Viví fuera de México poco menos de seis años, casi exactamente el tiempo que duró la presidencia de Vicente Fox. Me fui cuando el empresario-ranchero llevaba cuatro meses en el poder, en abril de 2001, y regresé el primer día de octubre de 2006 (por cierto, la víspera de la aparición de Tlaltecuhtli), cuando a su gestión le quedaban sólo ocho semanas.
La distancia me ahorró presenciar todo género de despropósitos y episodios desafortunados venidos de Los Pinos, según mis amigos debidos a las peores características del presidente con botas: ignorancia, torpeza, zafiedad. La última vez que anduve en la páginas de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán me pareció descubrir en el retrato de Eufemio Zapata, el hermano de Emiliano, una prefiguración de su persona pública, o al menos de la que mis amigos pintaban para mí. El hallazgo me hizo pensar que la calidad de clásico de las letras mexicanas de esa obra se explica por la definición del término que sugirió Quevedo (que escribió que los mejores libros “hablan despiertos” al sueño de la vida), pero también por una inusitada capacidad de predecir los días que habrían de venir. Lo que no tiene nada de esotérico: si la novela describe con penetración escenarios, episodios y personajes del proceso revolucionario que definió cómo sería México durante el siglo XX, es natural que algunos ángulos proyecten su sombra incluso sobre el día de hoy.
Un ejercicio que nos devuelve una impresión nítida de las verdaderas dimensiones del gran Emiliano Zapata (http://bit.ly/diYnFr) es verlo retratado al lado de su hermano mayor —que de alguna forma es su caricatura: más simple y abrupto, con los bigotes más espesos y la mirada menos descifrable—. Antes de seguir a su hermano por el camino de la Revolución, Eufemio había vendido las tierras y el ganado heredados a sus padres para instalarse en el estado de Veracruz, donde según Womack se dedicó “a buhonero, revendedor, comerciante y a quién sabe qué tanto más”. Más adelante, de regreso ya en Morelos, formó parte de la junta que proclamó el Plan de Ayala y fue un eficaz oficial zapatista.
Entre otras muchas ocasiones, estuvo al lado de su hermano durante el conmovedor encuentro con Pancho Villa en Xochimilco el 4 de diciembre de 1914. En algún lugar, Womack (p. 117) deja ver que llamaba a Madero “el chaparrito” —por cierto, exactamente como podría hacer Fox.
El estudioso norteamericano relata la muerte de Eufemio sin entrar en mayores detalles: el zapatismo estaba empezando a verse seriamente acorralado, y él, “famoso ya porque ahogaba sus penas en alcohol, comenzó a rebajar violentamente a voz en cuello a sus camaradas”. Un día de mediados de junio de 1917 “se encolerizó con el padre de uno de sus principales subordinados, Sidronio Camacho, y le pegó al viejo. En venganza, Camacho lo hirió en la calle [al día siguiente] y esa misma noche murió. Luego, Camacho se llevó a sus hombres hacia el noroeste, a territorio federal, y aceptó una amnistía del gobierno”. (Zapata y la Revolución Mexicana, Siglo XXI, 19ª edición, México, 1994, p. 282-283).
En los años cuarenta, un antiguo zapatista contó las cosas de esta manera: a Eufemio se le había metido en la cabeza reformar a los borrachos del sur, así que cada vez que se encontraba con uno de ellos lo golpeaba con una vara de membrillo hasta que juzgaba que le había bajado “los humos del alcohol”. Un día, en Cuautla, le pegó a un hombre viejo hasta dejarlo inconsciente. “‘¿No le da vergüenza, a su edad, seguir bebiendo hasta caerse?’”, dice que le preguntó. “‘¡Esto le quitará el vicio!’”. El final, según esta versión, es digno de García Márquez: “El hijo de aquel anciano, a quien conocían como El Loco Sidronio, al saber lo ocurrido, fue a buscar a Eufemio, y sin darle tiempo a defenderse le disparó la carabina, dejándolo moribundo. Después, a cabeza de silla, lo arrastró […] abandonándolo sobre un hormiguero. ‘Aquí aprenderás a respetar las canas de los viejos’, dicen que exclamó, y caracoleando sobre su caballo se alejó del lugar”. (citado por Krauze en Biografía del poder, 2ª reimpresión, Fábula, Tusquets, México, 2003, p. 135).
En El águila y la serpiente, Eufemio aparece cuando el narrador acompaña a Eulalio Gutiérrez, flamante presidente de la Convención, en su visita a Palacio Nacional, entonces bajo control de un grupo de zapatistas encabezados por el hermano de Emiliano. Quitando el sombrero, trocando la camisa de dril por una de algodón planchado, en su perfil hay una prefiguración de Vicente Fox: “Eufemio Zapata, que tenía la custodia del edificio, salió a darnos la bienvenida en la puerta central y empezó a dispensarnos desde luego los honores de la casa […] De este momentáneo papel suyo […] parecía penetradísimo, a juzgar por su comportamiento. Según fuimos apeándonos del automóvil, nos estrechó la mano y nos dijo palabras de huésped rudo, pero amable” (p. 383)
Y luego: “No subimos por la escalera monumental sino por la de Honor. Cual portero que enseña una casa que se alquila, Eufemio iba por delante. […] parecía simbolizar, conforme ascendía de escalón en escalón, los históricos días que estábamos viviendo: los simbolizaba por el contraste de su figura no humilde, sino zafia, con el refinamiento y la cultura de que la escalera era como un anuncio. Un lacayo del palacio, un cochero, un empleado, un embajador, habrían subido por aquellos escalones sin desentonar: con la dignidad, grande o pequeña, inherente a su oficio y armónica dentro de la jerarquía de las demás dignidades. Eufemio subía como un caballerango que se cree de súbito presidente. Había en el modo como su zapato pisaba la alfombra una incompatibilidad entre alfombra y zapato; en la manera como su mano se apoyaba en la barandilla, una incompatibilidad entre barandilla y mano. Cada vez que movía el pie, el pie se sorprendía de no tropezar con las breñas; cada vez que alargaba la mano, la mano buscaba en balde la corteza del árbol o la arista de la piedra en bruto. Con sólo mirarlo a él, se comprendía que faltaba allí todo lo que merecía estar a su alrededor, y que para él, sobraba todo cuando ahora lo rodeaba”. (p. 384)
Y más adelante: “Frente a cada cosa Eufemio daba sin reserva su opinión, a menudo elemental y primitiva. Sus observaciones revelaban un concepto optimista e ingenuo sobre las altas funciones oficiales. ‘Aquí —nos decía— es donde los del gobierno platican’. ‘Aquí es donde los del gobierno bailan’. ‘Aquí es donde los del gobierno cenan’. Se comprendía a leguas que nosotros, para él, nunca habíamos sabido lo que era estar entre tapices ni teníamos la menor noción del uso a que se destinan un sofá, una consola, un estrado; en consecuencia, nos ilustraba. Y todo iba diciéndolo en tono de tal sencillez, que a mí me producía verdadera ternura”.
El remate es rotundo para Eufemio, pero al referirse a la silla presidencial y la interpretación de su significado, también para Fox. Pero dejo que sea el propio Martín Luis Guzmán quien haga el dibujo tal como lo dejó escrito en 1928, por cierto un año antes de la creación del Partido Nacional Revolucionario que daría paso al PRI, del género de personaje que iba a arrebatarle el poder al menos durante dos sexenios: “Ante la silla presidencial declaró con acento de triunfo, con acento cercano al éxtasis: ‘¡Ésta es la silla!’. Y luego, en un rapto de candor envidiable, añadió: ‘Desde que estoy aquí, vengo a ver la silla todos los días, para irme acostumbrando. Porque, afigúrense nomás: antes siempre había creído que la silla presidencial era una silla de montar’”. (p. 385)
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Guzmán, Martín Luis. El águila y la serpiente, Cía. General de Ediciones, SA. Sexta edición, “nuevamente revisada y corregida por su autor”, México, 1958.
La fotografía de Vicente Fox es cortesía del archivo del periódico Excélsior.
Muy buen artículo, fotos maravillosas, ¡Qué país!
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