Hay libros sobre los que es casi imposible avanzar: al abrirlos, uno
penetra en inabarcables mundos y épocas, para los que sus páginas —que sirven
de portentoso aperitivo—resultan con frecuencia insuficientes. Me sucedió hace
unos días, cuando por fin me interné en el monumental estudio de María Rosa
Lida de Malkiel sobre Juan de Mena (El Colegio de México, segunda edición, 1984). Llevaba tantos meses deseando leerlo, desde
que di con él en una librería en Donceles, que la semana pasada lo abrí con verdadera
delectación. No pasé de las cincuenta páginas.
Y es que el ambicioso trabajo, que
por cierto se deja leer sin ningún esfuerzo, empieza directamente con el
análisis del Laberinto de Fortuna, la
obra cumbre del gran poeta cordobés del siglo XV, y al menos al principio no
dice ni una palabra sobre su tiempo o persona. El salto a otro libro, para regresar
en cuanto fuera posible, me pareció razonable. Mi propósito era releer el
capítulo que Menéndez Pelayo dedica a Juan de Mena en su delicioso Poetas de la Corte de Don Juan II.
No
todo se me había olvidado desde la última vez que anduve en las quebradizas páginas
de mi viejo ejemplar (que también conseguí en Donceles y es de 1946): el
rastreo de las fuentes de su pensamiento y la mesura con la que don Marcelino
hace la valoración de sus méritos, sin dejar de lado su prosa, a la que llama,
sin ningún empacho, la peor de su tiempo; el célebre comentario de que en su
“escaño” “debió de haber siempre un códice de la Farsalia al lado de otro de la Divina
Comedia, traídos entrambos de Italia y bellamente historiados”; la
imitación de aquella escena “terrorífica” del poema de Lucano sobre la hechicera
que revive un cadáver y que en los versos de arte mayor del Laberinto de Mena acabó plasmado en
líneas como éstas (nótese la tosca belleza del verso final):
Ya comenzaba la invocación
Con triste murmurio su dísono canto,
Fingiendo las voces con aquel espanto
Que meten las fieras con su triste son,
Oras silvando bien como dragón,
O como tigre faciendo stridores,
Oras formando ahullidos mayores
Que forman los canes que sin dueño son.
Cuando acabé de leer ese capítulo me pareció conveniente echar un ojo al
prólogo del volumen, con el propósito no menos razonable de repasar los hechos principales del reinado del
tornadizo monarca, padre de la futura Isabel la Católica. La mención, sin embargo,
del condestable Álvaro de Luna me hizo sentir la necesidad refrescar, por
encima si se quiere, las circunstancias de la caída del famoso valido, con todo
y sus desaguisados a muerte con los Infantes de Aragón, y acudí a la Historia de España que compré más recientemente
(Valdeón, Pérez y Juliá. Austral, octava edición, 2008). (1)
Ya que había releído el prólogo y un capítulo del libro de Menéndez
Pelayo, se me hizo irresistible leer nuevamente el que dedica en el mismo libro
al Marqués de Santillana, el personaje más fascinante de la época; finalmente, amigo de Mena y por si fuera poco el otro gran poeta de aquel siglo.
También en
el caso de este otro capítulo de Poetas
de la corte de Don Juan II recordaba muchas cosas de mi primera lectura: la
extraordinaria biblioteca del Marqués en Guadalajara y las anotaciones en su
ejemplar de la Divina Comedia, en la
que señalaba los pasajes que le interesaban con el dibujo de una mano con el
dedo índice extendido, tal como leí en otro lugar. En cambio no recordaba la valentía con la que su madre
defendió sus derechos sobre una infinidad de territorios heredados, ni que
uno de sus hijos fue el influyentísimo Cardenal Mendoza, y mucho menos que fue
por una batalla ganada a los infantes de Aragón que el rey contra el que él
mismo había guerreado le concedió el título con el que grabó su nombre en la
historia de la literatura.
Nunca dejé de tener a la vista, como lo tengo ahora mismo, el estudio
de María Rosa Lida de Malkiel, sobre el cual a estas alturas se acumulaban ya
los tres volúmenes consultados en las últimas horas. Hubiera sido como moverse
por el mundo sin tener en la mente la generosidad de quien nos patrocinó el
viaje. En el capítulo dedicado al Marqués de Santillana, Menéndez Pelayo alaba
la edición de sus obras debida a Amador de los Ríos y alude a un libro
biográfico de ese especialista sobre aquel personaje. En ese momento recordé,
no sin pena, que la suerte me puso delante de una
biografía de esas características, pero me vi obligado a rechazar la
posibilidad de que fuera la que menciona Menéndez Pelayo porque cuando llegué a
mi casa aquel día y estudié por encima el volumen, algo que ahora no sé precisar me hizo
poner en duda su calidad. Con la remotísima esperanza de que fuera el mismo libro
fui a asomarme a mi librero, para descubrir que es… precisamente el que tengo.
Bendito
don Marcelino. Bendito azar. Bendita calle de Donceles. (Ya habrá tiempo de
saber que Lida de Malkiel dice que esa biografía se basa, al menos en parte, en
fuentes fantasiosas.) Sin embargo, no me detendré por ahora en ese volumen, me dije.
Me dije que sería prolongar demasiado el rodeo y que ya llegaría su ocasión.
Así que de pronto me veo delante del librero principal de mi
biblioteca. Ya que piso los umbrales de una nueva crisis pelagiana, quiero
decir que ya que parece que se avecina un nuevo periodo de lectura indiscriminada de
Menéndez Pelayo, decido echar un ojo a los volúmenes que tengo de él. Su prosa
cargada de transparente erudición, y al mismo tiempo, aunque no parezca posible,
de enorme emotividad, hacen que su manera de transmitir sus ideas y
preferencias no haya envejecido ni un solo día. Nunca disfruto leer sobre literatura como cuando lo leo a él,
al grado de que me interesa incluso cuando parece que no entiende o se equivoca.
Pongo un ejemplo. Traigo la escalera para alcanzar la parte más alta
de mi librero y voy bajando, en grupos de dos o tres ejemplares menudos, su Historia de las ideas estéticas en España en la edición de Glem (Argentina, 1943).
Ojeo al azar alguno de sus índices y caigo en el
nombre de Stendhal. Voy a la página. Lo que leo en ella da para un divertido
artículo que sin duda armaré en breve. De momento, me conformo con reproducir
lo que dice de su alma, que describe como “una de las más secas que han
existido”. ¿Quién puede no reírse? Hasta cuando rueda peña abajo me simpatiza e interesa el encumbrado montañés.
Y ya que estamos en la hora de las complacencias, y como la semana
pasada leí el breve tratado de Cicerón sobre la amistad, aprovecho
que piso nuevamente sus territorios para ver si don Marcelino dice algo de él.
En el primer tomo de la Historia de las
ideas estéticas doy con un capítulo que no tiene desperdicio: se ocupa de
las ideas que sobre la belleza tenían los romanos, centrándose en Cicerón y
Horacio. Una sola vez, en una librería en Lima, tuve en las manos un ejemplar de
su Horacio en España, un libro publicado en la primerísima juventud que siempre me he prometido pero que me parece que nunca
se reeditó en el siglo XX, o al menos no se ha hecho en larguísimos años. El
ejemplar limeño no estaba demasiado caro pero tampoco se había conservado de la
mejor manera, por lo que no lo compré.
Vuelvo a Cicerón. O mejor dicho, a Menéndez Pelayo hablando de Cicerón.
En la línea de sus mejores trabajos, el texto principal, que corre en cuerpo mayor, es
mínimo y las notas ocupan la mayor parte de las páginas en las que diserta con
ligereza sobre la obra ciceroniana.
Entonces sucede lo que tarde o temprano iba
a suceder: salto a Gilbert Highet, cuyos dos tomos de La tradición
clásica, traducido para el FCE por Alatorre, han estado todo este tiempo
al alcance de mi mano.
Agotado lo que dice de Cicerón (entre otras cosas, que
su tratado sobre la amistad es una de las principales influencias filosóficas que moldearon el espíritu de Dante, según confesión del propio florentino), caigo en la enésima tentación:
releer las páginas que tanto me gustan en las que el estudioso de la
tradición explica por qué Petrarca puede considerarse algo así como el padre de
Renacimiento. Cada vez me alejo más de mi punto de partida, es verdad, pero
sólo aparentemente porque los poetas de la corte de Juan II eran apasionados admiradores de su obra, tanto como de la de Dante. El libro de María Rosa Lida de Malkiel,
con el separador en la página 52, me sonríe desde el lugar en donde lo dejé.
____________________________
(1) ¿Alguien dudará que, aunque no rompí la azarosa concatenación de
lecturas, nunca dejé de pensar en los eternos versos con los que Manrique, un par de generaciones más adelante, evoca
a aquellos personajes?
El libro Poetas de la Corte de Don Juan II no es otra cosa que una serie de fragmentos de la Historia de la poesía castellana en la Edad Media de Menéndez Pelayo, seleccionados y prologados por Enrique Sánchez Reyes para Austral. La edición que tengo, hecha en Argentina en 1946, es la segunda.
A la inapreciable medievalista María Rosa Lida de Malkiel (Buenos Aires, 1910 - Oakland, 25 de septiembre de 1962) debo el descubrimiento del significado de una frase al parecer mencionada por vez primera en La Celestina, que López Velarde utiliza en un poema conforme a su uso tradicional, pero al revés de su verdadero significado. El asunto está en el artículo que publiqué en la revista Nexos en marzo de 2005 bajo el título de "La maestra del mundo" y que puede leerse en http://bit.ly/UooKLF
A la inapreciable medievalista María Rosa Lida de Malkiel (Buenos Aires, 1910 - Oakland, 25 de septiembre de 1962) debo el descubrimiento del significado de una frase al parecer mencionada por vez primera en La Celestina, que López Velarde utiliza en un poema conforme a su uso tradicional, pero al revés de su verdadero significado. El asunto está en el artículo que publiqué en la revista Nexos en marzo de 2005 bajo el título de "La maestra del mundo" y que puede leerse en http://bit.ly/UooKLF
Más sobre Donceles en este blog:
Paseo por sus librerías, primera parte, http://bit.ly/TdyTBm
Paseo por sus librerías, segunda parte, http://bit.ly/YzwRwJ
Hallazgos recientes, http://bit.ly/YzwEd1
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