Leí En busca del tiempo perdido de un largo
tirón, durante los meses de verano y otoño de 1985. Aunque no he vuelto a andar
por sus páginas como es debido —con la excepción, por cierto repetida, de Unos amores de Swann—, la novela de
Proust siguió resonando de tal forma en mi interior que casi treinta años después
de aquella única lectura conservo episodios, frases e ideas tan vivos en la memoria que parece que acabé de leerla la semana pasada.
De cuando en
cuando he sentido la tentación de situar con precisión algunos
pasajes, y esta semana me he dado el tiempo de hacerlo, siquiera con un puñado
mínimo. La tarea hubiera sido menos fácil si no contara con los cuadernos en
los que apunté, con una grafía serena que da cuenta de la disposición de ánimo y el creciente placer con los que emprendí los cientos de páginas de la novela, una infinidad
de notas que cubren desde el tercer volumen, El mundo de Guermantes, hasta El tiempo recobrado, el último. Para este
ejercicio en Siglo en la brisa escogí
tres pasajes de los que han regresado a mi recuerdo más que los otros: la emocionante
primera visión de un aeroplano, la ocasión en la que el narrador observa a su
amada Albertina mientras duerme y la vez en la que él mismo, de regreso de un
paseo por Versalles, desgrana para ella los sucesivos colores con los que la
luna ha sido descrita por los poetas franceses.
Como es
natural, la memoria no ha retenido casi al detalle estos episodios sin cobrarse
algo por sus servicios, y se ha permitido morderlos o incluso añadirles
pequeñas amplificaciones, según su misteriosa manera de proceder. Si en el primero
de estos episodios no recordaba para nada que el narrador fuera a caballo, me
sorprende mucho que en el último también aparezca un avión —lo que permite
hacer un interesante contraste entre ambos—. El pasaje intermedio, por cierto tanto
o más célebre que los otros dos, es uno de los pocos momentos (un par, para ser
exactos, y siempre si no me falla la memoria) en los que el personaje que cuenta
la novela en primera persona, universalmente conocido como el narrador, toma prestado el nombre de quien redacta y se llama a
sí mismo Marcel. Por último debo reconocer con tristeza que el recorrido por
las alusiones lunares de la poesía francesa era mucho más rica y detallada en
mi recuerdo. Como sea, para mí es interesantísimo volver a la fuente misma
—aunque deba de ser a través de la traducción de Consuelo Berges, continuadora
del trabajo del poeta Pedro Salinas—. Estos son los pasajes “originales” en los que leí
hace veintisiete años algunas imágenes e ideas que desde entonces no han dejado
de acompañarme.
Tres fragmentos de En busca del tiempo perdido
por Marcel Proust
[La emocionante primera visión de un
aeroplano]
Pero
también ocurría que las costumbres que me retenían quedaran abolidas de pronto,
generalmente cuando algún antiguo yo, rebosante de deseo de vivir con alegría,
remplazaba por un momento al yo actual. Este deseo de evasión lo experimenté
especialmente un día en que, después de dejar a Albertina en casa de su tía,
fui a caballo a ver a los Verdurin y tomé en el bosque un camino abrupto cuya
belleza me habían alabado.
Ciñéndose a las formas del acantilado, unas veces
subía y otras, estrechándose entre aglomeraciones de árboles, se hundía en
hoces salvajes. Por un momento, las rocas peladas que me rodeaban, el mar que
se divisaba por entre sus picos, flotaron ante mis ojos con fragmentos de otro
mundo: había reconocido el paisaje montañoso y marino que Elstir tomó como
marco para aquellas dos admirables acuarelas, Encuentro del poeta y la musa y Encuentro
del joven y el centauro, que había visto en casa de la duquesa de Guermantes.
Su recuerdo volvía a poner los lugares en que me encontraba tan fuera del mundo
actual, que no me hubiera extrañado cruzarme en mi paseo con un personaje
mitológico, como el joven de la era prehistórica que pinta Elstir. De pronto mi
caballo se encabritó; había oído un ruido singular y me costó trabajo dominar
al animal y que no me tirara al suelo.
Después levanté los ojos llenos de
lágrimas hacia el punto de donde parecía venir aquel ruido, y, a unos cincuenta
metros por encima de mí, vi en el sol, entre dos grandes alas de
resplandeciente acero que lo llevaban, un ser cuya figura, poco definida, me
pareció que asemejaba a la de un hombre. Me impresionó tanto como podría
impresionar a un griego ver por vez primera a un semidiós. Lloraba además, pues
estaba dispuesto a llorar desde el momento en que me di cuenta de que el ruido
venía de encima de mi cabeza —los aeroplanos eran todavía raros en aquella
época— al pensar que lo que iba a ver por primera vez era un aeroplano. Y, como
cuando se ven en un periódico unas palabras emocionantes, no esperaba más que
ver el avión para romper a llorar. Pero el aviador pareció vacilar sobre su
camino; yo sentía que tenía abiertas ante él —ante mí, si la costumbre no me
hubiera apresado— todas las rutas del espacio, de la vida; siguió más lejos,
planeó unos momentos sobre el mar y después, decidiéndose súbitamente, como si cediera
a una atracción inversa a la de la gravedad, como si volviera su patria, con un
ligero movimiento de sus alas de oro picó derecho hacia el cielo. (Sodoma y Gomorra, páginas 487 y 488)
[Embarcado en el sueño de Albertina]
He pasado
noches deliciosas hablando, jugando con Albertina, pero nunca tan dulces como
cuando la miraba dormir. Hablando, jugando a las cartas, tenía esa naturalidad que
una actriz no hubiera podido imitar; pero la naturalidad que me ofrecía su
sueño era más profunda, una naturalidad de segundo grado.
Le caía el cabello a
lo largo de su cara rosada y se posaba junto a ella en la cama, y a veces un
mechón aislado y recto producía el mismo efecto de perspectiva que esos
árboles lunares desmedrados y pálidos que vemos muy derechos en el fondo de los
cuadros rafaelescos de Elstir. Si Albertina tenía los labios cerrados, en
cambio, tal como yo estaba situado, sus párpados parecían tan disjuntos que yo
hubiera podido preguntarme si estaba verdaderamente dormida. Pero aquellos
párpados entornados daban a su rostro esa continuidad perfecta que los ojos no
interrumpen. Hay rostros que adquieren una belleza y una majestad inhabituales
a poco que les falte la mirada.
Yo
contemplaba a Albertina tendida mis pies.
De cuando en cuando la recorría una
agitación ligera y inexplicable, como el follaje que una brisa inesperada
sacude unos instantes. Se tocaba el pelo, pero no se contentaba con esto y
volvía a llevarse la mano a la cabeza con movimientos tan seguidos, tan
voluntariosos, que yo estaba convencido de que iba despertarse. Nada de eso:
volvía quedarse tranquila en el no perdido sueño. Y permanecía inmóvil. Había
posado la mano en el pecho con un abandono del brazo tan ingenuamente pueril
que, mirándola, me tenía que esforzar por no sonreír con esa sonrisa que nos
inspiran los niños pequeños, su inocencia, su gracia.
Conociendo
como conocía varias Albertinas en una sola, me parecía ver reposando junto a mí
otras muchas más. Sus cejas arqueadas como yo no las había visto nunca rodeaban
los globos de sus párpados como un suave nido de alción. Razas, atavismos,
vicios reposaban en su rostro. Cada vez que movía la cabeza, creaba una mujer
nueva, a veces insospechada para mí.
Me parecía
poseer no una, sino innumerables muchachas. Su respiración, que iba siendo poco
a poco más profunda, le levantaba regularmente el pecho, y, encima, sus manos
cruzadas, sus perlas desplazadas de diferente modo por el mismo movimiento,
como esas barcas, esas amarras que el movimiento de las olas hace oscilar.
Entonces, notando que su sueño era total, que no iba a tropezar con escollos de
conciencia ahora cubiertos por la pleamar del sueño profundo, deliberadamente
me subía sin ruido a la cama, me acostaba al lado de ella, le rodeaba la
cintura con mi brazo, posaba los labios en su mejilla y sobre su corazón;
después, en todas las partes de su cuerpo, mi única mano libre, que la
respiración de la durmiente levantaba también, como las perlas; hasta yo mismo
cambiaba ligeramente de posición por su movimiento regular: me había embarcado
en el sueño de Albertina. (La prisionera,
páginas 75 y 76)
[Los colores de la luna en la
literatura francesa]
[En
Versalles] Nos quedamos mucho tiempo. El cielo estaba todo él de ese azul
radiante y un poco pálido como a veces lo ve sobre su cabeza el paseante
acostado en un campo, pero tan nítido, tan profundo, que da la sensación de
haber sido pintado con un azul sin mezcla alguna, y con una riqueza tan
inagotable que se podría profundizar más y más en su sustancia sin encontrar un
átomo de otra cosa que ese mismo azul. Yo pensaba en mi abuela, que en el arte
humano, en la naturaleza, amaba todo lo grande y que se recreaba mirando
ascender en aquel mismo azul la torre de San Hilario. De pronto volví a sentir
la nostalgia de mi libertad perdida, al oír un ruido que de momento no reconocí
y que a mi abuela le hubiera también gustado tanto. Era como el zumbido de una
avispa.
—Mira —me
dijo Albertina—, un aeroplano. Va muy alto, muy alto.
Yo miraba
en torno mío, pero, como el paseante acostado en un campo, no veía más que la
claridad intacta del azul purísimo, sin ninguna mancha negra. Seguía oyendo, sin
embargo, el zumbido de las alas que de pronto entraron en el campo de mi
visión. Allá arriba, unas minúsculas alas oscuras y brillantes fruncían el
terso azul del cielo inalterable. Pude por fin adscribir el zumbido a su causa,
a aquel pequeño insecto que trepidaba muy arriba, seguramente a unos buenos dos
mil metros de altura; le [sic] veía
runrunear. Cuando no hacía aún mucho tiempo que la velocidad había acortado las
distancias en la superficie de la tierra, el silbato de un tren que pasaba a dos
kilómetros tenía esa misma belleza que ahora, por algún tiempo todavía, nos
emociona en el zumbar de un aeroplano a dos mil metros al pensar que las
distancias recorridas en ese viaje vertical son las mismas que en el suelo, y
que en esa otra dirección nos parecen distintas porque las creemos
inaccesibles; un aeroplano a dos mil metros no está más lejos que un tren a dos
kilómetros, e incluso está más cerca, porque el trayecto idéntico se efectúa en
un medio más puro, sin separación entre el viajero y su punto de partida, de la
misma manera que en el mar o en las llanuras en un tiempo sereno el movimiento
de la nave ya lejana o el simple soplo del céfiro surcan el océano de las olas o
de los trigales. Volvimos muy tarde, en una noche en que, acá y allá, un
pantalón rojo junto a una falda al borde del camino revelaban parejas
enamoradas. Nuestro coche entró por la puerta Maillot.
Los monumentos de París
habían sido sustituidos por el dibujo, puro, lineal, sin espesor, de los
monumentos de París, como si fuera la imagen de una ciudad destruida; mas a la
orilla de ésta se elevaba tan suave la orla azul pálido sobre la cual se
destacaba que los ojos, sedientos, buscaban todavía por doquier un poco de
aquel delicioso matiz que les era medido demasiado avaramente: hacía luna.
Albertina la contempló admirada. No me atreví a decirle que yo la gozaría mejor
si estuviera solo o buscando a una desconocida. Le recité versos o frases de
prosa sobre la luna, haciéndole ver cómo, de plateada que fuera en otro tiempo,
se tornó azul con Chateaubriand, con el Victor Hugo de Eviradnus y de Fête chez
Thérèse, para volver a ser amarillo y metálico con Baudelaire y Leconte de
Lisle. Después, recordándole la estampa que representa la luna en creciente de Booz endormi, se lo recité entero. (La prisionera, páginas 40 y 41)
______________________
El dibujo y
el óleo de las mujeres que duermen son del artista alemán Loris Corinth (http://es.wikipedia.org/wiki/Lovis_Corinth)
y las tomo, al igual que las fotos de aviones, prestadas de internet. Lo mismo hago con el dibujo que ilustra el último fragmento, que en alemán se llama Boas und Ruth y es de Rembrandt.
Más sobre
Proust en este blog:
El museo
imaginario de Marcel Proust, http://bit.ly/y59zUe
Mi carta de
Proust, a subasta, http://bit.ly/UthPFD
No hay comentarios:
Publicar un comentario