Creo que no hay una definición que más me guste de la palabra “clásico”, cuando es utilizada para referirse a un libro, que la que sugiere Quevedo en uno de sus célebres sonetos, aquel que cuenta cómo vive “con pocos pero doctos libros”, “en conversación [silenciosa] con los difuntos”.
Escribe don Francisco en su refugio de la Torre de Juan Abad que, “si no siempre” los entiende, están “siempre abiertos” y “enmiendan o fecundan” sus asuntos, y añade estos preciosos versos (quizás no esté de más recordar que, según el diccionario, “contrapunto” es la “concordancia armoniosa de voces contrapuestas”):
Y en músicos callados contrapuntos
Al sueño de la vida hablan despiertos.
La semana pasada anuncié que escribiría sobre cierto hallazgo hecho en El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, que me parece confirmar, si bien de una manera curiosa, su calidad de clásico de las letras mexicanas. Sin embargo, antes no puedo dejar de decir algo sobre la novela misma. Si no se consigue un ejemplar suelto, puede leerse en el primer tomo de sus Obras Completas, publicadas por el Fondo de Cultura Económica. Otra opción es uno de esos volúmenes de Aguilar de tapas de piel, me parece que editorialmente no muy confiables, que reúne en dos tomos Las novelas de la Revolución Mexicana —y que pese a todo conservo porque tienen algunos títulos que no siempre están accesibles.
Además de su extraordinaria prosa, de una transparencia y un equilibrio que la convierten en un buen ejemplo del clasicismo mexicano que la crítica ha señalado, El águila y la serpiente tiene algunos pasajes llenos de notable vigor narrativo y gran fuerza expresiva. Entre ellos quizás el más citado haya sido “La fiesta de las balas”, un episodio de sabor cinematográfico en una llanura a las afueras de un pueblo de Chihuahua en el que un solo hombre, Rodolfo Fierro, lleva a cabo una carnicería atroz, y del que Octavio Paz tomó el título para referirse a un aspecto del movimiento revolucionario: “Como las fiestas populares, la Revolución es un exceso y un gasto, un llegar a los extremos, un estallido y un desamparo, un grito de orfandad y de júbilo, de suicidio y de vida, todo mezclado” (El laberinto de la soledad, Lecturas mexicanas, 1984, p. 134).
Después de estudiar con detenimiento una serie de tres corrales comunicados por pequeñas puertas, el lugarteniente de Pancho Villa se ha colocado en el último de ellos y ha pedido que le vayan soltando en grupos de diez a los presos, para quienes ha previsto una posibilidad mínima de huida, cruzando delante de él por un reducido espacio, escalando un muro de unos tres metros, para salir corriendo por la llanura… A los que no consiga matar de un tiro y sigan retorciéndose entre los cuerpos caídos, algunos soldados apostados afuera del corral tienen la orden de rematarlos. Acompañado sólo de un ayudante que se pone a su lado sobre una frazada para recargar las pistolas conforme las vacía, Rodolfo Fierro mata a unos trescientos hombres a lo largo de dos horas. Con pericia literaria, Guzmán los ha descrito con lujo de detalles (“eran de la fina raza de Chihuahua; altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles”), y al final hace que el último de ellos consiga atravesar el infernal paisaje de cadáveres ensangrentados y calientes, trepar por la barda y huir.
Con todo, lo más celebrado de El águila y la serpiente es la estupenda galería de retratos de algunos personajes de la Revolución: Villa, Obregón, Carranza… Al primero de ellos, que aparece con la frecuencia que se esperaría en un libro que iba a llamarse A la hora de Pancho Villa, lo retrata así, evocando la primera vez que lo vio: “Su postura, sus gestos, su mirada de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en el cubil; pero de fiera que se defiende, no de fiera de ataca; de fiera que empezase a cobrar confianza sin estar aún muy segura de que otra fiera no la acometiese de pronto queriéndola devorar” (p. 53).
Del antipático Carranza, Guzmán pinta este retrato que no tiene desperdicio: “Don Venustiano no bailaba —o bailaba muy poco—; pero se sentía siempre en su elemento si frecuentaba el trato de las damas. Su fortaleza en punto de bailecitos y bochinches no conocía término. […] Cortejaba a las señoras con tacto finísimo; a las señoritas las protegía paternalmente. Durante los interminables bailes de la Revolución, que empezaban a las nueve de la noche para concluir hasta las seis de la mañana, hacía continuas visitas al buffet, acompañando cada vez a una señora diferente, y rato a rato, del brazo de alguna, paseaba por la sala. Entonces —aunque sin olvidar jamás que él era el Primer Jefe— cambiaba sonrisas de inteligencia con sus subordinados, hasta con los más jóvenes o más modestos, y abarcaba el conjunto en amplias miradas de simpatía satisfecha” (p. 75).
Otro de los famosos retratos es el de Obregón, al que desnuda mostrándonos al personaje teatral que había en él: “Desde el primer momento de nuestro trato, me pareció un hombre que se sentía seguro de su inmenso valer, pero que aparentaba no dar a eso la menor importancia. Y esta simulación dominante, como que normaba cada uno de los episodios de su conducta: Obregón no vivía sobre la tierra de sus sinceridades cotidianas, sino sobre un tablado; no era un hombre en funciones, sino un actor. Sus ideas, sus creencias, sus sentimientos, eran como los del mundo del teatro, para brillar frente a un público: carecían de toda raíz personal, de toda realidad interior con atributos propios. Era, en el sentido directo de la palabra, un farsante” (p. 85).
(Por cierto, ¿qué repercusión tuvo el libro de Jorge Aguilar Mora que hace una interpretación histórica de Obregón tomando como eje el día de su entrada a la ciudad de México, y analiza lo determinante que fue la sífilis, por lo visto aceptada universalmente, en algunos de los hechos de su vida? El libro se llama Un día en la vida del general Obregón, y lo publicó ERA en 2008.)
Sin embargo, el retrato que más entusiasma es el de Felipe Ángeles. Esta vez la técnica es novedosa porque el dibujo es no tanto del hombre como de la situación en que la que aparece enmarcado. Personaje excepcional, uno de los más íntegros y humanos de tan oscuro y enredado momento histórico, Ángeles acabó cobardemente sacrificado por el carrancismo más vil, después de un juicio bochornoso. Por eso me gusta tanto la estampa que Guzmán ofrece de él, cuando lo encuentra en un patio en la oscuridad de la noche, apartado del bullicio del cuartel general, con los ojos puestos en el cielo, absorto en la contemplación de las estrellas.
Pero lo que más gracia me hizo de mi reciente lectura de El águila y la serpiente fue encontrar en las páginas de un libro publicado en 1928 una verdadera prefiguración de cierto personaje del año 2000, un contemporáneo nuestro anunciado con casi perfecta precisión unos setenta años antes de aparecer en la historia de México, como si esta novela, a fuerza de haber penetrado en la esencia de algunas de nuestras particularidades, además de hablarnos despierta en el sueño de los días presentes, tuviera las dotes de anunciar los que acabarían por venir. Pero el espacio se me acaba, así que tendré que dejar la solución del enigma para la semana entrante.
Desbordante Martín Luis Guzmán, Fernando. Estoy deseando conocer la identidad del personaje de nuestros días que se anuncia en "El Águila y la Serpiente".
ResponderEliminarEn cuanto al retrato que traza de Carranza, basta ver una foto de doña Virginia Salinas de Carranza para entender la actitud de don Venustiano hacia las damas. No obstante, él siempre fue discreto. Como anécdota recordar que un sobrino político de Carranza, carnal de doña Virginia, fue el piloto que pasó a la historia mundial de la aviación como el primero en bombardear un barco de guerra desde un avión en pleno vuelo. Otra anécdota: Doña Virginia en una ocasión le reprochó a Carranza que no le hubiera avisado que el papel moneda en circulación iba a dejar de tener validez de un día para otro, lo que le ocasionó un problema de tipo doméstico a la Primera Dama. Carranza le respondió que avisarle hubiese sido un uso indebido de información confidencial, así que por esa razón no fue advertida de lo que iba a ocurrir.
Por último, coincido también en destacar la teatralidad de Obregón. ¿Cómo si no hubiese conseguido reelegirse, pasando encima de uno de los principales postulados de la Revolución?
Qué bien hablar de los héroes... Para el mes que viene, de los de la Independencia, ¿no?
Abrazo
F.