Desde hace
unos días circula el nuevo número de Luvina, la revista de literatura de la Universidad de Guadalajara, en el que aparece el largo ensayo que escribí a principios
de este año sobre Algaida (Aldus, México,
2004), el extraordinario poema de madurez de Eduardo Lizalde. Uno de los dos máximos poetas mexicanos vivos, el autor de El tigre en la casa cumplió la semana pasada 85 años. A continuación reproduzco
un par de fragmentos de ese ensayo, los dedicados a explicar la enorme profusión de
adjetivos que caracteriza al poema.
La vida que nos viene
de lo alto (Fragmento)
Por FF
Todo el que se acerque a “Algaida” se dará cuenta de la
enorme profusión de adjetivos que lo caracterizan. La explicación está, me
parece a mí, en que el poema intenta fijar con la máxima precisión posible
aquello que informan la inteligencia y los sentidos, lo que exige que el poeta
añada a sus definiciones de las cosas el mayor cúmulo posible de sensaciones e
ideas. La “cordillera de médanos” sobre la que escribe obliga a quien rememora
a ser exacto, explícito, lo más expresivo que pueda, y en un poeta arriesgado
en el uso de la lengua –como siempre ha sido Lizalde– los adjetivos son un
elemento apropiado para intentarlo. Dan ganas de pensar que esos adjetivos son
los atributos con los que el hombre va dotando a las cosas en un intento por
sobrepujar a la divinidad –una divinidad inexistente a la que es necesario
suplir– a lo largo de un prolongado arrebato de felicidad creativa. *
Esa preeminencia del adjetivo sobre el sustantivo, es decir del color por encima de la línea, si puedo decirlo así, hace pensar en los pintores venecianos del siglo XVI (Bellini, Giorgione) que descubrieron las posibilidades de trabajar con los colores directamente como parte del proceso creativo, en vez de hacerlo con las líneas. De esa manera, Lizalde no se conforma con dar una pincelada aquí y otra allá sobre los objetos que nombra sino que con frecuencia los califica de dos y hasta de tres maneras sucesivas. Veamos un par de ejemplos. Cuando pinta por vez primera el huerto, lo hace así (los subrayados son míos):
Esa preeminencia del adjetivo sobre el sustantivo, es decir del color por encima de la línea, si puedo decirlo así, hace pensar en los pintores venecianos del siglo XVI (Bellini, Giorgione) que descubrieron las posibilidades de trabajar con los colores directamente como parte del proceso creativo, en vez de hacerlo con las líneas. De esa manera, Lizalde no se conforma con dar una pincelada aquí y otra allá sobre los objetos que nombra sino que con frecuencia los califica de dos y hasta de tres maneras sucesivas. Veamos un par de ejemplos. Cuando pinta por vez primera el huerto, lo hace así (los subrayados son míos):
… los aviesos
membrillos acidosos,
la bíblicas
manzanas gongorinas de hipócrita arrebol
y los advenedizos pálidos perones
—de genética
estirpe bastarda y jardinera,
humana y puritana— de anémica
epidermis,
la prestigiosa
higuera legendaria
de Rómulo el divino
primer rey,
de blanca sangre y
gran follaje mendicante y palmario (p.
12).
Véase este otro ejemplo, sin duda uno de los momentos más
hermosos del poema. En él los adjetivos vuelven a ser muchos sin que nos
parezcan excesivos y cada uno de ellos abona a la precisión de las imágenes:
Pero todo era gloria en la inmortal infancia:
la luz floreaba junto a los rosales
y daba extraños
frutos que escaldaban la lengua
como los del rojo umbrátil ciruelo japonés,
que sólo producía cada seis meses dos frutillas amargas,
para probar a sus feraces
y ubérrimos vecinos
que no era estéril,
sino morigerado y elegante como un bonzo (p. 24).
Y así con todo –o casi todo–, flores y frutos
particularmente: el limón, el bambú, las campánulas, el alhelí, el nardo, el
sándalo, la mandarina, el ciprés, la rosaleda, la buganvilia, la encina, la
siempreviva… Cuando se refiere a la estrella Aldebarán, fascinado por la
hermosura de su nombre –de origen árabe, igual que “algaida”–, Lizalde no puede
sino repetir la palabra hasta tres veces en el mismo verso. Después de afirmar
que “la seguidora, la diosa, la pastora gigantesca”, como se refiere a ella, es
“cincuenta veces nuestro enano astro rey”, escribe que brilla rodeada de “su
turbulento / rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes” (p. 21). ¡Qué hermosa
línea! “Rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes”. La dicción del verso produce
en nosotros la sensación del fulgor de las estrellas que rodean al potente
astro y al mismo tiempo la delicada vacilación con que el velo de la atmósfera
las ofrece al ojo humano: “Rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes”. (Yo mismo
caigo en el encanto al que invita Lizalde y me veo repitiendo el verso hasta
tres y cuatro veces seguidas.)
[…]
Uno de los versos que más me gustan se refiere a la pobreza
extrema, a la que se alude en una larga oración sin sustantivo, o quizás mejor
dicho en la que la tarea sustantiva ha sido encomendada a tres frases que
aparecen en forma de aposición: primero “hiena habitual”, luego “miseria
deplorable” y por último “llameante llaga locamente folklórica”. Gracias a que
las frases hacen las veces del sustantivo, el elemento que pretenden especificar,
la pobreza extrema, se da por sabido –nuevo argumento en favor de que en
“Algaida” la intención calificativa es más poderosa que la meramente
nominativa–. El poeta se refiere a esa condición de los pueblos sin pan ni
agua, recrudecida por el estúpido crecimiento de la ciudad, que hace que la de
México –que es la que aparece en el poema– resulte un infernal conjunto de
ciudades perdidas. Me interesa fijarme en la última de las tres frases:
“llameante llaga locamente folklórica” (p. 18).
Se trata de un verso que primero me turbó, por el uso, que
de buenas a primeras me pareció un tanto frívolo, del término “folklórica”,
quizás porque sin tener en principio una connotación negativa está utilizado
para subrayar un momento de obligada oscuridad. Sin embargo, después de
pensarlo bien acabó por ganarme al grado de que una mañana me desperté con él
dándome vueltas en la cabeza, atrapado por su poder expresivo: “llameante llaga
locamente folklórica”. Veo en él la llaga ardiendo, inflamada, quemante, exacerbada
por el sonido de las dobles eles y el vibrar de las vocales (la a, la e, la o);
al mismo tiempo, su significado se me aparece tamizado o acaso mejor dicho
momentáneamente todavía en suspenso, por la inclusión del término “folklórica”, una voz que me resulta inusitada en ese
contexto.
Después de cierta vacilación en mi gusto, el extraño contraste que consigue al lado de “llameante llaga” como definición de la miseria, me acabó transportando a espacios de verdadera sugerencia. También es cierto que hacía mucho que el devaluado adverbio “locamente” no me producía ninguna emoción, lo que vino a recordarme que una de las labores de la poesía consiste en dar vida nueva a las palabras y las expresiones a las que el desgaste ha dejado sin valor. Por otro lado, la poesía tiene la virtud de contagiar a algunas palabras a las que uno se enfrenta por vez primera, por extrañas que sean, un cierto grado de familiaridad como yo diría que hace Lizalde por ejemplo con el verbo “dragonear”. Las principales acepciones que ofrece el diccionario (“ejercer un cargo sin tener título para ello” y “hacer alarde, presumir de algo”) aclaran y dan belleza a estos versos –se me perdonará que no me resista a subrayar de nuevo los adjetivos, hasta seis en sólo tres versos:
Después de cierta vacilación en mi gusto, el extraño contraste que consigue al lado de “llameante llaga” como definición de la miseria, me acabó transportando a espacios de verdadera sugerencia. También es cierto que hacía mucho que el devaluado adverbio “locamente” no me producía ninguna emoción, lo que vino a recordarme que una de las labores de la poesía consiste en dar vida nueva a las palabras y las expresiones a las que el desgaste ha dejado sin valor. Por otro lado, la poesía tiene la virtud de contagiar a algunas palabras a las que uno se enfrenta por vez primera, por extrañas que sean, un cierto grado de familiaridad como yo diría que hace Lizalde por ejemplo con el verbo “dragonear”. Las principales acepciones que ofrece el diccionario (“ejercer un cargo sin tener título para ello” y “hacer alarde, presumir de algo”) aclaran y dan belleza a estos versos –se me perdonará que no me resista a subrayar de nuevo los adjetivos, hasta seis en sólo tres versos:
el alhelí silvestre y blanco, de muy rústico
aroma,
que la
dragoneaba de altanero lirio
entre las cetrinas y toscas espadañas (p. 12-13).
El añadido
“la”, en “la dragoneaba”, como diciendo “se las daba de” (el alhelí se las daba
de lirio altanero), añade felizmente a la expresión un tono coloquial que dudo
que haya tenido ese verbo, que más bien tengo como de uso culto, y que da como
resultado un efecto cercano y espontáneo que de nuevo me resulta muy sugerente.
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El texto
completo puede leerse y descargarse en el portal de la revista que dirige
Silvia Eugenia Castillero: http://bit.ly/1oRr5Sf
La imagen que abre este post es la reproducción de una obra de Xul Solar, aquel singularísimo amigo de Borges que era filósofo místico, astrólogo y pintor.
La primera edición de Algaida apareció bajo el sello de Aldus (la reproducción de la portada, más arriba). Las citas de mi artículo corresponden a la segunda edición del poema (a la derecha de estas líneas): Dirección General de Publicaciones de Conaculta, Colección Práctica Mortal, México, 2009. El retrato de Eduardo Lizalde, del que ignoro la autoría, proviene de la página-web Subterráneos (http://bit.ly/16UoAql).
La primera edición de Algaida apareció bajo el sello de Aldus (la reproducción de la portada, más arriba). Las citas de mi artículo corresponden a la segunda edición del poema (a la derecha de estas líneas): Dirección General de Publicaciones de Conaculta, Colección Práctica Mortal, México, 2009. El retrato de Eduardo Lizalde, del que ignoro la autoría, proviene de la página-web Subterráneos (http://bit.ly/16UoAql).
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