Ana Barberena me pregunta por mensaje telefónico cuál es el
cuento ruso que prefiero, y yo, de acuerdo con lo que ella espera de su
impulsivo amigo, le respondo sin pérdida de tiempo lo primero que viene a mi
mente: es uno de Chéjov, que no tengo y del que ni siquiera recuerdo el título,
que leí hace unos diez años en un libro que saqué de la Biblioteca Pérez de Ayala de
Oviedo (o del Fontán, como la llamamos los íntimos). Desde aquella primera y
única lectura decidí que ese relato era, por lo menos, uno de mis preferidos del gran escritor ruso. Hace un par
de años me pareció que daba con él, cuando descubrí en una librería una
selección de sus cuentos "imprescindibles" editada por De Bolsillo y en la que… no está recogido. Mi
necesidad de encontrarlo no fue demasiado imperiosa por lo que nunca me pasó por la cabeza buscarlo en internet. La cosa siguió así hasta la mañana del martes
pasado, cuando me alcanzó la pregunta de Ana Barberena.
Como a ella no suele negársele nada (véase al calce un
caso afín, que acabó en un paseo por territorio zapatista),
con la escueta descripción que le di, es decir que se trataba de la visita
relámpago que hace una mujer a la amante de su marido, encontró el cuento en
unos minutos y me lo mandó por correo. Lo copio aquí para que lo conozcan los
lectores de Siglo en la brisa. Si no
puedo hacerme responsable por la calidad de su traducción, que supongo que es
la de Juan López Morillas en que yo lo leí, y no metería la mano al fuego por la fidelidad de su transcripción
(como en general de nada que se tome de la red sin cotejarlo antes con otra
fuente, preferiblemente impresa), confío en que las emociones que están en juego en el relato, su
economía y su ritmo admirables, y sobre todo la conmovedora hondura humana que añade la última frase,
resulten a sus nuevos primeros lectores tan cristalinos como hace una década me lo
parecieron a mí.
La corista
Por Anton
Chéjov
En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía
mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai
Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar.
Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se
sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor
cediese para ir a dar un paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov,
que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente
a Pasha.
—Será el cartero, o una amiga— dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas
de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación
vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una
amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar
por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como
si acabase de subir una alta escalera.
—¿Qué desea? —preguntó Pasha.
La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor
y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato
sus pálidos labios, tratando de decir algo.
—¿Está aquí mi marido? —preguntó por fin, levantando hacia
Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.
—¿Qué marido?— murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le
enfriaban los pies y las manos—. ¿Qué marido?— repitió, empezando a temblar.
—Mi marido… Nikolai Petróvich Kolpakov.
—No… no, señora… Yo… no sé de quién me habla.
Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varias
veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno,
contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como
petrificada, y la miraba asustada y perpleja.
—¿Dice que no está aquí? —preguntó la señora, ya con voz
firme y una extraña sonrisa.
—Yo… no sé por quién pregunta.
—Usted es una miserable, una infame…— balbuceó la
desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia—. Sí, sí… es una miserable.
Celebro mucho, muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.
Pasha comprendió que producía una impresión pésima en
aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y
sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de
viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera
sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una
mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza
permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.
—¿Dónde está mi marido? —prosiguió la señora—. Aunque es lo
mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un
desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich… Lo quieren detener. ¡Para
que vea lo que usted ha hecho!
La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la
miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.
—Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel —siguió
la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento
ofendido y el despecho—. Sé quién lo ha llevado hasta esta espantosa situación.
¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero
que llega! Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y
arrugó la nariz con asco. —Me veo impotente… sépalo, miserable… Me veo
impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en
defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima
mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!
De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la
habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin
comprender, y esperaba de ella algo espantoso.
—Yo, señora, no sé nada —articuló, y de pronto rompió a
llorar.
—¡Miente! —gritó la señora, mirándola colérica—. Lo sé todo.
Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos
los días.
—Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que
vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.
—¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha
llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted.
Escúcheme— añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha—: usted
no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es
el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no
le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos… Si lo
condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre… Compréndalo. Hay,
sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la
vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo
son novecientos rublos!
—¿A qué novecientos rublos se refiere? —preguntó Pasha en
voz baja—. Yo… yo no sé nada… No los he visto siquiera…
—No le pido los novecientos rublos… Usted no tiene dinero y no
quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa… Los hombres suelen regalar joyas a
las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!
—Señora, él no me ha regalado nada —elevó la voz Pasha, que
empezaba a comprender.
—¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y
lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba
irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone.
Usted debe de odiarme, lo sé, pero si es capaz de sentir piedad, póngase en mi
situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.
—Hum… —empezó Pasha, encogiéndose de hombros—. Se las daría
con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada,
puede creerme. Aunque tiene razón —se turbó la cantante—: en cierta ocasión me
trajo dos cosas. Si quiere, se las daré…
Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una
pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.
—Aquí tiene —dijo, entregándoselos a la señora.
Ésta se puso roja y su rostro tembló;
se sentía ofendida.
—¿Qué es lo que me da? —preguntó—. Yo no pido limosna, sino
lo que no le pertenece… lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi
marido… a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el
muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja,
pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las
joyas o no?
—Es usted muy extraña… —dijo Pasha, que empezaba a enfadarse—.
Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este
anillo. Lo único que traía eran pasteles.
—Pasteles… —sonrió irónicamente la desconocida—. En casa los
niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a
devolverme las joyas?
Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con
la mirada perdida en el espacio.
“¿Qué podría hacer ahora? —se dijo—. Si no consigo los
novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la
miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?”.
La señora se llevó el pañuelo al
rostro y rompió en llanto.
—Se lo ruego —se oía a través de sus sollozos—: usted ha
arruinado y perdido a mi marido, sálvelo… No se compadece de él, pero los
niños… los niños… ¿Qué culpa tienen ellos?
Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando
de hambre. Ella misma rompió en sollozos.
—¿Qué puedo hacer, señora? —dijo—. Usted dice que soy una
miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no
he recibido nada de él… En nuestro corro, Motia es la única que tiene un amante
rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre
culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.
—¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro…
me humillo… ¡Si quiere, me pondré de rodillas!
Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba
cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles
frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante
ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí
misma y humillar a la corista.
—Está bien, le daré las joyas —dijo Pasha, limpiándose los
ojos—. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich… me
las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea…
Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche
de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a
la señora.
—Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada.
¡Tome, hágase rica! —siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se
iba a poner de rodillas—. Y, si usted es una persona noble… su esposa legítima,
haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él
mismo vino…
La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le
entregaban y dijo:
—Esto no es todo… Esto no vale novecientos rublos.
Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una
pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
—Es todo lo que tengo… Registre, si quiere.
La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas
en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza,
salió a la calle.
Abrióse la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov.
Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo
muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.
—¿Qué joyas me ha regalado usted? —se arrojó sobre él Pasha—.
¿Cuándo lo hizo, dígame?
—Joyas… ¡Qué importancia tienen las joyas! —replicó
Kolpakov, sacudiendo la cabeza—. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha
humillado…
—¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! —gritó
Pasha.
—Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura… Hasta
quería ponerse de rodillas ante… esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta
este extremo! ¡Lo he consentido!
Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
—No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí…
canalla! —gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos
temblorosas—. Quería ponerse de rodillas… ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia,
tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos.
Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato,
y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado
sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.
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El libro en el que leí el relato de Chéjov sin duda es La
corista y otros cuentos, Madrid, Alianza Cien, 1995. Traducción de Juan
López Morillas.
Los retratos de Chéjov que ilustran este post pertenecen a algunas páginas rusas de la red. Nótese, en el último de ellos, cómo es perceptible que el fotógrafo silbó o hizo algún ruido llamativo a los perros que aparecen con el gran cuentista y dramaturgo ruso, en el momento en que lo realizó. El retrato de Ana Barberena se lo tomé yo mismo a principios de 2010 en la Hacienda de Chinameca, lugar donde fue asesinado Emiliano Zapata.
Más sobre Ana Barberena en este blog:
Ruta de Emiliano Zapata, http://bit.ly/177zC7U
Códice Borgia: lámina 61 (detalle), http://bit.ly/18dkAhk