viernes, 18 de julio de 2014

Adjetivos de Algaida


Desde hace unos días circula el nuevo número de Luvina, la revista de literatura de la Universidad de Guadalajara, en el que aparece el largo ensayo que escribí a principios de este año sobre Algaida (Aldus, México, 2004), el extraordinario poema de madurez de Eduardo Lizalde. Uno de los dos máximos poetas mexicanos vivos, el autor de El tigre en la casa cumplió la semana pasada 85 años. A continuación reproduzco un par de fragmentos de ese ensayo, los dedicados a explicar la enorme profusión de adjetivos que caracteriza al poema.

La vida que nos viene de lo alto (Fragmento)

Por FF

Todo el que se acerque a “Algaida” se dará cuenta de la enorme profusión de adjetivos que lo caracterizan. La explicación está, me parece a mí, en que el poema intenta fijar con la máxima precisión posible aquello que informan la inteligencia y los sentidos, lo que exige que el poeta añada a sus definiciones de las cosas el mayor cúmulo posible de sensaciones e ideas. La “cordillera de médanos” sobre la que escribe obliga a quien rememora a ser exacto, explícito, lo más expresivo que pueda, y en un poeta arriesgado en el uso de la lengua –como siempre ha sido Lizalde– los adjetivos son un elemento apropiado para intentarlo. Dan ganas de pensar que esos adjetivos son los atributos con los que el hombre va dotando a las cosas en un intento por sobrepujar a la divinidad –una divinidad inexistente a la que es necesario suplir– a lo largo de un prolongado arrebato de felicidad creativa. * 
Esa preeminencia del adjetivo sobre el sustantivo, es decir del color por encima de la línea, si puedo decirlo así, hace pensar en los pintores venecianos del siglo XVI (Bellini, Giorgione) que descubrieron las posibilidades de trabajar con los colores directamente como parte del proceso creativo, en vez de hacerlo con las líneas. De esa manera, Lizalde no se conforma con dar una pincelada aquí y otra allá sobre los objetos que nombra sino que con frecuencia los califica de dos y hasta de tres maneras sucesivas. Veamos un par de ejemplos. Cuando pinta por vez primera el huerto, lo hace así (los subrayados son míos):

… los aviesos membrillos acidosos,
la bíblicas manzanas gongorinas de hipócrita arrebol
y los advenedizos pálidos perones
—de genética estirpe bastarda y jardinera,
humana y puritana— de anémica epidermis,
la prestigiosa higuera legendaria
de Rómulo el divino primer rey,
de blanca sangre y gran follaje mendicante y palmario (p. 12).

Véase este otro ejemplo, sin duda uno de los momentos más hermosos del poema. En él los adjetivos vuelven a ser muchos sin que nos parezcan excesivos y cada uno de ellos abona a la precisión de las imágenes:

Pero todo era gloria en la inmortal infancia:
la luz floreaba junto a los rosales
y daba extraños frutos que escaldaban la lengua
como los del rojo umbrátil ciruelo japonés,
que sólo producía cada seis meses dos frutillas amargas,
para probar a sus feraces y ubérrimos vecinos
que no era estéril, sino morigerado y elegante como un bonzo (p. 24).

Y así con todo –o casi todo–, flores y frutos particularmente: el limón, el bambú, las campánulas, el alhelí, el nardo, el sándalo, la mandarina, el ciprés, la rosaleda, la buganvilia, la encina, la siempreviva… Cuando se refiere a la estrella Aldebarán, fascinado por la hermosura de su nombre –de origen árabe, igual que “algaida”–, Lizalde no puede sino repetir la palabra hasta tres veces en el mismo verso. Después de afirmar que “la seguidora, la diosa, la pastora gigantesca”, como se refiere a ella, es “cincuenta veces nuestro enano astro rey”, escribe que brilla rodeada de “su turbulento / rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes” (p. 21). ¡Qué hermosa línea! “Rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes”. La dicción del verso produce en nosotros la sensación del fulgor de las estrellas que rodean al potente astro y al mismo tiempo la delicada vacilación con que el velo de la atmósfera las ofrece al ojo humano: “Rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes”. (Yo mismo caigo en el encanto al que invita Lizalde y me veo repitiendo el verso hasta tres y cuatro veces seguidas.)
[…]
Uno de los versos que más me gustan se refiere a la pobreza extrema, a la que se alude en una larga oración sin sustantivo, o quizás mejor dicho en la que la tarea sustantiva ha sido encomendada a tres frases que aparecen en forma de aposición: primero “hiena habitual”, luego “miseria deplorable” y por último “llameante llaga locamente folklórica”. Gracias a que las frases hacen las veces del sustantivo, el elemento que pretenden especificar, la pobreza extrema, se da por sabido –nuevo argumento en favor de que en “Algaida” la intención calificativa es más poderosa que la meramente nominativa–. El poeta se refiere a esa condición de los pueblos sin pan ni agua, recrudecida por el estúpido crecimiento de la ciudad, que hace que la de México –que es la que aparece en el poema– resulte un infernal conjunto de ciudades perdidas. Me interesa fijarme en la última de las tres frases: “llameante llaga locamente folklórica” (p. 18).
Se trata de un verso que primero me turbó, por el uso, que de buenas a primeras me pareció un tanto frívolo, del término “folklórica”, quizás porque sin tener en principio una connotación negativa está utilizado para subrayar un momento de obligada oscuridad. Sin embargo, después de pensarlo bien acabó por ganarme al grado de que una mañana me desperté con él dándome vueltas en la cabeza, atrapado por su poder expresivo: “llameante llaga locamente folklórica”. Veo en él la llaga ardiendo, inflamada, quemante, exacerbada por el sonido de las dobles eles y el vibrar de las vocales (la a, la e, la o); al mismo tiempo, su significado se me aparece tamizado o acaso mejor dicho momentáneamente todavía en suspenso, por la inclusión del término “folklórica”,  una voz que me resulta inusitada en ese contexto. 
Después de cierta vacilación en mi gusto, el extraño contraste que consigue al lado de “llameante llaga” como definición de la miseria, me acabó transportando a espacios de verdadera sugerencia. También es cierto que hacía mucho que el devaluado adverbio “locamente” no me producía ninguna emoción, lo que vino a recordarme que una de las labores de la poesía consiste en dar vida nueva a las palabras y las expresiones a las que el desgaste ha dejado sin valor. Por otro lado, la poesía tiene la virtud de contagiar a algunas palabras a las que uno se enfrenta por vez primera, por extrañas que sean, un cierto grado de familiaridad como yo diría que hace Lizalde por ejemplo con el verbo “dragonear”. Las principales acepciones que ofrece el diccionario (“ejercer un cargo sin tener título para ello” y “hacer alarde, presumir de algo”) aclaran y dan belleza a estos versos –se me perdonará que no me resista a subrayar de nuevo los adjetivos, hasta seis en sólo tres versos:

el alhelí silvestre y blanco, de muy rústico aroma,
que la dragoneaba de altanero lirio
entre las cetrinas y toscas espadañas (p. 12-13).

El añadido “la”, en “la dragoneaba”, como diciendo “se las daba de” (el alhelí se las daba de lirio altanero), añade felizmente a la expresión un tono coloquial que dudo que haya tenido ese verbo, que más bien tengo como de uso culto, y que da como resultado un efecto cercano y espontáneo que de nuevo me resulta muy sugerente.

* Tal es el género de la evocación pasada por la reflexión de toda una vida, que los recuerdos sufren un cambio que se representa en el nivel de la lengua, lo que se percibe no sólo en el uso de los adjetivos. Nótese, por ejemplo, cómo Lizalde escribe que el océano azota “sin clemencia” no las playas sino los “amarillosos tumultuosos recuerdos del mar de Veracruz” y otros rincones del Golfo (p. 27).


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El texto completo puede leerse y descargarse en el portal de la revista que dirige Silvia Eugenia Castillero: http://bit.ly/1oRr5Sf

La imagen que abre este post es la reproducción de una obra de Xul Solar, aquel singularísimo amigo de Borges que era filósofo místico, astrólogo y pintor.

La primera edición de Algaida apareció bajo el sello de Aldus (la reproducción de la portada, más arriba). Las citas de mi artículo corresponden a la segunda edición del poema (a la derecha de estas líneas): Dirección General de Publicaciones de Conaculta, Colección Práctica Mortal, México, 2009. El retrato de Eduardo Lizalde, del que ignoro la autoría, proviene de la página-web Subterráneos (http://bit.ly/16UoAql).

Más sobre poesía en este blog:
Pedro Salinas, http://bit.ly/waOQiL  
Lope de Vega, http://bit.ly/9ZpQ2U 
Juan Ramón Jiménez, http://bit.ly/aoVJM3
De Andrés Fernández de Andrada, http://bit.ly/9xgKZQ
De Macedonio Fernández, http://bit.ly/wZS9zU
De César Vallejo, http://bit.ly/yNbYFH

sábado, 12 de julio de 2014

Boleto mundialista



A Jonathan López Romo

Como no iba a utilizarlos, un amigo me regaló sus boletos para los partidos del Mundial de México que iban a jugarse en el Estadio Azteca, y de esa manera en cinco o seis ocasiones, desde los tres primeros juegos de la selección mexicana hasta la final de la Copa del Mundo de 1986, me encontré en un lugar de privilegio en el coloso de Santa Úrsula, rodeado de gente a la que nunca había visto y a la que luego nunca volvería a ver, y me di el gusto de presenciar un puñado de partidos imborrables en medio de una muchedumbre de 115 mil personas que coreaban estrepitosamente el nombre de México, cuando era México el que jugaba, o en silencio casi perfecto el nombre de Bulgaria, cuando la selección jugó contra Bulgaria en octavos y acudí con mi amiga Nattie –que es hija de mexicana y búlgaro, y vi ondear discretamente su banderita allá arriba, acaso la única en todo el estadio–; o encantadoramente el nombre de Argentina cuando se dio el caso de que el equipo de Maradona y de Bilardo jugara en el Estadio Azteca una de las dos semifinales, y sobre todo aquel inolvidable mediodía del partido final, aquel emotivísimo y ardiente partido entre Argentina y la Alemania de Beckenbauer y de Rummenigge en el que se anotaron cinco goles, dos de ellos en los siete minutos finales, y que los argentinos ganaron cuando parecía que todo empezaba a perderse con una descolgada de época que se produjo casi por milagro sólo unos momentos después de que los alemanes acabaran de empatarles, exactamente como hacen siempre, exactamente como había hecho Schnellinger contra Italia en ese mismo escenario el 17 de junio de 1970 en el Partido del Siglo, en una de las dos semifinales del otro Mundial de México.
Haciendo cálculos, alguien podría entonces preguntarme si en 1986 estuve en el polémico Argentina-Inglaterra de cuartos de final que fue en el Azteca, y para el que, según se desprende de lo que dije más arriba, también tenía boleto, el partido en el que Maradona metió sus dos goles celebérrimos, el primero con el puño, superando en el brinco a Shilton en una hazaña mitad picaresca y mitad atlética, el segundo echando a correr a cancha traviesa desde el medio campo, dejando en el camino a no sé cuántos ingleses y empujando por último el balón al tiempo que se venía abajo a la salida de Shilton, y quien me haga la pregunta de si estaba o no aquella tarde histórica en el Azteca, como debía de haber estado, tendrá razón en planteármela porque es oportuna aunque la respuesta sea triste.
Y es que esa misma tarde jugaba España contra Bélgica en Puebla, una selección española por la que no se daba mucho después de la primera fase pero que revivió en la esperanza de millones de aficionados, y en particular de los españoles de México, cuando goleó con lujo de espectáculo a una poderosísima Dinamarca que había destrozado a todos a su paso, incluida por cierto Alemania, y jugó el futbol seguramente más hermoso de la parte inaugural del torneo pero tuvo la mala suerte de ir a Querétaro a toparse con la grácil finura de Butragueño, quien jugó el partido de su vida, y quien fue un portento de habilidad entre los miles de daneses que lo cercaron en los escasos metros del área chica, y entre quienes siempre salió bien librado, y acabó metiéndoles nada menos que cuatro goles.
Por eso no estuve en el Azteca cuando debía de haber estado, aun cuando tenía boleto, porque andaba en Puebla en donde fui parte de la desventurada marabunta entusiasmada de españoles y de hijos de españoles que fueron a decepcionarse delante de un equipo de nuevo mediocre, incapaz de hacer nada a la ofensiva, que perdió en cuartos de final contra la selección de Bélgica tristemente como se pierde siempre en pénaltis.
Hace unas semanas, cuando empezaba este nuevo mundial, el de Brasil, el que se acaba en unas horas, pensé en poner en venta el boleto de la final entre Alemania y Argentina del Mundial de México 1986, tal como ya había pensado hacer cuatro años atrás, cuando fue en Sudáfrica, convencido como estoy de que no faltará algún fanático que quiera atesorarlo, preferentemente argentino, me digo, ya que son argentinas las memorias más felices de aquel día. Para variar, se me pasaron las semanas y no hice nada. Lo único que conseguí fue decírselo a mi amiga Andrea Eduardina, aventajada usuaria de e-Bay, quien se ofreció a hacer alguna pesquisa al respecto. Al poco tiempo, ella me escribió para decirme que no encontraba nada que se pareciera a lo que yo quería de poner a subasta, así que opté por desistir. A unas horas de una nueva final, en la que juegan los mismos equipos que vi en persona en el Estadio Azteca aquel 29 de junio de 1986, me tomo al menos el tiempo para escanearlo y exhibirlo en Siglo en la brisa, orgullosamente a nombre de su futuro propietario.

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Más sobre boletos de partidos de futbol en este blog:
Ocios de 1946, http://bit.ly/1gQcF2R

jueves, 5 de junio de 2014

Fernanda en Covadonga


Apenas ahora puedo darme tiempo para contestarle a mi querido amigo Juaco López Álvarez, director del Museo del Pueblo de Asturias, quien hace unos días me escribió esta pequeña carta: “El próximo viernes doy una conferencia en Covadonga sobre Covadonga y la emigración. Voy a referirme a tu abuela y al arroz Covadonga, y por supuesto a ti, y es muy probable que lea casi íntegro el texto que publicaste en tu blog. Acabo de releerlo y resume muchas cosas de las que quiero contar. ¿Cómo se llamaba tu abuela? ¿Era de Asiegu?”.
Aquí mi respuesta: “Querido Juaco: Me encanta que vayas a hablar de mi abuela, nada menos que en Covadonga. Curiosamente hoy que te escribo, 5 de junio de 2014, se cumplen 100 años exactos de su nacimiento. Fernanda, como se llamaba, nació en México, hija de dos primos hermanos de Cabrales: él, Fernando Bueno, de Asiego, y ella Florentina Bueno, de Carreña. Al poco de morir su madre, la enviaron a Asturias (tenía sólo cinco años), donde se crió con una tía solterona y un abuelo, entre Asiego y Llanes. A los 19 años volvió a su añorado México, casada con su primo Santos Fernández Bueno, de Asiego. No volvió a irse de aquí, donde murió en 2007, de camino a los 93 años. ¡Lo que le prestaría saber que vas a contar su historia en Covadonga! No dejes de contar cómo te va. Muchos abrazos siempre bien afectuosos, FF”.
A continuación, el texto al que alude Juaco. Aunque durante los últimos años lo he tenido bien visible en esta página, lo reproduzco nuevamente por si alguno de mis lectores quiere volver a echarle un ojo.


El arroz Covadonga
por FF
Mi abuela siempre contó que al volver a México, casada con su primo Santos, no sabía hacer nada y que fue una mexicana llamada Genoveva Medina quien le enseñó a preparar el arroz. Los otros días hacía papas con col, como ella las llamaba, macarrones con atún o cocido, y hasta una receta de pixín según lo ofrecía un restaurante de Gijón, aunque era necesario hacerlo con merluza que en México sí se consigue, pero todo mundo sabía que su especialidad era aquel sencillo arroz que nadie consideraba exagerado describir como una maravilla.
Hacía algunos años había descubierto en un supermercado mexicano un arroz llamado Covadonga, en cuya caja aparecía la imagen de la Santina. Imagínese su alborozo. De inmediato, sin ninguna duda, se cambió a esa marca. ¿Cómo si no? Siempre, sin ninguna excepción, en una y otra casa, desde aquel segundo piso arriba de la tienda en la colonia Obrera donde vivieron nada más llegar a México, hasta el departamento de la calle de Hegel, la imagen de la Virgen había ocupado un lugar de privilegio en su casa, testificando todos y cada uno de los actos de siete décadas de la familia fuera de Asturias.
Su presencia era más notoria en las paredes de una casa que nunca tuvo grandes adornos: un par de grabados de la vieja ciudad de México y unos cuantos óleos sin mayor arte. La excepción más importante era una reproducción de un óleo de Tejerina, un pintor asturiano que en 1973 estuvo en Asiego y a lo largo de una tarde pintó por lo menos tres vistas del pueblo. Una de esas vistas, gracias a un par de calendarios que la reprodujeron, es la imagen más conocida de la aldea natal de Santos, y junto al grupo de hachas de la Edad de Bronce que custodia el Museo Arqueológico de Asturias, es el objeto más conocido originado nunca en Asiego. Casi no hay casa de vecino del pueblo ni de emigrante al otro lado del mundo que no tenga colgada de la pared una reproducción del óleo de Tejerina.
En el marco de la imagen de la Virgen de Covadonga, Fernanda fue colocando las fotos de sus nietos y sus bisnietos desde 1960, cuando nació el mayor de ellos. Con el tiempo, puso la del Papa, y luego todavía la de Pepe Luis, cuando se fue a vivir a Australia. Cambiarse al arroz que llevaba el nombre de la Santina era no sólo lo correcto: era una oportunidad de manifestar una fidelidad, por pequeña que pareciera. Era una forma de responder a una señal del cielo.
Un día, sin embargo, por los tiempos inmediatamente anteriores a irme a vivir a España, llegué a visitarla y le oí decir con verdadera pena que no iba a volver a comprar el arroz Covadonga. “¿Por qué dices eso?”, le pregunté. “Ya no vuelvo a comprarlo”, insistió. Y yo: “¿Ya no te gusta?”. Me tomó de la mano, me llevó a la cocina y me dijo, mientras señalaba hacia un cajón de la alacena, que abría en ese momento y que estaba lleno de unos montones de cartones redondos, mal recortados, agrupados quizás en veintenas, en ligas de plástico: “¿O qué quieres que haga?”. Y añadió, con su sonrisa más caritativa: “¿Cómo voy a tirar a la Virgen a la basura?”. Entonces comprendí: a lo largo de los últimos años, con unas tijeras prácticamente inservibles, se había empeñado en recortar las imágenes de la Santina para tirar a la basura los paquetes vacíos del arroz sin ellas.

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El retrato de Fernanda Bueno que abre este post es mío. La foto en la que acompaño a Juaco López fue tomada por su esposa Sofía en el cementerio de Salas, Asturias, a donde fuimos en septiembre de 2006 a conocer el bellísimo texu que puede verse a nuestras espaldas. La imagen de Asiego es uno de los tres óleos que Tejerina pintó en el pueblo en 1973. La foto en la que salgo con mi abuela corresponde al día de 1993 en que celebramos los 60 años de su boda en Covadonga, y la que acompaña estas líneas es la de la matrimonio de sus padres, Fernando y Florentina.

Más crónica familiar y genealogía en este blog:
En la boda de Lola y Félix, http://bit.ly/1hwQqwn
Árbol genealógico, http://bit.ly/KOKiw8 
Autógrafos remotos, http://bit.ly/PvKjd9
Guillermina, http://bit.ly/Nxl25T