan
al ancho mar de Píndaro y de Safo.
Yo también a ese libro peregrino,
arca santa del gusto y la belleza,
con respeto llegué, sublime Horacio:
yo también en sus páginas bebía
el vino añejo que remoza el alma:
todo en ti lo encontré, rey de los himnos,
mente pelasga, corazón romano,
el vuelo audaz, la sentenciosa flecha,
la ática sal, las mieles del Himeto.
El ditirambo que a los cielos toca,
el canto de Eros que inspiró Afrodita,
el Otium Divos que la mente aquieta,
y el júbilo feroz con que en las cumbres
del Citerón, en la ruidosa noche,
su leve tirso la Bacante agita.
La belleza eres tú: tú la encarnaste
como nadie en el mundo la ha encarnado.
A tu triunfal corona las preseas
Grecia engarzó de su mejor tesoro:
rindióte Jonia las melosas voces
con que Anacreón arrulló a Batilo,
Tebas el ritmo en que de Dirce el genio
loara al púgil en la lid triunfante
y al vencedor en la cuadriga rauda:
del enemigo de Licambo hubiste
el crudo hierro convertido en yambo,
la alada estrofa en que de Cleis la madre
supo inflamar con férvidos amores
a bien trenzadas vírgenes lesbianas,
y el son de Alceo, entre borrascas hórridas,
al opresor de Mitilene infausto.
Todo, rey de la lira, lo abarcaste,
pusiste en todo la medida tuya,
el ne quid nimis ¡sobriedad eterna!
la concisión, secreto de tu numen.
En torrentes de números sonoros
despéñase tu ardiente fantasía,
mas nunca pasa el término prescrito
por la armónica ley que a los helenos
las hijas de Mnemósine enseñaron.
¡Tiempo feliz de griegos y latinos!
Calma y serenidad, dulce concierto
de cuantas fuerzas en el hombre moran,
eterna juventud, vigor eterno,
culto sublime de la forma pura,
perenne evocación de la armonía!
¡Bárbaros hijos de la edad presente!
Horacio, ¿lo creerás?, graves doctores
afirman que los hórridos cantares
que alegran al sicambro y al scita
o al germano tenaz y nebuloso,
oscurecen tus obras inmortales
labradas por las manos de las Gracias,
cual por diestro cincel mármol de Paros.
¡Lejos de mí las nieblas hiperbóreas!
¿Quién te dijera que en la edad futura
de teutones y eslavos el imperio
en la ley, en el arte y en la ciencia
nuestra raza latina sentiría,
y por nombres por ti no pronunciables,
porque en tu hermosa lengua mal sonaran,
el habla de los dioses enturbiando,
tu nombre borrarían?
Orgullosos
allá arrastren sus ondas imperiales
el Danubio y el Rhin antes vencidos.
Yo prefiero las plácidas corrientes
del Tíber, del Cefiso, del Eurotas,
del Ebro patrio o del ecuóreo Betis.
¡Ven, libro viejo, ven, alma de Horacio!
Yo soy latino y adorarte quiero:
anímense tus hojas inmortales.
Que Régulo otra vez alce la frente,
y el beso esquive de la casta esposa,
y el pueblo aparte que su paso impide
y a los tormentos inmutable torne:
que entre las ruinas del vencido mundo
caiga el atroz Catón nunca domado:
que Druso a los Vindélicos aterre,
como el ave de Jove fulminante
desciende sobre tímida bandada:
que las torres de Ilión maldiga Juno,
dos veces humilladas en el polvo,
de Laomedón por la perfidia insana,
por el inicuo juez y la extranjera:
que de Palas la égida sonante
a los Titanes otra vez resista:
que las Danaides el acero empuñen
y en sangre tiñan los nupciales lechos:
que el níveo toro a la de cien ciudades
Creta, conduzca la robada ninfa;
que los corceles del rugiente trueno
lance el Saturnio por el aire vago,
y se estremezca desquiciado el orbe,
mas nunca el pecho del varón constante.
¡Ven, libro viejo, ven, roto y ajado!
Quiero embriagarme de tu añejo vino,
a Baco ver entre escarpados montes,
a Fauno amante de ligeras ninfas,
a Hermes facundo y al intonso Cintio!
Quiero vagar por los amenos bosques
donde la abeja susurró de Tíbur,
y en los brazos de Lidias y Gliceras
posar la frente, al reclinar la tarde,
orillas de la fuente de Blandusia;
o ante la puerta de la dura Lyce
que el Aquilón con ímpetu sacude,
amansar su rigor con mis querellas;
o volar con la nave de Virgilio
que hacia las playas áticas camina
y guarda la mitad del alma tuya.
¡Suenen de nuevo, Horacio, tus lecciones!
Canta la paz, la dulce medianía,
el Eheu fugaces que cual sueño vuela,
el Carpe diem que al placer anima,
el Rectius vives que enaltece el alma.
canta de amor, de vinos y de juegos,
canta de gloria, de virtudes canta.
¡Siempre admirable! Recorrer contigo
quiero las calles de la antigua Roma,
con Damasipo conversar y Davo,
reírme de epicúreos y de estoicos,
viajar a Brindis, escuchar a Ofelo,
sentarme en el triclinio de Mecenas,
y aprender los preceptos soberanos
que dictaste festivo a los Pisones.
Vengan dáctilos, yambos y pirriquios
caldeados en tu fragua creadora.
Que se entrelacen en vistoso juego,
y dancen cual las ninfas desceñidas
que con rítmico pie baten la tierra.
La antigüedad con poderoso aliento
reanime los espíritus cansados;
y este hervir incesante de la idea,
esta vaga, mortal melancolía
que al mundo enfermo y decadente oprime,
sus fuerzas agotando en el vacío,
por influjo de nieblas maldecidas
que abortó el Septentrión, ante su lumbre
disípense otra vez. Torne el radiante
Sol del Renacimiento a iluminarnos,
cual vencedor de bárbaras tinieblas.
Otro siglo lució sobre el Oriente,
los pueblos despertando a nueva vida,
vida de luz, de amor y de esperanza.
Helenos y latinos agrupados
una sola familia, un pueblo solo,
por los lazos del arte y de la lengua
unidos, formarán. Pero otra lumbre
antes encienda el ánima del vate:
él vierta añejo vino en odres nuevos,
y esa forma purísima pagana
labre con mano y corazón cristianos.
¡Esa la ley será de la armonía!
Así León sus rasgos peregrinos
en el molde encerraba de Venusa,
así despojos de profanas gentes
adornaron tal vez nuestros altares,
y de Cristo en Basílica trocóse
más de un templo gentil purificado.
¡Adiós, adiós, liberto venusino!
En vano el Septentrión hordas salvajes
de nuevo lanzará: sobre el estrago
triunfante se ha de alzar el libro viejo,
de mal papel e innúmeras erratas,
que con amor en mis estantes guardo.
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Copio el
poema de las obras completas de Menéndez Pelayo que tiene en línea la Fundación
Ignacio Larramendi, http://bit.ly/13aMMQu,
pero lo corrijo con la versión que aparece en un libro que guardo en mis
estantes: Odas y épodos de Horacio. Traducido por los más grandes
ingenios españoles, según la selección de Marcelino Menéndez Pelayo. Lípari
Ediciones, Madrid, 1992.
El
espléndido retrato de Antonio Alatorre es de la fotógrafa norteamericana Toni
Beatty y fue hecho en 1984. Gracias a Sergio Téllez-Pon por proporcionármelo y
a Miguel Ventura por darme el crédito de su autoría. La foto del monumento de Horacio es de la Wikipedia.
Más sobre los
temas de este post en Siglo en la brisa:
Menéndez
Pelayo hace la crítica de Stendhal, http://bit.ly/1cnqJhF
Sobre
Horacio, http://bit.ly/Q34dMt
Sobre
Alfonso Reyes, http://bit.ly/1b51TQv
Sobre María
Rosa Lida de Malkiel, http://bit.ly/Uynw4I
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